Escuchar a Mozart hoy en día
implica aceptar la necesidad de un descenso, de un retraimiento. ¿Un retraimiento? ¿Acaso a la
manera de un intimismo vital que bordea,
sin nunca terminar de caer, el abismo de los límites de la vida? Sí. Pero,
¿cómo?¿Como el general nazi -dibujado por Hannah Arendt- que, luego de desatar
su ira afirmativa y genocida, se sienta a los pies de su cama para escuchar a
Mozart y así continuar teniendo fe en la alegría de Dios? ¿O de otra forma? ¿Con
la intimidad absoluta del niño que juega a los dados sin saber que está
jugando, ese niño a quien nada le importa porque nada es más grave que el sonido de los
dados? Puede ser. Pero desde hoy: desde un hoy, cercano a un mañana, pero hoy,
más de 200 años después de Mozart, en un país lejano y agitado por antorchas y
revueltas, donde la intimidad no es más que el pliegue dispuesto a precipitarse
ante un porvenir que la sobrepasa. Así, como ese yo, nuevo y abierto, ese yo que
hoy somos muchos -quiero creerlo-, se retrajo Mozart a la hora de componer su
sinfonía 40.
Mozart ha concluido su sinfonía
39 e inmediatamente emprende la composición de la 40. Al menos dos hipótesis
para comprender tal celeridad: una pragmática y otra romántica. La precariedad en
que el genio de Salzburgo se encuentra ese verano de 1788 lo obliga a trabajar
con miras a generar futuros ingresos una vez iniciada la temporada y
estabilizadas las consecuencias económicas de la situación bélica en Viena. Su
trabajo actual implica la futura sobrevivencia y, mordiendo esa nube de
desesperación que lo rodea, Mozart saca, instintivamente, lo mejor de sí: su
genialidad. Hipótesis contraria: romántica. Mozart huele el humo de la muerte en esa misma
nube de desesperación. No la mastica para poder comer de ella,
sino para internarse en sus sombras como el artista y niño que es. Ya no se
trata de una desesperación por el pavor que le despierta la muerte como quien
se aferra con uñas y dientes a la vida, a lo conocido, por miedo a lo
desconocido, a lo que vendrá; sino de una melancolía profunda, la cual acepta lo
indescifrable de la muerte desde una nostalgia que implica el irse despidiendo
de la vida. En síntesis: no es terror a la muerte, sino apego a la vida, es
decir, nostalgia.
Por eso, la sinfonía 40 solamente
puede darse cuando Mozart ya compone su canto de cisne, cuando logra la
afirmación de su identidad en la sinfonía anterior: porque se ha superado a sí
mismo e indaga en las leyes de Otro (Universo, compositor u hombre) que habita
en su interior. Se sabe que es una Sinfonía en Sol menor, única, junto a la
número 25 K.183, escrita en esa tonalidad, tan lúgubre como escasamente mozartiana.
Apreciemos cada
uno de los movimientos.
Sinfonía 40 en Sol menor K.550
1° Movimiento: Molto Allegro
La sinfonía se abre desde abajo,
con un murmullo de pianissimo, como un hombre caminando sobre cadáveres. Un
murmullo controlado y certero de las cuerdas anticipa el terreno ignoto que se
pisa. Tal cual ha afirmado Leonard Bernstein, existe un balance clásico entre las
divagaciones cromáticas propias de la superficie y el respaldo de una
estructura Tónica-Dominante sobre la cual deslizamos los pasos. Hay una fuerza
contradictoria, bellamente hilvanada, entre ese cromatismo delicado, suave,
hasta vacilante en la sumatoria de los vientos, y la rudeza de la diatónica, la
aspereza de los cráneos y los huesos que, como sepulturero a la deriva, vamos
recogiendo desde una fosa común al mismo tiempo que nos hundimos en ella. El
corazón de Mozart se expande y contrae sin cesar en este movimiento, girando
sobre su propia finitud. El acompañamiento del clarinete y el oboe no logra más
que marcar leves destellos de salidas que permanecen soterradas por las
cuerdas. La intrepidez que a ratos alcanza el tema central vuelve a caer presa
de los giros sin rumbo hasta resolverse en una coda rauda, dando la impresión
que emergiera de improviso, como la aparición de una mano entre los huesos de
la fosa. Esa mano es la firma que hace de esta sinfonía una obra capaz de
dialogar con el poder arrebatador de la muerte.
2° Movimiento: Andante
Las violas y los violines
enriquecen la expresividad el Andante. Es un movimiento sereno, que proyecta
más luz que el anterior. O al menos plantea los reflejos de esa luz. Mozart
medita. Baja un aire ligero con aroma a incienso. Durante el tema de los
vientos Mozart evoca su infancia, a su padre, a su amada, a sus hijos. Le
parece obsceno que toda la metafísica de la vida termine por hundirse en la
fosa que se encuentra pisando. A ratos el ataque de los violines se empeña por
resucitar a todos, por ir en busca de la vida eterna, por luchar contra la muerte.
Pero la muerte, haciéndole un gesto con la mano emergida desde los huesos, lo
calma nuevamente: la vida es así, no hay nada que hacer. Entonces volvemos a la
rotación de la serenidad nostálgica, a los laberintos de los recuerdos: Mozart
se domina, los temas ascendentes de las cuerdas marcan un declive y un soplido
de los vientos se pierde tras los montes.
3° Movimiento: Minuetto,
Allegretto – Trio
El minueto sombrío se contrapone
al trío un tanto más alegre, conformando un tejido, un último soporte antes de
la resignación. La muerte y Mozart se dan la mano y hablan cara a cara. El
diálogo se nota áspero y rítmico. Hasta que la muerte, con desnuda honestidad,
palmotea la espalda de Mozart. La melancolía se hace presente con un hálito
cada vez más tenue de los vientos, como si se tratase de un espejismo, débil y
cálido a la vez. Mozart llora sin quererlo. A ratos siente un poco de rabia por
estar pisando el cementerio donde muy pronto él y todos los suyos irán a
ahogarse, sin siquiera ser enterrados. El contrapunto teje sus sinuosidades:
¿serán tan distintas la vida de la muerte? Un encanto pastoral se oye a lo
lejos, es el trío con su bella inocencia. La muerte se levanta y le da la
espalda a Mozart, mientras mira el horizonte. Paulatinamente el movimiento
retoma su candor expresivo y se cierra dejando la escena en un esperanzador suspenso.
Mozart no se atreve a rezar.
4° Movimiento: Allegro assai
El último movimiento guarda una
armonía con el primero, dándole sentido y redondez a la obra. La fuerza rítmica
es imponenete y reiterativa. Los stacattos de las cuerdas parecen huesos agudos
que rajan los pies de Mozart hasta hacerlos sangrar. La muerte huele esa
sangre. Es la hora de aceptarlo. El tema central avanza despiadadamente,
dejando atrás toda esperanza. Las cuerdas huyen, los vientos se ausentan de la
primera línea, una fuerza arrebatadora se impone. Mozart ha escrito esta obra
codo a codo con la muerte, y sintiendo, más que miedo ante ella, nostalgia por
el descenso de la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario