lunes, 30 de marzo de 2020

Chile en retrospectiva: Coronavirus y Estado.


La generalizada convulsión social emergida el 18 de Octubre ha retrocedido producto del coronavirus. Anoche, 29 de Marzo, ocasión en que se recuerda el asesinato de los hermanos Vergara a manos de la dictadura cívico-militar de Pinochet, los focos de protestas fueron puntuales y no contaron con mayor difusión por parte de los medios de comunicación. Ello no significa, sin embargo, que la revuelta popular esté declinando, sino sólo su estancia latente, su suspensión momentánea, causada por la pandemia que azota a la mayoría de los países del orbe. Es más, gran parte de las demandas centrales de aquel 18-O, esto es, la recuperación de la dignidad social y la participación política, por un lado, así como la lucha contra la desigualdad económica abogando por el retroceso de un mercado en pos de reimaginar el sentido de lo público, se han fortificado tras los paupérrimos modos de recepcionar las consecuencias derivadas del virus por parte del gobierno de Piñera, sumado a a los déficit estructurales del modelo.


Lo que ha develado esta pandemia a nivel mundial, y aún más en el caso de Chile, ha sido el fracaso estructural del modelo neoliberal a la hora de cautelar la vida de los ciudadanos, particularmente desde una perspectiva de derechos sociales. Para nadie es novedad que el Estado en Chile reducido progresivamente su presencia y eficiencia desde la implementación de las políticas neoliberales de los Chicago Boys. Esas mismas políticas, profundizadas por los gobiernos de la Concertación y la Nueva Mayoría bajo una presunta renovación libremercadista de la izquierda, pretendían restringir el rol del Estado a una actividad reguladora del mercado con tal de evitar los abusos y la generación de monopolios y colusiones por parte de los grupos de poder económico. Pero eso estuvo lejos de suceder. Lo que ocurrió fue un constante traspaso de fondos públicos al sector privado en casi todos los ámbitos de la sociedad, una colonización de la política institucionalizada (que perdió su legitimidad representativa) por parte de los grandes grupos económicos, y un terreno despejado de obstáculos para el empresariado, donde el Estado sólo se abocó a cumplir un rol subsidiario.


Un Estado subsidiario; un país que privatizó los derechos sociales. Ni genuina política ni poderes intermedios de trabajadores organizados, es decir, fuertes sindicatos. Nada de eso. Sálvese quien pueda, cada cual con sus propias uñas; todo, supuestamente, fruto de su esfuerzo y talento; tienen lo que merecen: Chile el reino de la meritocracia. Chile terminó convertido en un paraíso para los inversores extranjeros, en una sociedad enferma de consumismo compulsivo, degradada en sus valores comunitarios y solidarios, los cuales hoy sólo quedan expresados, como un eco lejano y difuso, en ese espectáculo televisivo y generador de estereotipos que es la Teletón. La erosión de lo comunitario abrió paso  a un individualismo extremo, a una soberbia y petulancia basada en los índices y en los ranking, es decir, en todo aquello que pueda ser medible, para luego presentarse en términos comparativos, en números y cifras manejables y puestos en competencia. Así, los derechos sociales más fundamentales de la sociedad quedaron hipotecados, entregados a manos del mercado y de quienes lucran con ellos: educación para ingenieros comerciales, salud para altos directorios de clínicas privadas, seguridad social para traficantes de fondos y especuladores financieros.


Pues bien, enfocándonos en la salud -cuestión que hoy urge por el coronavirus- bien podemos recalcar lo que ya señaló Macron en Francia- quien precisamente está lejos de ser un político de izquierda-: debemos volver a concebir la salud pública como un valor. A Chile le caen de cajón esas palabras. Durante las próximas semanas, la fragilidad de la salud pública chilena, desamparada por el Estado décadas tras décadas, quedará desnuda, poniendo en serio riesgo la vida de miles de pacientes, especialmente los pertenecientes a grupos de riesgo, o sea, adultos mayores, diabéticos y personas con problemas respiratorios.


