Según la lectura que el filósofo alemán Klaus Held hace de Heidegger, el asombro pre-filosófico se puede expresar en, a lo menos,
tres situaciones: el “maravillarse” frente a algo nuevo; la “admiración” ante
una persona excepcional; y la “fascinación” frente a lo sublime. Lo común entre
sí de estos distintos modos de asombro pre-filosófico es justamente que se
dirigen a eventos singulares o intramundanos, o sea, a eventos que se deslizan
por la superficie del mundo. Así, nos podemos maravillar ante un avance tecnológico
que marque una nueva utilidad dentro de nuestras posibilidades de uso; nos
puede suscitar admiración la rectitud moral de una persona y la consecuencia
con sus ideales; y nos podría fascinar la belleza de una experiencia estética
como la consistente en reencontrarse con el encanto de la naturaleza. Sin
embargo, todos estos tipos de asombro son pre-filosóficos porque se enmarcan
dentro de las mismas coordenadas del mundo. El sentido global de nuestra
existencia no se ve afectado de raíz, sino que mantiene su configuración siendo
los elementos asombradores meros fenómenos que roban el foco de nuestra
atención dentro de un trasfondo estable que es el mundo.
En contraste, el asombro filosófico es capaz de trastocar el
horizonte universal del mundo, es decir, subvierte el tejido profundo que
configura todos los sentidos del existir. De este modo, si el asombro
pre-filosófico deja intacta la cotidianeidad y habitualidad del sentido
justamente por darse a partir de entes intramundanos particulares, el asombro
filosófico, en cambio, provoca una crisis que trastoca la arquitectura del
mundo y, con ello, se instala como una experiencia que rompe con la
cotidianeidad hasta darle una nueva significación. En otras palabras, el asombro filosófico se da en clave de
acontecimiento: no sólo se presenta como una nueva posibilidad dentro de todas
las posibles, sino que hace que emerja el mundo con un nuevo rostro a nivel
existencial, propiciando, así, un sentido totalmente novedoso e inesperado. Y tal mundo donde se despliega dicho sentido novedoso e inesperado no es más que el manantial desde donde emanan todos
los posibles, esto es, el origen tanto de nuestra experiencia como de nuestra existencia. Por lo mismo, no hay manera en que podamos planificar ni anticipar ese
asombro filosófico. No hay técnicas ni estrategias para hacerse permeable a él.
El asombro filosófico, en tanto acontecimiento y presencia de un sobresentido,
nos abre a la posibilidad de ser tocados y tomados, de limpiar la mirada, de volver a sentir la existencia en toda su grandeza (por el evento que nos trasciende) y angustia (por nuestra propia miseria en relación a lo que nos trasciende). De esta manera, el asombro filosófico se presenta como
el arrebato de una posesión que nos hace vivir bajo el prisma anímico
del "ser" en tensión con la "nada": nos hace habitar en la belleza de contemplar el sobresentido que adviene al mismo tiempo que angustiarnos de la seguridad cotidiana que perdemos. En definitiva, el filósofo encarna el asombro filosófico como un místico: con el fuego universal que junto con extasiarlo lo reduce a cenizas, que junto con mostrarle la emergencia de esa grandiosa profundidad de la existencia a la vez diluye toda certeza y seguridad cotidiana.
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