miércoles, 29 de noviembre de 2017

Sobre un poema de Cesare Pavese

Durante un extenso período de su vida Cesare Pavese estuvo ligado a causas políticos-sociales vinculadas con el pensamiento marxista llegando incluso a afiliarse al Partido Comunista Italiano. No obstante en sus últimos años el poeta italiano asumió un rol marcadamente distante del compromiso y la acción social, mostrándose atormentado en función a inquietudes de carácter existencial. Este giro bio-gráfico también puede evidenciarse en el hermetismo que cobró su producción escritural, sobre todo la de índole poética y como también sus diarios literarios.

Justamente a esta última porción de su vida pertenece el famosísimo poema que analizaremos a continuación.

VENDRÁ LA MUERTE Y TENDRÁ TUS OJOS

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo. Tus ojos
serán una palabra vana,
un grito acallado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando te inclinas sola ante el espejo.
Oh querida esperanza
también nosotros aquel día
sabremos que eres la vida y eres la nada!

La muerte tiene una mirada para todos.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
será como abandonar un vicio,
como ver que emerge de nuevo
un rostro muerto en el espejo,
como escuchar un labio cerrado.
Descenderemos, mudos, al abismo.

El poema  se inicia vaticinando la llegada de un acontecimiento ineludible: la muerte. Pero el hablante no nos dice que sólo vendrá dicha muerte para concluir todo, sino que además “tendrá tus ojos”. Portando una oscura sabiduría tan enigmática como profética, el hablante se dirige hacia una segunda persona que -según nuestra interpretación- permanecerá en el misterio hasta casi el final del poema.

Posteriormente el hablante cambia el tono de voz, pasando de ser un profeta a un cronista. Así, describe por medio de imágenes muy generales la presencia constante de la muerte (“de la mañana a la noche...”), y luego el modo en que ella ejerce su agobiante compañía: “insomne, / sorda, como un viejo remordimiento / o un vicio absurdo”. Este modo de ser de la muerte está caracterizado por su impenetrabilidad e imperturbabilidad, es decir, por lo imposible que se vuelve establecer un diálogo con ella (su sordera). En efecto, nuestra relación con ella, una vez que llegue, se tornará unilateral: no podremos evitar ser sometidos por la dictadura de su puño ni tampoco podremos conocer los motivos que rigen su actuar. No habrá manera de huir de su facticidad ni diálogo que nos permita comprender su sentido.

Sin embargo, la muerte también puede ser representada de otra forma. Forma más cobarde e ingenua que la anterior y la cual mantiene la humana ilusión de vencerla por medio del gesto de proyección de la vida. Cuando adquirimos esta segunda postura todas nuestras culpas irremediables (por ejemplo: el cariño adeudado a nuestros seres amados ya fallecidos, las palabras hirientes dirigidas al amigo suicidado, etc.) se tornan “un viejo remordimiento” que nos impulsa, desesperadamente, a prolongar esta vida terrenal sobre el tapiz de la muerte buscando el perdón tranquilizador, el “vicio absurdo” del perdón. En una palabra: apaciguamos nuestro “viejo remordimiento” gracias a la creación de “vicios absurdos”, como es el caso de la creación de religiones.

En definitiva, Pavese pareciera mostrar sutilmente a los menos dos maneras opuestas de relacionarnos con la muerte. La muerte contaría con un doble rostro. Por un lado, un rostro impenetrable cuya desnudez nos es inaccesible; y por otro lado, un rostro en blanco que, a modo de máscara intacta, se haya disponible para que en él proyectemos nuestras ilusiones en calidad de “vicios absurdos” motivados  por nuestros “viejos remordimientos”.

Seguidamente y cerrando el mismo verso, el hablante vuelve a dirigirse a una segunda persona. Pero ahora no lo hace para referirse al modo de ser general de la muerte, sino a la manera en que se manifestará dicha muerte a la hora de ir conquistando espacios vitales de aquel individuo misterioso: “…Tus ojos / serán una palabra vana, / un grito acallado, un silencio.” Es allí donde se expresa la muerte como angustia, angustia de un indeterminado ser humano que es sometido, contra su voluntad, por la fatalidad de la muerte. Es decir, la muerte se ha hecho carne. Y en esa encarnación de la muerte, ocurrida inesperadamente, el temple anímico del poema también se termina por encarnar en el lector: el “tú”, aquella segunda persona misteriosa hacia la cual se dirigía el hablante lírico en una primera instancia, ha pasado a convertirse en una especie de mi. Es tal el hechizo atmosférico del poema que ha ejercido una identificación profunda de los lectores de éste con el tormento de la muerte.

Este tránsito de identificación tiene su eje central en la mirada del lector. En efecto, los ojos, órganos que nos permiten ver, conocer y anticipar la presencia de las cosas, ya no se dirigen al mundo exterior, sino a verse ellos mismos frente a un espejo. En un movimiento circular, los ojos miran a los ojos, se reflejan a sí mismos, tal cual como el lector se ve a sí mismo en el poema, tal cual como el lector se atormenta a causa del advenimiento de su propia muerte: “Así los ves cada mañana / cuando te inclinas sola ante el espejo.” Y precisamente la perspectiva que se abre a través de esta mirada autorreferente es lo que refuerza la ilusión circular característica de la esperanza, la cual creyendo multiplicar la presencia de las cosas en un horizonte externo no hace más que construir espejismos, proyectando al otro lado del espejo la mera apariencia de lo que ya está de este lado del mundo. En última instancia, el fondo de los fondos de tal espejo yace habitado, más bien, por la inútil pasión que humea sobre la nada: “¡Oh querida esperanza / también nosotros aquel día / sabremos que eres la vida y eres la nada!” 