¿Qué hacer? El gobierno ha tomado medidas. Medidas aparentemente fuertes en lo político pero que, viniendo de un sector de derecha donde abundan los ideólogos neoliberales, nada bueno se puede esperar. Si bien el Estado de Excepción Constitucional habilita al Estado a la toma de medidas drásticas, pudiendo llegar a disponer transitoriamente o a expropiar unilateralmente recintos de salud privados, los cuales en Chile superan con creces en calidad, infraestructura e implementos a los del sector público, el gobierno se ha limitado a arrendar ciertos inmuebles (Espacio Riesco) o a plantear conversaciones con algunos propietarios de clínicas privadas para compensarlos de manera económica por la eventual utilización de dichos inmuebles.


Por otro lado, algunos especulan que las cifras de infectados y fallecidos a causa del coronavirus están siendo manipuladas por parte del Ministerio de Salud. Será algo que tendrá que investigarse a su debido tiempo. Pero desde ya resulta sospechoso que la curva de contagios, en un comienzo muy similar a la de España, haya empezado decrecer (al día de hoy van oficialmente 2449 casos confirmados y 8 fallecidos). Aún más sospechoso cuando es evidente lo tardío y vacilante de las medidas adoptadas: una cuarentena sectorial muy poco respetada y lo irrisorio de un toque de queda aplicado en las horas menos críticas del día (desde las 22:00 hasta las 05:00) que privilegia la economía antes que la vida.


Es cierto. Parece que dentro de un Estado tan disminuido como el chileno, imponer políticas y medidas con sentido público y enfocadas a resguardar la ciudadanía implica reconocer lo errado del modelo. Una vergüenza. O mejor dicho: transitar en un par de meses del orgullo a la vergüenza. Pasar de ser un “oasis” de estabilidad dentro de la región a su delirante espejismo levantado sobre escombros. Dicho de otro modo, implementar políticas críticas para momentos críticos como éstos, sería ir en contra de lo que fue el usufructo de gran parte del espectro político transicional: la economía de libre mercado y el anestesiamiento social que, por más de 30 años, le ofreció el mejor de los mundos posibles.


La manera cómo han girado nuestros quehaceres cotidianos, desde el estrés del teletrabajo hasta la angustia de precariedad laboral, desde las energías puestas al cuidado de nuestros adultos mayores hasta la incertidumbre despertada por un mañana que sólo nos entrega la seguridad de ser radicalmente distinto al ayer, demanda una nueva responsabilidad del Estado. Generar subsidios para los trabajadores impedidos de asistir a sus empleos que no tengan que salir de los bolsillos de aquéllos; idear mecanismos y horarios menos extenuantes de teletrabajo que apunten a sustituir la productividad como elemento esencial de la economía; repensar nuestra relación de expoliación ilimitada de la naturaleza; resignificar el cuidado desde una perspectiva de género con el fin de distribuir las labores domésticas entre hombres y mujeres; en fin, superar el capitalismo y sus derivaciones consumistas e individualistas, requerirá de un nuevo Estado. Un nuevo Estado cuyo riesgo consiste en transformarse en una dictadura panóptica y distópica, es cierto, pero también que en algún momento extenderá sus pliegues para invitarnos a la disputa hegemónica dentro de su renovado campo de batalla.

viernes, 20 de marzo de 2020

Coronavirus: el virus de lo otro



El carácter pandémico del Covid-19 ha generado un proceso de reacción a escala mundial tan inesperado como (aún) inaprehensible. Al final, de eso se trata: de un virus inesperado e inaprehensible. Su constitución consiste en ser un agente externo que se activa introduciéndose, una otredad radical capaz de erosionar toda estructura preconcebida por abastecerse de ella, mermando, así, la operatividad del andamiaje y la funcionalidad del sistema. Merma la operatividad del andamiaje físico, pero también económico; merma la funcionalidad del sistema inmune, pero también capitalista. Un virus que, como parásito aferrado a una arteria, succiona todo tipo de podredumbre antes confundida con la vida. Por eso se puede afirmar que el Covid-19 es mucho más que un virus exclusivamente biológico: porque no su presencia no se manifiesta como una bacteria a destruir, sino como un agente externo que, internalizado en los códigos de lo biológico y lo social, demanda su asimilación en lugar de su destrucción, demanda su plasmación en la historia y no la exhortación de un grito histérico. En una palabra, el coronavirus nos propone convivir con él. Proposición obligada, puede ser, pero cuyos aprendizajes nos enaltecerán a todos. Mal que mal, eso es lo que hacemos día tras día, desde nuestra cuarentena declarada o desde nuestro confinamiento voluntario: asimilar las prácticas sociales, laborales, comunitarias que ha impuesto el virus desde un “afuera” que jamás pudimos vaticinar ni, menos ahora, controlar.


