Las tres últimas sinfonías de Mozart fueron compuestas en el
verano de 1788. Nadie las encargó: debían ser compuestas. Se trataba de un
mandato superior a cualquier encargo. El arte sólo llega a ser tal cuando
ningún ser humano lo necesita para subsistir o lo demanda por placer, pero, por
eso mismo, es lo más excelso: el arte es necesario más allá de cualquier
condición externa a él que lo haga necesario; él es la condición incondicionada
que abre sentido a quienes lo aprecian (incluso en caso que no hubiera ningún
sujeto que lo apreciara). Eso lo hace necesario: su exceso de sentido.
Ingobernable para espectadores y creadores, el arte es siempre más de lo que es
y dura lo que tiene que durar; nadie puede realmente planificar su vida para
ser artista ni, en caso de llegar a serlo, saber hasta cuándo lo será. Sólo
llega, con inspiración o perseverancia, da igual, la cosa es que llega. Se
trata de un don, de un llamado y regalo necesario: a través del arte se vuelve sensible algo
(¿una idea?) que no podría darse de otro modo. Por ello, también, los artistas
crean muchas veces sin confiar en lo que hacen: sólo necesitan hacerlo; y el
arte los recompensa volviéndolos merecedores de su necesidad. Quizás un cierto
sinónimo de arte podría ser el soplo de lo auténtico.
Vuelvo. Verano de 1788, un Mozart hipocondríaco y en medio
de una creciente pobreza. Sin las comodidades de años anteriores brindadas por
viejos mecenazgos, alejado de la fama, mordiendo el polvo de su habitación, respirando
a medias, sintiéndose más débil cada día, mojando la partitura con las gotas de
sangre emanadas de su frente. El genio de Salzburgo pasa por circunstancias que
le hacen pensar en la muerte. Tal vez se trate de su primera contienda contra
ella. Como sea, decide enfrentarla desnudo. Sin un mecenas, sin encargos, con
la fama en indolente declive, sin dinero ni amigos, en soledad y con lo más
auténtico de sí mismo: la genialidad. Poseído por esa lúcida y enfermiza autenticidad
que sólo brota en las situaciones límites, Mozart concibe, en poco más de dos
meses, estas tres últimas sinfonías. Su testamento.
Resulta maravilloso reflexionar sobre aquel dato biográfico.
En la penuria económica y vital, allí donde la fama ha diluido sus humos de
vanidad y la debilidad física vuelve más oscuro cualquier pronóstico que
permita aspirar a la gloria, Mozart saca lo mejor de sí. Como si se tratase de
un niño que siendo humillado por la existencia respondiese ante ésta con lo
opuesto, llegando a ser quien realmente es: la versión más elevada y rebelde del
espíritu clásico, el infante terrible que no necesita crecer, la forma ligera
que desvanece cualquier materia y tragedia. Su sensibilidad y pasión, su
diversidad cromática mantenida en una misma línea tonal, llena de claroscuros
finamente superpuestos, y su dinamismo
melódico y rítmico, serán los elementos con que Mozart hará frente a la dureza
de estos tiempos; serán las formas capaces de desintegrar hasta el absurdo toda
materia real, toda carencia, enfermedad o hambre. En dos palabra: la genialidad
de Mozart superará al propio Mozart.
Mi intención consiste en presentar tres breves artículos -uno
por cada sinfonía- durante las siguientes semanas. En ellos pretendo expresar
las potentes impresiones que han despertado en mí el ciclo de las tres últimas
sinfonías de Mozart, y cómo al realizar la experiencia de la escucha he podido meditar acerca de cuestiones que rebasan con creces la música pero
que, al mismo tiempo, sólo pueden decirse (o insinuarse) a través de la música. Los
artículos contarán con un carácter libre, guiados por una interpretación flexible y a mediocamino entre la literatura y la filosofía. En su desarrollo buscaré asociar imágenes e ideas
conforme al hilo conductor de la identidad mozartiana, en un comienzo claramente definida, para luego sumergirla en
caudales que problematicen dicha claridad identidad. Así, comenzaré con la reafirmación
estilística de la identidad de Mozart evidenciada en la Sinfonía 39, pasando
por las tinieblas subversivas de la Sinfonía 40, para concluir con la Sinfonía 41,
también llamada “Júpiter”, sinfonía sin fin (pero no sin finalidad) cuyo
afán de trascendencia nos pone cara a cara con el vértigo de lo absoluto.
Sinfonía 39 en Mi bemol mayor K. 543
1° Movimiento: Adagio – Allegro
Inicio como prolongación de una majestuosidad en declive.
