domingo, 15 de marzo de 2015

Sobre los dos tipos de asombro.

Según la lectura que el filósofo alemán Klaus Held hace de Heidegger, el asombro pre-filosófico se puede expresar en, a lo menos, tres situaciones: el “maravillarse” frente a algo nuevo; la “admiración” ante una persona excepcional; y la “fascinación” frente a lo sublime. Lo común entre sí de estos distintos modos de asombro pre-filosófico es justamente que se dirigen a eventos singulares o intramundanos, o sea, a eventos que se deslizan por la superficie del mundo. Así, nos podemos maravillar ante un avance tecnológico que marque una nueva utilidad dentro de nuestras posibilidades de uso; nos puede suscitar admiración la rectitud moral de una persona y la consecuencia con sus ideales; y nos podría fascinar la belleza de una experiencia estética como la consistente en reencontrarse con el encanto de la naturaleza. Sin embargo, todos estos tipos de asombro son pre-filosóficos porque se enmarcan dentro de las mismas coordenadas del mundo. El sentido global de nuestra existencia no se ve afectado de raíz, sino que mantiene su configuración siendo los elementos asombradores meros fenómenos que roban el foco de nuestra atención dentro de un trasfondo estable que es el mundo.


En contraste, el asombro filosófico es capaz de trastocar el horizonte universal del mundo, es decir, subvierte el tejido profundo que configura todos los sentidos del existir. De este modo, si el asombro pre-filosófico deja intacta la cotidianeidad y habitualidad del sentido justamente por darse a partir de entes intramundanos particulares, el asombro filosófico, en cambio, provoca una crisis que trastoca la arquitectura del mundo y, con ello, se instala como una experiencia que rompe con la cotidianeidad hasta darle una nueva significación. En otras palabras, el asombro filosófico se da en clave de acontecimiento: no sólo se presenta como una nueva posibilidad dentro de todas las posibles, sino que hace que emerja el mundo con un nuevo rostro a nivel existencial, propiciando, así, un sentido totalmente novedoso e inesperado. Y tal mundo donde se despliega dicho sentido novedoso e inesperado no es más que el manantial desde donde emanan todos los posibles, esto es, el origen tanto de nuestra experiencia como de nuestra existencia. Por lo mismo, no hay manera en que podamos planificar ni anticipar ese asombro filosófico. No hay técnicas ni estrategias para hacerse permeable a él. El asombro filosófico, en tanto acontecimiento y presencia de un sobresentido, nos abre a la posibilidad de ser tocados y tomados, de limpiar la mirada, de volver a sentir la existencia en toda su grandeza (por el evento que nos trasciende) y angustia (por nuestra propia miseria en relación a lo que nos trasciende). De esta manera, el asombro filosófico se presenta como el arrebato de una posesión que nos hace vivir bajo el prisma anímico del "ser" en tensión con la "nada": nos hace habitar en la belleza de contemplar el sobresentido que adviene al mismo tiempo que angustiarnos de la seguridad cotidiana que perdemos. En definitiva, el filósofo encarna el asombro filosófico como un místico: con el fuego universal que junto con extasiarlo lo reduce a cenizas, que junto con mostrarle la emergencia de esa grandiosa profundidad de la existencia a la vez diluye toda certeza y seguridad cotidiana.

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