miércoles, 4 de marzo de 2020

Contra las tinieblas: afirmación de sí, descenso y afirmación del ser. Mozart y sus tres últimas sinfonías (III: Sinfonía 41 en Do mayor, K 551, “Júpiter”)


Retornar a Mozart. Al último Mozart a partir de su última sinfonía. Al último que no es el primero, que no es el de la música volátil, a ratos inocente y a otros ratos melosa, siempre capaz de matizar cualquier tragedia con altas dosis de comedia. La máxima señala: Tragedia + Tiempo = Comedia. En este caso, en el ciclo de sus últimas tres Sinfonías, lo que pudo haber sido una tragedia, o sea, el hambre, la miseria y la desesperación de Mozart recluido en la cárcel de una casa de descanso durante el verano de 1788,  no tuvo el tiempo suficiente para derivar en una comedia. Al contrario, escribió con energía inusual las dos sinfonías precedentes, dejando un testamento afirmativo con la 39 y descendiendo hacia la nostalgia de la muerte en la 40, para emerger triunfal y exultante, irreconociblemente esplendoroso, en la 41 “Júpiter”.


Retornar al último Mozart, en realidad, significa retomar a Mozart más allá de Mozart mismo: atravesar los límites en vía al romanticismo, intensificar el brío de las pisadas disolviendo toda frontera pero sin perder la ligereza del músculo, trascender la represión, la adaptación, la disminución conservadora y cortesana para liberar la inocencia de ese niño que juga a los dados al borde del río; y para que ese niños supere lo imaginable, retomando, así, lo que él deviene: genialidad y arte. Mozart edifica su sinfonía como una flecha lanzada hacia el infinito: con el vértigo de una construcción gótica que no requiere la espera de un Dios en el cielo. No hay fórmula. No hay plan predeterminado. Con esta sinfonía Mozart deviene sí mismo, un canto, la inagotable fuente de imaginación y energía que emana virtuosismo. En la Sinfonía Júpiter –de manera inversamente similar a cómo quedará plasmado tres años después en su Réquiem-, está y no está Mozart: se vislumbra el ser impredecible del niño Mozart bañando sus dados en el río. Aquí no se trata de Dios ni de su creador –tal cual Bach crea a Dios, según Cioran-. Mozart no tiene rostro ni le interesa engendrar una dinastía, no tiene prosélitos,  ni libro sagrado ni Verbo testamental. Mozart edifica esta Sinfonía como una flecha lanzada hacia el infinito: con el vértigo de una construcción gótica que no requiere la espera de un Dios en el cielo. En ella las frases son gestos que escapan a su propio dinamismo, metamorfoseando más allá del clasicismo de su forma original. Aunque se trate de una obra que nunca se reduce a un ente conceptualizable, en su efímera movilidad, en su rebasamiento y desborde, en lo líquido de su sobresentido, sostiene a todo lo que es: da sentido. Al escucharla pareciera que vale la pena vivir y morir, existir; o que no hay pena mientras ella permanezca sonando, que jamás la habrá, pues el universo se irradia con nuevas leyes de vida, con una vitalidad imprevisiblemente nueva, como la frescura del aire que golpea el sudoroso rostro en pleno verano. En esta sinfonía Mozart bebe de la pureza de lo impensable. En dos palabras: su genialidad da curso a la fuente del ser.


Retornar a Mozart significa retomar a Mozart. Lo digo desde Chile, en estos primeros días de Marzo de 2020. La transgresión, como potencia que deviene más allá de sí misma y cuya virtud consiste en nunca dejarse someter a un poder establecido, es lo más cercano y lejano a Mozart. Aquello en que participamos los cuerpos en las calles ha retornado para retomar el flujo pendiente. Chile y la dignidad. Lo más lejano a Mozart: los cuerpos en la calle. Lo más cercano a Mozart: la fuente del ser; lo que vale la pena, lo que borra la pena, lo vitaliza, lo que no deja de emanar. Como si las aguas de esta sinfonía emanaran y convergieran desde y hacia una fuente de Mozart construida o  (im) pensada al centro de todas las plazas del mundo.


Sinfonía 41en Do mayor, K 551, “Júpiter”


1° Movimiento: Allegro vivace. 