Una catástrofe, etimológicamente hablando, se define por su poder de poner abajo lo que estaba arriba y viceversa. Las catástrofes transgreden cualquier orden preestablecido, denotando lo artificioso y frágil de tal orden. Ellas traen aparejado un inmediato sentimiento de vértigo temeroso y, a veces, hasta de terror. Uno debe controlarse por todo aquello que no puede controlar: respiramos. Como si, a primera vista,  el ser humano prefiriera cualquier tipo de estabilidad, por asfixiante, fatigosa y deprimente que sea en lugar de mirar a los ojos lo horrible del caos. En este caso, en una primera instancia preferíamos la cultura capitalista y el modelo neoliberal basados en el principio de “acumulación por desposesión” (acumulación material y financiera de algunos pocos y desposesión imaginativa, energética, territorial y corporal sobre la vida de muchos) antes que la dignidad de habitar y respirar en medio de la catástrofe. Pero eso sólo se da a primera vista. Después viene lo real.


2

Es cierto, todos hemos escuchados que el ser humano es un animal de costumbres; sobre todo cuando nos hemos acostumbrado a decirlo. Sin embargo, ¿acaso podemos decir que en pleno siglo XXI, donde impera la dictadura de la técnica y las guerras de desinformación, donde reflorecen imaginarios sociales y luchas estético-políticas precisamente destinadas a combatir contra dichas dictaduras y guerras, acaso podemos decir que en este mundo, secuestrado por el rendimiento antropológico y por la hiperproducción económica, seguimos siendo humanos tal cual los que habitaron otras épocas y que, incluso hoy, habitan otras geografías? ¿Acaso podemos hablar, más que de un solo mundo, de una sola especie humana? ¿No será la misma ciencia y los porvenires de esperanzas pasadas, religiosas e ilustradas por igual (teleológicas), redentoras y libertarias por igual (morales), lo que nos ha hecho converger en este ocaso técnico del siglo XXI, cuyo máximo descubrimiento y opera prima justamente es el ser humano? A lo que voy: si algo nos enseña la irrupción catastrófica del Covid-19 es justamente la intempestividad del nuevo mundo que emerge tras él. Y ese nuevo mundo necesita seres más que humanos dispuestos a convivir entre sí, sin negarse, y dispuestos a abrirse hacia lo otro, sin someterse: seres que, dentro de su incertidumbre radical, superen toda atadura biológica y sean capaces de devenir desde sus cuerpos hacia una potencia rebasante de todo acto: devenir devenir, nunca proyecto porvenir.


De ahí que los modos conservadores, individualistas y debilitadores de la vitalidad ¿humana?, emparentados con un cuidado paranoico de uno mismo en oposición a la otredad antes que con un cuidado de sí mismo en convivencia con el otro, hoy se condenen pública y transversalmente. La paradoja reside en la fuerza de lo común que vibra al interior del aislamiento. No nos aislamos para que, en este oleaje infinito de la marea, podamos descansar lo máximo posible con el fin de luego volver a la carga, al estrés laboral, a la rutina despiadada, a la política de instituciones caducas, a la economía sobrexplotadora de los trabajadores, de la naturaleza y colonizadora de toda fuerza, a los medios de comunicación alienantes, al hedonismo consumista, a la mano invisible de un mercado y una cultura que ha reducido el resplandor estético de los cuerpos a una mercancía más dentro del porno o del sistema de salud biologicista y privado…privado de rostro y de imaginación. El aislamiento gatilla una conexión con otra temporalidad. El tiempo rutinario se diluye y parpadea, el cuidado de la comunidad busca vibrar en cada fibra, el teletrabajo nos explota desde otra perspectiva pero, gracias a esa nueva perspectiva, posibilita una posición distinta: un modo de ver, un darse cuenta y un no volver atrás. En fin, hasta el momento las nuevas prácticas de confinamiento reportan desde ya una lucha contra los modelos de normalización, contra la naturalización del mismo ser humano en cuanto animal de carga. Eso será lo real en la medida que convivamos con el virus y entre nosotros mismos.