Dicho muy ligeramente, la dinámica de esta sabiduría es la siguiente. Cuando cobramos conciencia de que la muerte, toda muerte, será siempre nuestra propia muerte, somos presa de un asombro terrorífico. A su vez, el vigor de ese asombro descansa en una confrontación de fuerzas entre las ilusas esperanzas cifradas en una vida post-mortem y la amenaza irrevocable de la nada. Esto significa que encarnar genuinamente aquel asombroso tormento representado por el advenimiento de la muerte, de nuestra muerte, es el estado existencial más radical que podemos padecer, pues nos hace partícipes afectivamente del sinsentido general de la existencia. Pareciera que todo ya estuvo escrito desde siempre. 

Sin embargo, en la estrofa final la voz profética del hablante nos confiesa un secreto. Como si la muerte se apiadara mínimamente de nosotros, el poeta señala que ella nos brindará la posibilidad de alzar la vista por última vez: “La muerte tiene una mirada para todos.” Y luego de ello, nos recalca que dicha última mirada será incomunicable, que estará encerrada en nuestra propia soledad: “será como abandonar un vicio, / como ver que emerge de nuevo / un rostro muerto en el espejo, / como escuchar un labio cerrado.” Y ahí ya no habrá nada más qué decir. Conocimiento y experiencia se fusionan en la contemplación de una verdad fugaz e intrascendente, desnuda y carente de lenguaje: la desnudez de esa verdad última no se podrá decir.

Finalmente, y en un movimiento fugaz, casi imperceptible, el poema concluye expresando la continuación del acto anterior consistente en escuchar cómo se cierra un labio: “Descenderemos, mudos, al abismo.” Nos ahogaremos en lo incomunicable de una experiencia que, pese a ser rozada por la vista, ya no podremos ver ni nombrar. Así, la fuerza de este poema hunde sus raíces en la contemplación de lo indecible: en extraer una oscura sabiduría existencial cuyo (sin) sentido sólo podrá sopesarse en la incomunicable singularidad que bordea los límites de la experiencia.

jueves, 26 de octubre de 2017

Sobre la Revolución Rusa (a 100 años)

1.- Las ideas de Marx y Engels

Visto desde un prisma sencillo, lo que Marx y Engels expresan en buena parte de sus obras filosóficas consiste en el sentido de la Historia. En efecto, para ellos la Historia de la Humanidad se desenvolvería por medio de una ley compuesta de una esfera de carácter material o económico (base o infraestructura) que contaría con la virtud de determinar a otra esfera, la de los valores éticos, estéticos, religiosos, (superestructura) visiblemente constatables dentro de una sociedad. Dicho esquema ejercería la función de telón de fondo inamovible que, a través de diversas épocas históricas y en dependencia de la constante tensión manifestada por la respectiva lucha de clases, adquiriría nuevas figuras a causa de las distintas relaciones de producción material en las diversas sociedades.

Así, la dinámica superficial de los sucesos históricos descansaría sobre una fuerza profunda capaz no sólo de explicar el movimiento dialéctico y superatorio de la realidad social, sino también de vaticinar una finalidad última de este movimiento: un telos o lugar de realización donde culminaría y se consumaría el sentido absoluto de dicho movimiento. Este telos representaría para el marxismo un estado histórico-social donde se lograría la supresión de las clases sociales e, incluso, la abolición del estado. Pero para alcanzar dicho telos sería indispensable transitar algunos pasos previos: los pasos marcados por la agudización de los conflictos entre las clases sociales, todo con el fin de lograr la liberación de las clases oprimidas a manos del giro dado por la revolución.

En la época moderna esa lucha de clases se explicitaría a partir del conflicto entre la burguesía y el proletariado. Es un dato evidente que la burguesía cuenta con el control sobre los medios de producción mientras que el proletariado se ve explotado en tanto mera fuerza de trabajo posibilitadora de la acumulación de capital por parte de la primera. Según Marx y Engels el capital es acumulado por la minoría burguesa al mismo tiempo que la mayoría proletaria sobreviviría en condiciones materiales miserables. Sin embargo, el éxito del sistema de producción capitalista traería aparejada la amenaza de su propio fracaso: mientras más acentuadas fuesen las distancias económicas entre estas dos clases sociales, más próxima estaría la toma de conciencia-de-sí y para-sí del proletariado que permita la sublevación social en aras de la revolución.

De esta manera, se vuelve imprescindible que para concretar la revolución, además de estar dadas las condiciones sociales, la clase trabajadora cobre conciencia de su explotación y sea capaz de organizarse de un modo tal que le permita coincidir con el curso de la Historia, curso orientado hacia la abolición de las clases sociales como telos final.

Gran parte de esa conciencia de clase y organización política se dio en la Revolución Rusa, principalmente gracias a la labor de Lenin, quien aprovechó las circunstancias específicas para llevar a la práctica las ideas marxistas.

Por ello quizás la Revolución de Octubre de 1917 fue un hito histórico que aterrorizó a los capitalistas de todo el mundo. Porque vieron en dicho acontecimiento el primer gesto de una encarnación que amenazaba con volver real el peor de sus terrores: la encarnación de la profecía marxistas en pronóstico leninista. El fantasma que hacía unas décadas recorría Europa empezaba a cobrar cuerpo.


2.- Condiciones propicias para la Revolución

La Revolución Rusa consistió de dos etapas, ambas originadas en el año 1917. La primera de ellas fue la Revolución de Febrero, y la segunda, donde triunfa definitivamente la Revolución Rusa, fue la Revolución de Octubre. A continuación repasaremos cada una de ellas y cómo se fueron gestando paulatinamente las condiciones para que se consumara la Revolución Rusa.

Revolución de Febrero

Hacia comienzos del año 1917 el Zar ejercía su cargo de modo casi totalmente autoritario si no fuera por la función del Parlamento (Duma). Sin embargo este Parlamento, en teoría representativo del pueblo ruso, en términos concretos no hacía más que consentir con las políticas zaristas tendientes a favorecer a la burguesía y a la nobleza, con sus consecuentes acciones de acumulación de capital gracias a la explotación popular.

En términos económicos, a comienzos del Siglo XX Rusia seguía siendo una nación que contaba con grandes extensiones de tierras y que basaba su producción mayoritariamente en lo agrícola. Lo rural prevalecía por sobre lo urbano, pero la economía agraria no contaba con el suficiente desarrollo para ser distribuida de modo equitativo dentro del Imperio. Rusia veía cómo Europa progresaba industrialmente mientras ella permanecía estancada dependiendo casi de modo exclusivo de los recursos provenientes de aquella producción agrícola. Además, los beneficios de esta producción iban a parar a manos de la burguesía terrateniente y de la nobleza que conformaban un mínimo de la población. La inmensa mayoría del pueblo se encontraba sometida a la pobreza. Quienes conformaban aquel  pueblo no sólo eran campesinos, sino también un grupo menor de obreros, sometidos a altos niveles de explotación, además de profesionales de variadas áreas caídos bajo la desgracia inherente de un sistema burocrático decadente.  

Todo este clima de inequidad económica llevaba afectando la capa social del Imperio Ruso por décadas, siendo uno de los factores gatillantes de la Revolución de Febrero.

Junto a lo anterior, también vale consignar otro fenómeno que creó las condiciones aptas para que el pueblo ruso se sublevara ante la autoridad y el Zar se viese obligado a abdicar. Esto ya no se trató de un problema económico interno del Imperio Ruso, sino de un contexto internacional en el cual el Imperio era protagonista: la I Guerra Mundial. En efecto, Rusia se encontraba enfrentada contra las Potencias Centrales, conformadas por Italia, Austria-Hungría y Alemania, en cuya lucha cayeron una alta cantidad de hombres, sufriendo grandes pérdidas morales, económicas y territoriales. Como afirma Hobsbawn:Rusia, madura para la revolución social, cansada de la guerra y al borde de la derrota, fue el primero de los regímenes de Europa central y oriental que se hundió bajo el peso de la primera guerra mundial. La explosión se esperaba, aunque nadie pudiera predecir en qué momento se produciría.”

Ante el desgaste de la economía que implicó participar en la Guerra, sumado al constante autoritarismo político ejercido por el Zar Nicolás II, el pueblo ruso reaccionó. Fue así como en las calles de Petrogrado (hoy San Petersburgo) se forjó la Revolución de Febrero. Miles de personas protestaron y lucharon contra los soldados del ejército del Zar durante cerca de una semana. Después de varios días de sangrienta masacre, paulatinamente los soldados zaristas solidarizaron con las demandas del pueblo: el derrocamiento del Zar y la abolición de la monarquía. De esta manera, la Revolución de Febrero se concretó dando paso a la emergencia de un gobierno de transición de índole Republicano que estuvo dirigido por el menchevique Alexander Kerensky.

La elección de Kerensky la realizaron los soviets o agrupaciones de trabajadores y campesinos rusos, quienes expresaban su voto por medio de asambleas. De ahí que el principal aporte de la Revolución de Febrero haya sido, junto con obligar a la abdicación del Zar Nicolás II, promover la participación directa e inmediata de los trabajadores en las elecciones.

Revolución de Octubre

El espectro político de la izquierda rusa se dividía en dos grandes grupos, los mencheviques y los bolcheviques. Los primeros contaban con ideas socialdemócratas más bien moderadas y pretendían desarrollar un socialismo estable intentando instaurar en forma efectiva la separación entre los tres poderes del Estado. A su vez, los bolcheviques correspondían al ala más radical de la izquierda y, apoyándose en ideas apegadas a los textos de Marx, buscaban implementar un giro económico, político y social de índole radical. Lenin, quien logró captar el descontento popular ante las políticas blandas de Kerensky, fue el líder más emblemático de los bolcheviques.

En efecto, los pocos meses en que gobernó Kerensky no cumplieron con las expectativas generadas por la caída del Zar. Principalmente esto se dio ya que Kerensky continuó con la presencia de Rusia en la Guerra y también porque no realizó ninguna reforma importante que favoreciera a la clase proletaria. En un aparente movimiento gatopardista, había cambiado sólo la superficie política, el maquillaje del rostro ruso, pero se mantenían las capas profundas de sus estructuras económicas e intereses internacionales.

Lenin, aprovechando esta situación de malestar popular, propuso cambios de raíz. Entre ellos destacaba el materializar una reforma económica extrema: la de confiscación de tierras en el ámbito agrario como de expropiación de fábricas en las urbes para ser entregadas a sus trabajadores. Los beneficios extraídos de tales reformas económicas serían destinados a la clase popular primero y después al Estado. En cuanto a la representación política, Lenin pasó a otorgarles el poder de decisiones a los soviets a través de comités participativos. Finalmente, en el ámbito internacional, pactó un acuerdo para retirarse de la I Guerra Mundial.

La Revolución de Octubre fue considerablemente menos sangrienta que la de Febrero y contó con gran participación de obreros, campesinos, profesionales y soldados. Esto evidencia que las condiciones para que consumara aquel acontecimiento revolucionario venían gestándose de antemano, como también que Lenin fue capaz de leer con destreza el momento político preciso para cosechar sus esfuerzos anteriormente sembrados. Así, más que aportar interpretaciones en el plano propiamente filosófico a la causa proletaria, el talento de Lenin residió en contribuir a las estrategias de aplicabilidad política de las ideas marxistas en una fase incipiente: desplegar la praxis marxista en tanto dimensión articuladora de la teoría revolucionaria y de su traducibilidad a prácticas revolucionarias.

3.- Conclusión

Para lograr concretar la Revolución Rusa tuvieron que confluir una serie de condiciones sociales, políticas y económicas. Entre ellas cabe destacar el sólido material teórico-filosófico que la respaldaba a partir de las obras de Marx y Engels, las cuales fueron leídas por Lenin y por muchos de los políticos bolcheviques, y que cimentaron el alzamiento del proceso revolucionario. Paralelamente a esto, y aún más importante, fue la condición social marcada por el malestar insoportable del pueblo ruso, el cual, sometido durante décadas a humillaciones políticas e inequidades económicas, hizo que cobraran conciencia de pertenencia a su clase social proletaria. Finalmente, no se puede obviar la condición externa de la I Guerra Mundial que junto con promover el declive del espíritu imperial-zarista por medio de las derrotas en el campo de batalla, agudizó aún más la precariedad de la economía rusa y puso en crisis la moral del Imperio.

La profundidad y solidez de la Revolución Rusa se fundamentó en haber estado gobernada por ideas marxistas. Estas ideas marxistas no sólo portaron la ilusión “escatológica” de un telos utópico (la supresión de las clases sociales y el control comunitario sobre los medios de producción) que en un inicio esperanzó a miles de líderes impulsándolos a la acción en beneficio del pueblo, sino que -y más allá de los cuestionamientos a la mecánica de una supuesta ley economicista escondida bajo la superficie de la Historia- tales ideas fueron capaces de encarnarse en el plano de su aplicabilidad estratégica, de su política. De ahí la importancia de Lenin, líder que logró desplegar sus dotes, con pericia y valor, en el campo de la praxis pudiendo conjugar, así, el dominio de la teoría revolucionaria con el de la práctica revolucionaria.

Por otro lado, e independientemente de lo sucedido al interior de la URSS durante los más de 70 años siguientes a la Revolución de Octubre antes de la caída del Muro, la irrupción y la fuerza expansiva de ésta marcó en gran medida el acaecer internacional del Siglo XX. Esto se dio gracias al nivel de expectativas que ella trajo consigo, principalmente para las clases explotadas pertenecientes a países tercer mundistas y a regiones colonizadas, como también por el nivel de rechazo reaccionario que suscitó entre la burguesía capitalista debido a las amenazas de replicarse en otras latitudes.


A 100 años de la Revolución Rusa bien valdría la pena retornar a los orígenes de ésta. Leer a Marx y a Lenin; leer sobre Marx y Lenin. No tanto para apreciar la Revolución con la distancia estática e impracticable de una pieza de museo, sino para aprender a identificar y a construir las condiciones propicias que demanden la fuerza incontrarrestable del espíritu revolucionario.

sábado, 30 de septiembre de 2017

Sobre Verano Robado, novela de María José Viera-Gallo.


Verano del 2000. Las brasas de cemento traspasan sus hawaianas y le queman las plantas de los pies. Ñuñoa arde. Su madre se ha fugado de lo que quedaba de casa y Livia tiene que encontrar arrendatarios lo más pronto posible. Las vacaciones asfixian. El dinero se hace poco. La comida no es suficiente. Su padre está lejos, extraviado en los laberintos de la melancolía en algún pueblo del norte. Su abuela morirá pronto y Livia no tiene aún las agallas para despedirse de ella. Debería entrar a la Universidad en un par de meses más. Pero no lo hará: no dio la PAA. No tuvo el coraje. O quizás tuvo el coraje de no darla para ir a encerrarse en su tocadiscos imaginario. No importa: como un cachorro de perro abandonado en una esquina cualquiera Livia mira al mundo desde lejos sabiendo que al final, y pese a todo, sobrevivirá.


El futuro se ve incierto y lo cubre una densa nebulosa. El pasado es una colección de recuerdos que dibujan un rompecabezas triste y demasiado doloroso para intentar ser ensamblado. El presente se ahoga en los excesos de una vida que no viene de lado alguno, que no marcha hacia lado alguno. Sin embargo, detrás del cerro de ropa sucia que Livia contempla desde la penumbra de su cama mientras fuma un Apolo rojo, emergen las figuras mentales de tres estrellas que iluminarán incondicionalmente ese verano: la espera, desesperada al comienzo y sin esperanza después, de aquella postal prometida por Álex; la donación casi maternal que la impulsará a resguardar las ilusiones tardo-infantiles de su hermano Dangil; y la angustia subterránea de esa culpa originada en la fiesta de Cuarto Medio con el posterior accidente de su amiga Rocío. Estos tres eventos, que oscilan desde la fuerza repetitiva del trauma (Rocío) hasta la posible redención amorosa (Álex), pasando por la ternura que despierta la frágil figura del desamparo (Dangil), movilizan a Livia de un modo extraño. La movilizan a seguir avanzando en su camino sin horizonte claro, a tantear las estepas de su desolación interior, a transitar con vaivenes la senda hacia una adultez difusa pero cuya trama –y eso Livia siempre lo ha sabido- vale la pena ser vivida más allá de la anticipación de cualquier desenlace.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Sobre el 11 de Septiembre de 1973. Apuntes desde hoy.

El 11 de Septiembre de 1973 funda nuestro Chile contemporáneo. Bajo los gritos de los torturados, bajo el silencio de los desaparecidos, bajo ese “nunca más” como bandera enarbolada por casi todos los miembros de la sociedad actual, se sigue filtrando una violencia tácita y enmascarada, fría, pero no por eso menos cruel. Hoy en día hay un consenso generalizado sobre lo repudiable de los crímenes contra los DDHH perpetrados durante la Dictadura cívico-militar. Pero al mismo tiempo seguimos siendo presas de un sistema político y constitucional degradado y degradante que fue heredado de aquella dictadura y cuya dinámica de acción se basa en la despolitización misma. Seguimos asolados por un modelo neoliberal que bajo el slogan de una mal entendida libertad concentra el poder económico en un puñado de personas enriquecidas gracias a la explotación del pueblo. Seguimos anestiados ante la indiferencia de una sociedad que ha erosionado los pilares del bien común en beneficio de una competitividad e individualismo enfermos. La mayoría de la esfera pública condena con fuerza los atentados contra los DDHH en términos fácticos, cuando se dirigen contra el cuerpo, contra los huesos, contra la sangre, pero no lo hace a la hora de denunciar la violación de los derechos mínimos que impide a los ciudadanos desplegar su buen vivir en una sociedad humana.  


