domingo, 1 de mayo de 2016

Sobre el trabajo en la era industrial.

Con seguridad uno de los percances más nocivos para la historia de la humanidad ha sido el proceso de industrialización que ha venido aparejado junto a la modernidad tardía. Los efectos de dicho proceso no sólo han mermado las estructuras de la organización del trabajo, sino que han degradado al trabajador mismo y la concepción que éste posee de su propia actividad.

Actualmente, y como fruto de aquella industrialización, el trabajador no concibe su trabajo más que como medio destinado a un fin que le es ajeno al trabajo mismo: el salario mensual que necesita para (sobre) vivir. Lo que se ha perdido en el acto de trabajar ha sido la inquietud e interés por religar la existencia a través de una obra. Inquietud e interés por hacer del trabajo una prolongación de las dudas metafísicas o culturales de cada sujeto: decir esta producción transparenta mi ser, en la talladura única de esta silla yace impresa mi firma. A esto le podemos llamar el ideal de artista o de artesano. Aquel ideal implica contar con la suficiente voluntad y determinación capaz de tornar posible la proyección de la subjetividad, de la interioridad, del alma (si se quiere), de aquel trabajador en el producto realizado. Dicho ideal, a su vez, presupone que cada sujeto exprese su propia unicidad, los dolores y clamores, las angustias epocales y las preguntas universales, de un modo singular y creativo. Toda masificación técnica, todo uso práctico y estandarizado del conocimiento aplicado con posterioridad al trabajo, nubla esta capacidad del trabajador consistente en plasmar su subjetividad en los objetos. Por lo mismo, el trabajador que solamente ejerce su labor en función de un salario no sólo pasa a transformarse en un engranaje más de la máquina de producción capitalista con todo el sometimiento reproductivo que ella trae consigo; también pierde el asombro radical ante la existencia, pierde sus preguntas fundamentales y, con ello, su propia libertad en cuanto ser humano.

Este fenómeno, que es conocido ampliamente en las corrientes filosóficas de teoría crítica como alienación, deviene la ideología más perjudicial en la medida que impone un modelo cultural de modo naturalizado, la cual hace parecer que fuese el único modo posible de organización socio-productiva. De ahí que en una época como en la que vivimos se vea totalmente oscurecida la alternativa de una revolución radical. El individualismo y los valores de competitividad internalizados a través de los medios de comunicación y la publicidad impiden que podamos imaginar otro orden distinto al actual. El ideal de pueblo, con su conciencia en-sí y para-sí, se ha erosionado para venir a constituirse una suma de partes, una mera masa informe que solamente revela su voluntad de elección a través del mercado, esto es, a través de lo cuantificable y transable. Así, los objetos y el proceso de trabajo se transforman en simples entidades unívocas, por medio de su utilización y reducción a un código, precio o salario. Todo aquel trabajo que el individuo debería realizar en pos de conocer y comprender, en pos de acceder al cómo y al por qué, en fin, de lo humano, se mantiene invisibilizado en un trasfondo abismal. El deseo de formular las preguntas esenciales con que la humanidad debería problematizarse y concebirse a sí misma permanece sumergido bajo las trágicas aguas de una superficialidad en cuya densidad todos nos terminamos por ahogar.