3


La filosofía no da soluciones; habita en la respuesta infinita a un puñado de preguntas. La solución ante el coronavirus no pasa por pensar en soluciones, sino en asumir su presencia no-humana que, desde fuera del sistema mismo forjado por nuestro compañerismo. La solución no es más que una salida: la que, antes de salir, viene a poner en jaque nuestra propia humanidad, nuestra cultura de la técnica y del cálculo, de la explotación de los humanos, de la naturaleza y del tiempo. La solución pasa por convivir con el virus desde una soledad que bien podría ser la más audaz de las compañeras: el impulso de lo común. 


Hoy comamos y vivamos y cantemos y bailemos, que mañana ayunaremos. Mejor: hagámoslo siempre, potenciando la imaginación, imaginando la potencia, trascendiendo nuestros límites en apertura hacia el acontecimiento de lo otro distinto a un mañana, hacia la revolución del tiempo o hacia el virus, hacia ese virus que hoy revoluciona el tiempo.

martes, 17 de marzo de 2020

"La tasadora de perlas" de Vermeer. Hacia la espiritualización de la materia en tres actos.



La tasadora de perlas (1665) de Johannes Vermeer


El genial crítico John Berger ha sugerido que esta obra de Vermeer se constituye a contrapelo de la tradición. En efecto, la tradición de óleo sobre lienzo del siglo XVII, antes que representar el mundo, intenta presentar el mundo como una posesión. Así, el pincel del pintor se apropiaría de lo representado en cuanto objeto en sí, tornando a la obra de arte un una mercancía más, operando como un dispositivo ideológico cuya ostentación reproduciría el poder de una clase social en vías a su consolidación: la burguesa.


No obstante, “La tasadora de perlas”, marcaría una excepción. Sería un paréntesis negativo dentro  de toda esa tradición apropiacionista. De esta manera, lo que en un primer momento se presenta como una prolongación más de la propiedad mercantil, significada en la manera en que la mujer, a través de la balanza, mide y compara la cuantía de la perlas, se va espiritualizando paulatinamente. Hay una cierta experiencia de develamiento que se da a la hora de contemplar detenidamente el cuadro. Esta espiritualización se sustentaría en un punto fijo, en un punto dinámico y en un gesto. Cuando nos detenemos a apreciar que el sentido del cuadro sobrepasa al de la cotidianeidad de la medición de perlas para articularse en función de estos tres aspectos, somos testigos de su real inconmensurabilidad.


En efecto, el punto fijo que cuestiona esa mirada superficial y cotidiana de la acción reside en la tela del apocalipsis que se muestra tras el cuerpo de la mujer. Su significado apunta a una noción de justicia, de resultado final de los finales, donde la balanza se resignifica tal cual objeto de contrapeso entre los bienes materiales y las virtudes morales de la mujer, la cual, como deja entrever en su rostro, mantiene una serena actitud psicológica de autoconocimiento. La mujer confía en su salvación tras el advenimiento del juicio final.


El punto dinámico, por otra parte, consiste en la línea lumínica que se proyecta desde la ventana. La fuerza de la revelación –quizás aún incomprendida por la propia mujer- yace acunada en la Gracia de la luz que irradia todo lo material, todos los bienes y incipiente acumulación de una familia burguesa de la Holanda del siglo XVII, en algo banal. La espiritualización se presenta en clave de vanitas: todo el peso que ata a la materia consigo misma y con la humanidad se evapora en el frío resplandor de lumínico. 


Finalmente, el tercer aspecto que estructura el proceso de espiritualización contra-tradicional de la obra se sustenta en el gesto de la mujer, particularmente en ese sutilísimo movimiento que realiza con sus dedos: entre el pulgar y el índice se ha abierto un vacío que acoge la balanza. Sin embargo, este vacío casi imperceptible es mucho más que un llevar a la mano, trascendiendo su función instrumental. El gesto conformado por el pulgar y el índice constituye un paréntesis que explica toda la obra: es el lugar sintético donde conviven el tiempo, a modo de instante fotográfico de la acción, y el espacio, en tanto desmaterialización y espiritualidad, levedad y desvanecimiento, de la misma acción mundana. En definitiva, pareciera que la perla que está siendo pesada fuera la misma mujer, intercambiada en un parpadeo, por un gesto sin peso. Como si no hubiera más balanza que la de su propia conciencia para indicar la fugacidad de toda belleza y el valor de toda materia.