En estos días el 11 de Septiembre nos invita a reflexionar sobre algo más que nuestra disposición a respetar ese “nunca más” conseguido después de tantas luchas en la calle y en tribunales, después de tantas quebraduras de mano a infames pactos de silencio provenientes de nuestras Fuerzas Armadas, después de tanta manipulación de los grandes medios de comunicación, "nunca más" que pudo llegar a consolidarse en materia de DDHH a nivel de opinión pública. La verdadera reflexión contenida en el 11 de Septiembre de hoy -y ya que nos encontramos ad portas de una elección presidencial- versa sobre aquellos valores desvirtuados por los defensores de un sistema económico perverso, sobre las injusticias cotidianas que sufre la ciudadanía a manos de quienes detentan el poder piramidal, sobre la pérdida de derechos sociales y de diálogo simétrico a la hora de intentar soñar un país inclusivo para todos. En fin, si logramos hacer eso, o sea, poner en ejercicio tal reflexión a partir de la imagen aún temblorosa de otro Chile posible, basado en las causas vitales y compromisos que llevaron a la muerte, a la tortura y a la desaparición a tantos compatriotas, ya sería un pequeño y esperanzador triunfo en tiempos donde la dictadura de los negocios y de la productividad económica ha usurpado casi totalmente el terreno deliberativo de la imaginación política.

sábado, 29 de julio de 2017

Sobre el deseo (una vez más).

Desde la Antigüedad Griega, específicamente desde el Diálogo El Banquete de Platón, el fenómeno del deseo ha estado configurado a partir de una cierta noción de carencia. En efecto, este tipo de deseo atestiguaría la distancia entre el objeto deseado y el sujeto deseante: el deseo sólo ardería allí donde pudiese existir una diferencia fundada en la carencia que evidencia nuestra propia incompletud. Pero el ardor del deseo, a su vez, buscaría anular dicha incompletud. El deseo anhela la plenitud. De ahí que la mayoría de los deseos se esmeren obsesivamente en suprimir la distancia entre él y el objeto deseado intentando poseer a este último. Sin embargo, ¿qué sucede cuando llevamos a cabo la experiencia contraria, la experiencia de habitar el deseo? Es decir, ¿cómo operaría en esta lógica del deseo la voluntad de distender, de esperar o de postergar lo deseado en favor de hacer vibrar una imaginación que se abastezca de aquel impulso del deseo a pesar de no obsesionarse con su materialización, con poseer lo deseado? Creemos preliminarmente que este otro tipo de deseo expresado a partir de la imaginación (por ejemplo: fantasear con el encuentro entre nosotros y la persona deseada bajo posibilidades creativas que gozan más de la trama que del desenlace) pone en crisis la concepción platónica tanto en su variante impulsiva como contemplativa. Así, se daría un desplazamiento desde el clásico deseo de la carencia hacia un deseo de la espera (¿sin esperanza?), lo cual no significaría más que trastocar, quizás voluntariamente, la naturaleza del fenómeno: pasar de ser presa de la avidez del deseo a la domesticación o sublimación imaginaria del mismo.

sábado, 22 de julio de 2017

Sobre el ajedrez y las máquinas.

"Alguna vez los hombres tuvieron que ser semidioses; si no, no habrían inventado el ajedrez.”
Alexander Alekhine.

Desde hace algunos años los mejores módulos computacionales de ajedrez derrotan en efectividad a cualquier ser humano que ose enfrentarlos. La inteligencia artificial de estos programas ha derribado cualquier intento, incluso el proveniente de los mejores jugadores del mundo, de generar una lucha medianamente equilibrada en una partida de ajedrez. Actualmente la máquina ha terminado por desbancar al hombre de su cetro de privilegio en cuanto al rendimiento de cálculo y concepción estratégica. En el marco de una batalla ajedrecística el resultado es lapidario para el hombre. Si se aprecia desde la perspectiva exclusivamente competitiva, el hombre se encuentra superado por la máquina y lo seguirá estando cada vez con mayor distancia.

Además de este fenómeno actual, la máquina amenaza algo peor. Mucho peor. Ya no una herida narcisista contra la hegemonía histórica de la inteligencia natural del ser humano, sino también con agotar las posibilidades del ajedrez mismo. Dado que se trata de un juego con ramificaciones y árboles de variantes finitos (al contrario que el lenguaje natural, el cual no yace limitado por los contornos de ningún tablero en el cual desenvolverse), la amenaza consiste en que la máquina consuma todas las partidas y posiciones posibles, sean estas irracionales o no para la concepción humana. Dicha hipótesis es probable que se concrete en un futuro próximo gracias a los módulos cuánticos que se esperan construir. La amenaza de un “Ojo de Dios” que revele lo absoluto de la ejecución ajedrecística parece cercana.  Así, da la impresión que el ajedrez se halla condenado a su muerte tanto en lo referente a la lucha de la inteligencia natural frente a la artificial como también en el agotamiento de sus misterios concernientes a la revelación de todas sus posiciones posibles.

Hasta ahí el diagnóstico. Y también el pronóstico. Ahora bien, cabe preguntarse lo siguiente: ¿Es similar afirmar que la ya consumada derrota deportiva de los hombres frente a las máquinas y la futura resolución de todas las partidas posibles de ajedrez marquen la muerte del juego mismo? ¿Acaso el desarrollo de la dimensión estratégica, el cálculo táctico, la fuerza de juego e, incluso, el saber agotado el juego gracias al conocimiento que nos otorgan las máquinas será sinónimo de la pérdida del horizonte de sentido de la disciplina ajedrecística?

