Al interior del Libro VII de sus "Confesiones"
Agustín de Hipona menciona lo siguiente:
“Y cuando por vez primera te conocí, tú me tomaste para que
viese que existía lo que había de ver y que aún no estaba en condiciones de
ver. Y reverberaste la debilidad de mi vista, dirigiendo tus rayos con fuerza
sobre mí, y me estremecí de amor y de horror. Y advertí que me hallaba lejos de
ti en la región de la desemejanza.”
En el pasaje anterior Agustín transita, al igual que el
enfermo que por un momento siente la belleza de la luz para luego hundirse en
la ceguera nuevamente, desde una emoción fugaz que le otorga la posibilidad de
acariciar la dimensión ontológica del ser hacia la caída en la dispersión de
las cosas, en la fragmentación del mundo. En efecto, la lectura habitual de
este fragmento nos llamaría a interpretar que Agustín sufre de una experiencia
mística susceptible de rebasar cualquier reduccionismo racional, pero cuya
duración se concentra en una ráfaga minúscula de tiempo provocando en él una
sensación de amor y horror. Este “estado del alma”, este padecimiento anímico,
puede ser entendido como la contemplación de una verdad luminosa por quien no
está habituado a ella, tal cual como la imagen platónica de la Alegoría de la
Caverna. En ese caso sólo se puede incursionar en la luz de la verdad,
proviniendo desde la oscuridad del mundo material, de un modo gradual y
progresivo.
No obstante nos atrevemos a ofrecer una segunda lectura. Ésta
consistiría en interpretar la experiencia de Agustín como un “choque
liberador”. Aquel "choque liberador" operaría como aquello que junto
con confrontar a Agustín con el extrañamiento simultáneo entre dos dimensiones
de la realidad totalmente distintas, esto es, la colisión entre la sensibilidad
mutable de lo material a lo cual él yacía acostumbrado y la esfera ontológica
de lo inmutable representada por el brillo del ser, abre a la vez la promesa de
liberación futura de toda opresión inmersa en el campo carnal, en lo sensible,
en lo mutable, para tender hacia el reino ontológico del ser. Así, lo que
quizás horroriza a Agustín no sea la fugacidad, no sea el vértigo de la caída
al mundo de la costumbre, al mundo cotidiano y habitual, a “la región de la
desemejanza”. Lo que horroriza a Agustín tal vez sea la relación de
desproporción, de asimetría, la desequilibrada brecha entre el exceso de
sentido de aquella luz divina que se expande como inmutable y verdadera, por un
lado, y su fragilidad como cuerpo sujeto al devenir, al vicio, a la enfermedad,
su debilidad carnal de no ser capaz de recepcionar aquel mismo exceso divino,
por otro. En última instancia, la interrogante es la siguiente: ¿podemos
recibir lo que nos rebasa?, ¿podemos como hombres finitos recibir lo infinito?,
¿somos capaces de Dios?
Evidentemente la segunda lectura, que se corona con las
preguntas anteriormente expuestas, apunta a polemizar con la visión de la
filosofía moderna, principalmente la kantiana, al momento de presentar su modo
de concebir la relación sujeto-objeto. Si Kant nos enseñó –para decirlo simple
y groseramente- que todo lo recibido se recibe al modo del recipiente, o sea,
en el caso de los seres racionales finitos, que toda experiencia yace
condicionada bajo la estructura categorial compuesta por el tiempo y el espacio
como elementos aportados de modo a priori por el sujeto, ¿entonces cómo podemos
acceder y recepcionar aquello que rebasa dichas categorías?, ¿acaso podemos tener
experiencia fenoménica de lo eterno, de lo que trasciende los límites finitos
de nuestra propia constitución?
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