miércoles, 4 de marzo de 2020

Contra las tinieblas: afirmación de sí, descenso y afirmación del ser. Mozart y sus tres últimas sinfonías (III: Sinfonía 41 en Do mayor, K 551, “Júpiter”)


Retornar a Mozart. Al último Mozart a partir de su última sinfonía. Al último que no es el primero, que no es el de la música volátil, a ratos inocente y a otros ratos melosa, siempre capaz de matizar cualquier tragedia con altas dosis de comedia. La máxima señala: Tragedia + Tiempo = Comedia. En este caso, en el ciclo de sus últimas tres Sinfonías, lo que pudo haber sido una tragedia, o sea, el hambre, la miseria y la desesperación de Mozart recluido en la cárcel de una casa de descanso durante el verano de 1788,  no tuvo el tiempo suficiente para derivar en una comedia. Al contrario, escribió con energía inusual las dos sinfonías precedentes, dejando un testamento afirmativo con la 39 y descendiendo hacia la nostalgia de la muerte en la 40, para emerger triunfal y exultante, irreconociblemente esplendoroso, en la 41 “Júpiter”.


Retornar al último Mozart, en realidad, significa retomar a Mozart más allá de Mozart mismo: atravesar los límites en vía al romanticismo, intensificar el brío de las pisadas disolviendo toda frontera pero sin perder la ligereza del músculo, trascender la represión, la adaptación, la disminución conservadora y cortesana para liberar la inocencia de ese niño que juga a los dados al borde del río; y para que ese niños supere lo imaginable, retomando, así, lo que él deviene: genialidad y arte. Mozart edifica su sinfonía como una flecha lanzada hacia el infinito: con el vértigo de una construcción gótica que no requiere la espera de un Dios en el cielo. No hay fórmula. No hay plan predeterminado. Con esta sinfonía Mozart deviene sí mismo, un canto, la inagotable fuente de imaginación y energía que emana virtuosismo. En la Sinfonía Júpiter –de manera inversamente similar a cómo quedará plasmado tres años después en su Réquiem-, está y no está Mozart: se vislumbra el ser impredecible del niño Mozart bañando sus dados en el río. Aquí no se trata de Dios ni de su creador –tal cual Bach crea a Dios, según Cioran-. Mozart no tiene rostro ni le interesa engendrar una dinastía, no tiene prosélitos,  ni libro sagrado ni Verbo testamental. Mozart edifica esta Sinfonía como una flecha lanzada hacia el infinito: con el vértigo de una construcción gótica que no requiere la espera de un Dios en el cielo. En ella las frases son gestos que escapan a su propio dinamismo, metamorfoseando más allá del clasicismo de su forma original. Aunque se trate de una obra que nunca se reduce a un ente conceptualizable, en su efímera movilidad, en su rebasamiento y desborde, en lo líquido de su sobresentido, sostiene a todo lo que es: da sentido. Al escucharla pareciera que vale la pena vivir y morir, existir; o que no hay pena mientras ella permanezca sonando, que jamás la habrá, pues el universo se irradia con nuevas leyes de vida, con una vitalidad imprevisiblemente nueva, como la frescura del aire que golpea el sudoroso rostro en pleno verano. En esta sinfonía Mozart bebe de la pureza de lo impensable. En dos palabras: su genialidad da curso a la fuente del ser.


Retornar a Mozart significa retomar a Mozart. Lo digo desde Chile, en estos primeros días de Marzo de 2020. La transgresión, como potencia que deviene más allá de sí misma y cuya virtud consiste en nunca dejarse someter a un poder establecido, es lo más cercano y lejano a Mozart. Aquello en que participamos los cuerpos en las calles ha retornado para retomar el flujo pendiente. Chile y la dignidad. Lo más lejano a Mozart: los cuerpos en la calle. Lo más cercano a Mozart: la fuente del ser; lo que vale la pena, lo que borra la pena, lo vitaliza, lo que no deja de emanar. Como si las aguas de esta sinfonía emanaran y convergieran desde y hacia una fuente de Mozart construida o  (im) pensada al centro de todas las plazas del mundo.


Sinfonía 41en Do mayor, K 551, “Júpiter”


1° Movimiento: Allegro vivace. 