El ajedrez en su aspecto competitivo es una máquina. Máquina que puede ser absorbida por otra máquina. Máquina que sólo puede ser absorbida y resuelta por una homogeneidad ideativa que es otra máquina que maneje su mismo lenguaje artificial, espacial y cuantificable en una evaluación. Sin embargo, soy un convencido que el ajedrez no sólo se reduce a su dimensión deportiva, a la efectividad de quién derrota al adversario. Registrar un historial de victorias es aún más rudimentariamente cuantificable que la evaluación que los módulos realizan de una posición determinada en la actualidad. El énfasis en el resultado y las evaluaciones encubre el sentido que palpita detrás de éstos: el del propio ajedrez. Este sentido reside justamente en la comprensión, en la humanidad de la comprensión que se filtra por medio de esta máquina del placer mental y masturbatorio que es el ajedrez. La comprensión, en términos ajedrecísticos y extra-ajedrecísticos, significa ser capaz de integrar el por qué de una determinada jugada, la inteligibilidad de un plan a largo plazo, la virtud de distinguir conceptualmente puntos débiles y casillas fuertes. Todo eso es parte del sentido invencible del ajedrez: traducir en lenguaje natural, en lenguaje humano, aquellos aspectos propios del desarrollo del juego. La comprensión contiene una explicación (algo que pueden hacer las máquinas muy bien) pero con un necesario superávit de sentido en lenguaje natural (algo que nunca podrán hacer las máquinas). La compresión, desde un prisma hermenéutico-existencial, es al mismo tiempo asimilación de lo extraño como propio y de lo propio como extraño: asombro ante el sentido que intentamos aprehender mientras siempre se nos escapa de las manos. La comprensión del sentido del ajedrez por los hombres, aunque sea fragmentada y pasajera, es lo realmente inagotable, lo inmortal.

Por lo mismo, creo que la profundidad comprensiva del ajedrez, su sentido conceptual capaz de traducirse al lenguaje natural, a la ambigua belleza de las palabras, se funda en la encrucijada de la fragilidad humana: en su lugar de estar en jaque constante. Es el jaque que nos constituye en tanto seres que luchamos por lo absoluto del conocimiento a la vez que yacemos atravesados por los límites de la finitud.

domingo, 28 de mayo de 2017

Sobre Patrimonio Cultural.

Hablar de patrimonio cultural es hablar de herencia. Es referir a aquellos recursos culturales, ya sean materiales o inmateriales, que nos han sido donados a través del tiempo por nuestros antepasados: somos herederos de aquellos objetos y expresiones que albergan la identidad y el espíritu de nuestros ancestros. En torno a la noción patrimonio cultural se congregan costumbres y tradiciones, valores e ideales, productos y procesos de producción, que en su tiempo representaron prácticas cotidianas y visiones de mundo fundamentales para muchas culturas. El actual conocimiento que tenemos de esa herencia nos permite aproximarnos a una comprensión mayor de nosotros mismos en cuanto género humano, a la vez que poner en operación una actitud ética de hermandad cultural.

Así, por ejemplo, las ruinas materiales de un hogar prehispánico o la enseñanza inmaterial de una lengua indígena en riesgo de extinción son bienes culturales que nos ayudan a ampliar la comprensión acerca de aquel pasado vivido por “otros” pero que nos sigue constituyendo hasta ahora, hasta nuestro presente. Y precisamente gracias a la relación que mantenemos con el patrimonio, gracias a la mirada respetuosa que damos al pasado y bajo la cual respira el interés por las formas de vida de esos “otros” hombres y mujeres que lo habitaron, podemos vivenciar la vibración de la idea del “nos-otros”. Aparición de un nuevo “nos-otros” capaz de hacernos sentir integrados a esos “otros” sujetos pasados, pese a todas las diferencias espacio-temporales, en un plano de interés por sus modos de vida y de tolerancia ante su diversidad.  Todo eso significa ser parte del proceso de herencia propia del patrimonio cultural extendido a un plano que junto con resaltar las particularidades identitarias de cada cultura también descansa en una idea universal y totalizadora de humanidad.

Sin embargo, desde el presente no podemos permanecer con la mirada apuntando exclusivamente al pasado para hundirnos en las obras y expresiones que hemos heredado por medio de él y, así, utilizarlas a nuestra propia voluntad tal cual se tratase de una apropiación de un objeto funcional. Eso sería un desplazamiento cosificador, mercantil o ideológico de las obras y expresiones heredadas que bien podría hacerlas correr el riesgo de destruirlas. Como sujetos presentes, que mantenemos una fuerte conciencia sobre la importancia del patrimonio histórico en todos sus niveles, se torna fundamental que también pensemos en las generaciones futuras. Su relevancia radica en rescatar las obras y expresiones del pasado, sino también resguardarlas y conservarlas de cara al porvenir. Somos el pasado del futuro; somos a quienes nuestros herederos intentarán conocer para comprendernos y, con ello, también comprenderse a sí mismos como humanidad. La claridad y el sentido de tal comprensión futura dependerá en gran medida de lo que podamos hacer nosotros, desde este presente, en el ámbito del patrimonio cultural.

martes, 4 de abril de 2017

Sobre la figura y la poesía de Gabriela Mistral.

Por lo general la gran mayoría de los chilenos tenemos una imagen de Gabriela Mistral. Una imagen. Solo una. Es la imagen que reduce su obra literaria a su historia de vida; la que reduce su grafía, o sea su escritura, a su bio, es decir a su experiencia personal. A lo largo del Siglo XX se tendió a identificar la poesía de Gabriela Mistral con Gabriela Mistral. Esta identificación facilitó en gran medida el acceso a su obra, llegando a iluminar los aspectos más conocidos el sentido de su escritura bajo la luz de su vida. Bajo dicho prisma aquella identificación fue positiva, en tanto permitió una mayor masificación sentimental y conocimiento de ella y de sus obras. Por otro lado, en cambio, tal identificación fue perjudicial, pues encubrió y apresó las diversas interpretaciones que podrían surgir de su poesía a un tipo de lectura prefijada y prejuiciosa derivada de la imagen biográfica.