Tres enérgicas llamadas abren paso al tutti orquestal. La forma sonata permite exponer la potencia de uno de los temas centrales y el carácter buffo del otro. Como casi todo en Mozart, la tragedia nunca es completamente trágica ni el vigor se reduce a ser mera fuerza; toda cárcel tiene sus ventanas y por ella la ligereza de la luz se dispone a convivir con las sombras, relativizando el carácter fijo de cualquier estabilidad: el dinamismo de las cuerdas y de los vientos serpentea como la curvada fluidez de un manantial. Las transiciones entre las secciones temáticas, entre las luces buffas y la potencia de las sombras, nunca son tajantemente distinguibles. Mozart las hermana, sin reducir o establecer equivalencias, sino más bien haciendo resaltar las diferencias. El movimiento se desarrolla a ratos de manera cromática, a ratos contrapuntística, despertando la sensación de unos pies ligeros que avanzan, que corren y se elevan en busca de lo grande, mientras son impelidos por una majestuosidad cuya virtud reside en no perder de vista el detallismo, por un aliento de absoluto que repara, sin embargo, en el cuidado de cada una de sus partes. Mozart abre su última sinfonía añorando ascender a ese cielo desde donde, sin saberlo, provino.


2° Movimiento: Andante cantabile.


Si en el primer movimiento Mozart nos ha presentado la potencia de su incontenible proyecto, en el segundo el genio de Salzburgo reposa y toma el respiro necesario para emprender el vuelo. El tono cantabile de las cuerdas evoca la sutileza de un nacimiento, como si Mozart, luego de haber superado la mortuoria nostalgia de su Sinfonía 40, entrase en un estado singular: el de una sutil e inesperada metamorfosis. Conforme avanza el movimiento el desarrollo cromático oscila entre la delicadeza y una atmósfera inquietante dominada por el clarinete secundada por las cuerdas. Pareciera que Mozart, con cierta vacilación inherente a los estados de reposo, acudiese con dudas al anuncio de metamorfosis de sí mismo, es decir, temiera ante el llamado de ir más allá del acto de lo previsible, de superar el sentido que dictaba su forma natural: a Mozart, curvado en la soledad de su cama, acunado en su propio pavor, le brotan alas, se transforma en el ángel que nunca estuvo invitado a ser. El sonar de los cornos franceses se vuelve testimonio de este pequeño milagro. Un poco después, al final del movimiento, Mozart se observa al espejo. La recapitulación integra pinceladas de los temas anteriores, equilibrando los énfasis entre las cuerdas y los vientos: Mozart se acepta a sí mismo con la jovialidad del viento movido por sus alas.


3° Movimiento: Minuetto (Allegretto).


El tercer movimiento es el único que no presenta una forma sonata. Se abre con una danza medianamente solemne gobernada por las cuerdas para luego avanzar hacia un trío que empieza a gestar el motivo central del próximo movimiento. Las diversas familias de instrumentos se suceden una tras otra casi imperceptiblemente. Como si todo volviera a nacer una vez más, como si se tratase de un círculo veloz dibujándose dentro de un círculo más amplio pero que nunca llega a su centro, Mozart se apresta a devenir otro, a devenir devenir, afirmar su metamorfosis en lo más íntimo de sí: prepara la majestuosa ascensión a su finalidad sin fin.


4° Movimiento: Molto allegro.


Un cosquilleo, un leve musitar de las cuerdas y luego el vuelo coronado por los timbales. Las cuatro notas del motivo hacen estallar la casa-cárcel, el claroscuro de los años de penuria. Mozart mira al cielo y, sin saber que siempre perteneció allí, se eleva, se pierde y vive en él, esquiva las nubes, sube y baja por los planetas, ignora a Dios para acudir a fusionarse con desbordantes galaxias. La agudeza de los violines en fuga son flechas dirigidas al infinito, los fraseos del clarinete y del fagot engalanan la proeza nunca prometida, los bronces glorifican el devenir múltiple del Uni-verso, en cuanto vitalidad y transgresión; el tema secundario se integra al tema principal en un nuevo impulso de fuga nuevamente revitalizado. Las modulaciones que anteceden al fin son los ecos del Eterno Retorno. Finalmente, la doble conclusión de la coda afirma la majestuosa ficción de la escena ya tornada realidad: un doble final que trasciende cualquier materialidad, construido para sumergirse en lo ignoto, nos muestra cómo Mozart se diluye en un mar de fluida creación. Todo lo grande no puede sino nacer y converger allí, en lo imaginal de un arte superior a lo angelical: en la inocencia del infante que juega a los dados junto al río.

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