lunes, 28 de febrero de 2011

Sobre Zurbarán.

San Francisco, Zurbarán (1659).

Siempre me ha conmovido la intimidad de Zurbarán. Su capacidad de transmitir de modo profundo aquel silencioso sentimiento de oración, de desnudez existencial, de recogimiento del Alma en humilde búsqueda de su sentido.

Quizás una de las pocas cosas que podamos agradecerle a la Iglesia Católica entre tanto y tan fiero dogmatismo epistémico, entre tanta barbarie, sangre y pecados, sea el poder irradiar hacia la comunidad laica aquella intimidad mística, aquel ascetismo transitorio en el que el hombre religioso aparece como un filósofo-sentimental atormentado por el destino. Zurbarán, como fiel representante del catolicismo de la Contrarreforma, fue el artista que mejor plasmó esos silencios rebosantes de expresión que habitan los monasterios.

La melancolía que infunde Zurbarán pareciera apuntar a la esencia del Alma: en la mayoría de sus obras no hay artilugios efectistas, ni objetos que distraigan la mirada limpia hacia la pregunta sin respuesta: la pregunta por el sentido. En una transparencia minimalista Zurbarán toca la esencia del ser, lo auténtico: la posible o no perdurabilidad del Alma como problema más allá de la muerte, su búsqueda de trascendencia sin egoísmo, su perpetuarse en el amor con dolor. Si no se plantease aquella problemática -la resistencia al deseo de trascender- como posibilidad, entonces la melancolía estaría de más. En Zurbarán -al igual que en las Cantatas de Bach- la melancolía cobra fuerza precisamente en relación a un Dios que siempre se escapa, al cual nunca se logra alcanzar para que nos coja en su abrazo.

Así, en los cuadros de Zurbarán se expresa con una economía magistral el dolor de una suspensión infinita: el significado de lo representado es el puro advenimiento de sentido desencajado, la pura esperanza que no termina de calzar consigo misma. En las obras de Zurbarán flota una atmósfera de silencio que expresa la genuinidad de un anhelo tan profundo como imposible: el anhelo de fusionarse con la eternidad mientras se yace cruzado por la temporalidad. 

domingo, 13 de febrero de 2011

Fragmentos (III).


Después de haber tocado ese punto no le quedaba más que decir la verdad. Todas sus palabras estaban cargadas de un aura de irrealidad, de un preciosismo esperanzador cual espejismo en el desierto: era un escritor, o por lo menos -y dicho burdamente- tenía alma de escritor. Esto implicaba dos cosas: 1) poseía la capacidad de convertir las mentiras en verdades y 2) presa de su propia trampa, se había transformado en una tenue ficción de sí mismo. Ahora llegaba el momento de decir la verdad, y no le quedaban más que palabras. Así que prefirió callar. Entonces lo vi perderse por las calles recorriendo el laberinto de la ciudad, y su propio laberinto.

martes, 8 de febrero de 2011

Fragmentos (II).


A pesar del sufrimiento jamás intentó olvidar aquellos días. Sin embargo los olvidó. Ella los olvidó. Sí. Pero el cuerpo siempre recuerda: todavía tenía la mordida de aquel beso, esa aureola rosa que invitaba a los hombres a otra galaxia, aureola rosa que servía de testimonio de sus días más negros, cicatriz y última ráfaga de un placer maldito. Fue el único modo de resistir que tuvo: olvidar hasta su propio olvido, olvidar las huellas de su cuerpo, olvidar y olvidarme.

Fragmentos.

Respondió que sí, que siempre había sido el mismo: él mismo. Así se relajó. Miró por la ventana del tren los parajes de su infancia, el frondoso árbol que papá lo llevó a conocer cuando era pequeño, el frágil riachuelo que todavía estaba allí, deseoso de mojarle sus pies. Entonces algo lo incomodó: comprendió que ser el mismo de la infancia significaba ser otro que el de ahora. Y se prometió nunca más tomar ese tren.