Esa única imagen de Gabriela de la cual hablamos aquí, y que nos sigue influyendo querámoslo o no, estaría estructurada, según el crítico Grínor Rojo, a partir de cuatro elementos que lograrían reunirse en su figura: 1) Gabriela Mistral maestra (por su labor como profesora escolar), 2) Gabriela Mistral mística laica (por su visión de la escritura como una búsqueda que aspira a trascender espiritualmente las miserias de este mundo), 3) Gabriela Mistral poeta de Chile y América (por su comprometida causa a favor de los postergados de Nuestra América), y 4) Gabriela Mistral amante y madre frustrada (por su historia personal cargada de dolores amorosos y presunta esterilidad biológica). Dichos cuatro elementos, todos armónicamente articulados entre sí, conformarían la figura de Gabriela Mistral y, también, la manera en que se leerían sus obras.

Independientemente de lo anterior y contemplando el asunto desde una perspectiva general, podríamos preguntarnos lo siguiente: ¿es acaso la biografía, la vida de un autor, el único modo posible de regir la interpretación sobre su obra? Nos parece que no. Un poema –y tal vez toda obra de arte- , creemos, siempre debe abrir posibilidades imaginativas y/o sociales capaces de actualizar a través del pensamiento y la sensibilidad presentes las obras correspondientes, en un origen, al pasado.  Interpretar, así, es siempre ver más que lo que simplemente se ve a primera vista: interpretar es ir más allá de lo evidente. Justamente esto sucede con ciertas reinterpretaciones feministas y actuales que abordan “Los sonetos de la Muerte”. En efecto, estos sonetos no sólo se trata de un grupo de poemas que trastocan la sucesión temporal, sino que también empoderan a la hablante lírica femenina a la hora de superar las leyes emanadas desde un patriarcado ancestral gobernado por un tiempo y moral cristiana.

Por eso mismo, debido a esa voluntad de ver más allá de lo que simplemente se ve en una primera instancia, debido a ese ejercicio de apoderarse sin ambiciones de poder, a esa conquista sin deseo de dominación, es que cerraremos este escrito con unos versos de Gabriela donde invita a refinar la mirada, a “ad-mirarse”, ante la experiencia de lo asombro que aparece, sin explicación alguna y desde dentro de lo cotidiano, con la inocencia de lo nunca antes visto.

PAN

Dejaron un pan en la mesa,
mitad quemado, mitad blanco,
pellizcado encima y abierto
en unos migajones de ampo…

En esta primera estrofa Mistral describe con sutileza, contrastes y economía del lenguaje el objeto -el pan- que posteriormente le hará hundir su mirada en la “ad-miración”, como si se tratase de una fotografía digna de ser contemplada pero que irrumpe dentro de la cotidianeidad misma.

En mis infancias yo le sabía
forma de sol, de pez o de halo,
y sabía mi mano su miga
y el calor de pichón emplumado...

En una de las estrofas intermedias la hablante lírica recuerda con nostalgia las formas imaginarias del pan que habitaban en su niñez. Esta experiencia estética le brinda la oportunidad de transportase temporalmente desde el mero acto instrumental de comerlo hacia el de apreciarlo con la emoción de una reliquia, de un objeto íntimo.

Luego, unas estrofas después, el poema empieza a cerrarse reconociendo la culpa de la hablante provocada por el olvido de esa dimensión sentimental que ahora recobró pero la cual durante tantos años permaneció ensombrecida por la mera utilización del pan en calidad de comida:

La mano tengo de él rebosada
y la mirada puesta en mi mano;
entrego un llanto arrepentido
por el olvido de tantos años,
y la cara se me envejece
o me renace en este hallazgo.

Finalmente el poema se cierra aludiendo a un reencuentro con esa melancolía festiva, con esa celebración tardía, consistente en haber visto nuevamente el pan, ahora desde la vejez, como una posibilidad de sentido esencial más allá de lo evidente:

Como se halla vacía la casa,
estemos juntos los reencontrados,
sobre esta mesa sin carne y fruta,
los dos en este silencio humano,
hasta que seamos otra vez uno
y nuestro día haya acabado... 

Mistral concluye el poema integrando las partes al todo: integra la fragmentación material del pan a una sustancia metafísica caracterizada por la constante regeneración de la vida. Regeneración de la vida que los hace a ambos, al pan y al hombre, volver a la cotidianeidad pero ahora con un mayor nivel de conciencia que no se puede expresar, que queda absorbido por el silencio humano.



En definitiva, Mistral va en busca de lo que hay más allá de lo evidente, más allá del pan para comer o del silencio para ser llenado con palabras. Mistral va en busca de "lo inexplicable". Búsqueda de “lo inexplicable” que sólo puede residir en el resplandor de un poema antes que en la reducción de éste a los “explicables” sucesos de una vida. 

lunes, 20 de febrero de 2017

Sobre catedrales medievales.