Una fanfarria de metales abre paso para el glorioso final. En el inicio está el
final y también al revés: la reafirmación de lo sido, lo transitado y lo creado
mientras se ingresa a la agonía. Como ese sol que, algún día, empezará por
alumbrar la última mañana del Universo para luego olvidarse del fin y continuar
siendo él mismo, Mozart transita desde el Adagio al Allegro en un gesto de convicción
natural. Pareciera que este Allegro concentrara y condensara lo más elevado del
esplendor cromático y del dinamismo melódico de sus sinfonías. En efecto, lo
hace a través de pequeñas ráfagas de cuerdas que van girando sobre su propio
eje y que son redirigidas y descentradas por los vientos, generando un
torbellino de expresividad. Es un movimiento que atestigua consumación de la
propia identidad de Mozart: el clímax de su ser. Sin embargo, también es el
aleteo del cisne pronto a morir; el encuentro siempre postrero del artista con
su posteridad y el doble gesto, de resistencia y proyección, que surge de aquel
encuentro (nunca tan) indeseado.
2° Movimiento: Andante con moto
Sutileza y silencio. Espacialidad e ingravidez. Reposo.
Paulatina expansión de las cuerdas con silbidos de vientos al oído. Los pájaros
pajarean y tejen una red que a ratos se tensa formando contrastes apenas
perceptibles. Un aire levemente denso prefigura el lejano advenimiento de un
clima sombrío y, tal vez, trágico. Pero aún no es el momento. Los pájaros
siguen pajareando; Mozart sigue respirando; Mozart continúa siendo Mozart;
Mozart más Mozart que nunca, pero -y él lo intuye- no por siempre. El cisne se
concibe a sí mismo como parte de un todo mayor, de un Universo tan alado como
él, aunque, pese a la paz que lo inunda, un sentimiento ominoso le inquieta la
garganta. Entonces abre las alas. Vuela. Vuela como nadie más sabe volar: es lo
único y lo más hermoso que él sabe hacer.
3° Movimiento: Minueto: trío
Mozart vuela sobre Salzburgo. Avanza y se contonea entre los
montes y los Alpes y las nubes. Vuela y, desde lo alto, se burla de la
burguesía de su país, de las tropas turcas y del Ejército Napoleónico que
vendrá. Le divierte remedarlos. El cisne danza un tema tradicional del folklor
austríaco. La escena es una burla: el cuello del cisne oscila sin elegancia, sus
pasos se dejan llevar por el tempo mecánico y fuertemente marcado de las
cuerdas y, desde el fondo de un sol invisible, un clarinete va endulzando el
amaneramiento de sus alas. Quizás sea la comedia que antecede a la tragedia.
Mozart, la ligereza, la vida: un juego. Eso cree. Eso cree que le gustaría creer.
4° Movimiento: Allegro
¿Y después del juego? ¿Cuándo las reglas y el tablero se
empiecen a desdibujar, qué hará? ¿Habrá otro juego después de finalizar este
juego? ¿Será todo no más que un juego infinito? ¿O todo será juego hasta que se
encuentre Lo Absoluto? Pero, ¿acaso no es la idea misma de infinito ya el más
pueril de todos los juegos? El carácter repetitivo y veloz del tema presentado
a través de diversas familias de instrumentos ratifica lo planteado: la
autoafirmación de Mozart. En este movimiento no hay progreso ni coda final,
sino obsesión y genialidad. Genialidad en la obsesión. En este movimiento no hay
movimiento: la música fluye en torno a un círculo vacío cuyo único sentido es
la exaltación de sí mismo: el ligero orgullo mozartiano. Mozart orgulloso de
ser quien es, pese a empezar a desvanecerse en la nada. En este movimiento no
hay movimiento. La magistral y lúdica ligereza de Mozart parafrasea las
palabras de ese gran trovador medieval que fue Guillermo de Poitiers (trovador
medieval: allí donde nacen ensambladas música y poesía, melodía y palabra) y,
en un gesto de virtud autoafirmativa sinigual, sostiene: “haré una poesía sobre
absolutamente nada.” Soy el hijo de
Leopoldo, soy el arte puro, soy la creatividad en irrefrenable ebullición,
parece decir Mozart mientras sonríe ante su imagen eternizada en el espejo. El
cisne Mozart ha dejado su testimonio y testamento final; una obra maestra a la
altura de las 38 sinfonías que le precedieron, pero tan inconfundiblemente
propia que en ella ha consumado el clímax más esencial de su identidad estética.
Un canto de cisne tan bello que sus dos sinfonías venideras tendrán que ser
valoradas bajo las leyes cósmicas y estéticas de otros Universos.
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