Tres enérgicas llamadas abren paso al tutti orquestal. La forma sonata permite exponer la potencia de uno de los temas centrales y el carácter buffo del otro. Como casi todo en Mozart, la tragedia nunca es completamente trágica ni el vigor se reduce a ser mera fuerza; toda cárcel tiene sus ventanas y por ella la ligereza de la luz se dispone a convivir con las sombras, relativizando el carácter fijo de cualquier estabilidad: el dinamismo de las cuerdas y de los vientos serpentea como la curvada fluidez de un manantial. Las transiciones entre las secciones temáticas, entre las luces buffas y la potencia de las sombras, nunca son tajantemente distinguibles. Mozart las hermana, sin reducir o establecer equivalencias, sino más bien haciendo resaltar las diferencias. El movimiento se desarrolla a ratos de manera cromática, a ratos contrapuntística, despertando la sensación de unos pies ligeros que avanzan, que corren y se elevan en busca de lo grande, mientras son impelidos por una majestuosidad cuya virtud reside en no perder de vista el detallismo, por un aliento de absoluto que repara, sin embargo, en el cuidado de cada una de sus partes. Mozart abre su última sinfonía añorando ascender a ese cielo desde donde, sin saberlo, provino.


2° Movimiento: Andante cantabile.


Si en el primer movimiento Mozart nos ha presentado la potencia de su incontenible proyecto, en el segundo el genio de Salzburgo reposa y toma el respiro necesario para emprender el vuelo. El tono cantabile de las cuerdas evoca la sutileza de un nacimiento, como si Mozart, luego de haber superado la mortuoria nostalgia de su Sinfonía 40, entrase en un estado singular: el de una sutil e inesperada metamorfosis. Conforme avanza el movimiento el desarrollo cromático oscila entre la delicadeza y una atmósfera inquietante dominada por el clarinete secundada por las cuerdas. Pareciera que Mozart, con cierta vacilación inherente a los estados de reposo, acudiese con dudas al anuncio de metamorfosis de sí mismo, es decir, temiera ante el llamado de ir más allá del acto de lo previsible, de superar el sentido que dictaba su forma natural: a Mozart, curvado en la soledad de su cama, acunado en su propio pavor, le brotan alas, se transforma en el ángel que nunca estuvo invitado a ser. El sonar de los cornos franceses se vuelve testimonio de este pequeño milagro. Un poco después, al final del movimiento, Mozart se observa al espejo. La recapitulación integra pinceladas de los temas anteriores, equilibrando los énfasis entre las cuerdas y los vientos: Mozart se acepta a sí mismo con la jovialidad del viento movido por sus alas.


3° Movimiento: Minuetto (Allegretto).


El tercer movimiento es el único que no presenta una forma sonata. Se abre con una danza medianamente solemne gobernada por las cuerdas para luego avanzar hacia un trío que empieza a gestar el motivo central del próximo movimiento. Las diversas familias de instrumentos se suceden una tras otra casi imperceptiblemente. Como si todo volviera a nacer una vez más, como si se tratase de un círculo veloz dibujándose dentro de un círculo más amplio pero que nunca llega a su centro, Mozart se apresta a devenir otro, a devenir devenir, afirmar su metamorfosis en lo más íntimo de sí: prepara la majestuosa ascensión a su finalidad sin fin.


4° Movimiento: Molto allegro.


Un cosquilleo, un leve musitar de las cuerdas y luego el vuelo coronado por los timbales. Las cuatro notas del motivo hacen estallar la casa-cárcel, el claroscuro de los años de penuria. Mozart mira al cielo y, sin saber que siempre perteneció allí, se eleva, se pierde y vive en él, esquiva las nubes, sube y baja por los planetas, ignora a Dios para acudir a fusionarse con desbordantes galaxias. La agudeza de los violines en fuga son flechas dirigidas al infinito, los fraseos del clarinete y del fagot engalanan la proeza nunca prometida, los bronces glorifican el devenir múltiple del Uni-verso, en cuanto vitalidad y transgresión; el tema secundario se integra al tema principal en un nuevo impulso de fuga nuevamente revitalizado. Las modulaciones que anteceden al fin son los ecos del Eterno Retorno. Finalmente, la doble conclusión de la coda afirma la majestuosa ficción de la escena ya tornada realidad: un doble final que trasciende cualquier materialidad, construido para sumergirse en lo ignoto, nos muestra cómo Mozart se diluye en un mar de fluida creación. Todo lo grande no puede sino nacer y converger allí, en lo imaginal de un arte superior a lo angelical: en la inocencia del infante que juega a los dados junto al río.