Durante el Siglo XIII la Europa Medieval vivió un período de consolidación cultural el cual logró dar frutos tan exuberantes como las catedrales. Dichas edificaciones representaron la unificación de voluntades de los habitantes de un pueblo, voluntades que contaron con la virtud de converger en un proyecto común determinado. A través de variadas generaciones las catedrales fueron construidas no sólo en pos de ofrecer a Dios una alabanza; también sedimentaron una cohesión propiamente comunitaria. Estas construcciones en su calidad de monumentos sin nombre, es decir, en tanto edificaciones destinadas a quedar impresas en la memoria temporal de los hombres a pesar de referir a algo eterno (Dios), pusieron en operación un caudal de voluntades que confluyeron en lo sagrado: cada individuo destinó su propia finalidad a la finalidad de todos con miras a Dios. Aquel fue precisamente el clímax del núcleo cultural medieval: Dios en su doble dimensión. Un tipo de Dios que, tal cual como los maderos de la cruz, se concebía como horizontalidad y verticalidad a la vez. Esto es, como fortificación de los lazos comunitarios entre los hombres en su dimensión horizontal y como práctica de oración y alabanza iluminadas en su verticalidad. Abrazo unificador de los prójimos entre sí, por un lado, y disparo destinado a la trascendencia, por otro. Así, las catedrales medievales fueron un lugar de encuentro social y de encuentro espiritual. Alrededor de ellas los individuos se tornaban no sólo individuos hermanados por la misma finalidad salvífica, sino también "creaturas creadoras". En definitiva, se tornaban hombres dignos de recibir la luz divina pues habían desplegado su mejor versión de sí para con Dios y su mejor versión de sí entre ellos mismos. El lugar de encuentro social de las catedrales apuntaba a solidificar los lazos comunitarios por múltiple número de generaciones mientras duraba su construcción, al mismo tiempo que hacía de cada individuo partícipe un grano de arena incluido en un proyecto común, miembro de una identidad político-religiosa.

A su vez las catedrales también constituyeron un lugar de encuentro en el plano trascendente para los fieles que se congregaban en ellas. En efecto, en las catedrales se realizaba la experiencia horizontal del madero de la cruz: el encuentro con la divinidad en tanto juego de ascendencia de la alabanza y de descendencia de la Gracia. En concreto, era por medio de los cantos religiosos de raíz polifónica ejecutados por los coros que los hombres elevaban su alabanza hacia Dios. El canto polifónico como palabra alada y flotante que se encauza en las naves de la edificación para ir ascendiendo por las torres góticas –esas otras alabanzas de piedra verbalizadas- hasta perderse en la esperanza de ser oída por Dios. Esperanza de escucha que recibía su respuesta en otros códigos. Porque era en la luz descendente de los vitrales, en la luz coloreada que ellos filtraban a ciertas horas de la tarde donde Dios respondía iluminando paulatinamente gran parte del recinto. Dios daba la cara sin mostrar su rostro. En el fenómeno visual de la luz, condición de posibilidad de la aparición de las cosas, requisito necesario de la presencia del mundo, los hombres iluminaban sus deseos, vestían de certeza todo su poder invocatorio. Luz que muestra otras cosas sin ser nunca vista ella por sí sola. La dinámica alabanza musical / respuesta visual caracterizaba ese otro lugar de encuentro entre el canto y la luz, entre los hombres y Dios teniendo como matriz mítica la verticalidad del madero de la cruz.


De este modo, las catedrales medievales no sólo representaban edificaciones funcionales al poder eclesiástico de finales de la Edad Media, en cuyos alrededores el comercio florecía de modo ostensible. Contemplado a partir de un prisma simbólico tales edificaciones también representaron una experiencia de doble encuentro: horizontal, entre la comunidad, y vertical, entre los hombres y Dios. Dicho de otra manera, desde la labor de su construcción hasta las experiencias religiosas que en ellas se alojaban, las catedrales se forjaron como lugar de encuentro de la comunidad consigo misma y del hombre con sus aspiraciones de trascendencia.

viernes, 17 de febrero de 2017

Sobre sexo y sexualidad. El goce y el placer.

A través de gran parte de la historia de las sociedades occidentales la sexualidad ha estado estrechamente vinculada con el sexo. Sexo entendido en calidad de órgano corporal característico ya sea de lo masculino (el falo) o de lo femenino (la vagina). En efecto, desde la fuerza natural de los sexos constituidos biológicamente occidente ha representado el goce sexual como íntimamente ligado a tales órganos. El centro del goce que hace arder a los cuerpos han sido los sexos.

Sin embargo existe un amplio registro de culturas no occidentales que han indagado de manera más profunda, incluso casi mística, en diversos modos de experimentar la sexualidad. Así tenemos los casos de la India y Japón, donde el goce sexual tiende a desterritorializarse de sus coordenadas naturalmente establecidas, es decir, a referir a una multiplicidad de aspectos que rebasan lo sexual, para derivar en una fuga dirigida hacia placeres. Placeres que, dicho sea de paso, no sólo introducen un efecto de intensidad y extensión del goce sexual mismo, sino que también son capaces de explotar formas de expresión sexual que elevan el cuerpo a dimensiones desconocidas, a vías de escape que superando lo meramente conceptual o el sentido heredado de lo religioso, nos vuelven a conectar con la Unidad que se esconde tras lo fragmentario. Una de esas vías de escape es la que intenta volver a tender puentes entre los individuos discontinuos, entre las subjetividades fragmentadas. O sea, en parte de estas culturas no-occidentales el sexo operaría como retorno a un flujo de continuidad por medio del placer del prójimo en tanto necesariamente enraizado con el nuestro gracias al puente de la sexualidad. El placer no se encontraría en el goce personal y biológico, sino en que nuestro deseo generase otro deseo en el deseo del otro. Dar placer. No gozar de modo animalesco y egoista, por un instinto de satisfacer necesidades pulsionales. Más bien derivar el goce en el placer de hacer gozar al otro. Una lucha del deseo que posee como eje de acción al cuerpo en tanto complejo entramado de fuerzas que escapan a sí mismas, que se disparan hacia campos ingobernables. Intensidades y extensiones de la libido. Imaginación en la facticidad del cuerpo. Lo más profundo es la piel.

Algunos llaman a dicho fenómeno propio de aquellas culturas no-occidentales aspectos espirituales de la sexualidad. No lo sé. Lo que sí sé es que este contraste tan firmemente acentuado entre el goce de las culturas occidentales y el placer de otras culturas milenarias nos invita a repensar la sexualidad más allá de su reducción a los sexos en tanto órganos de placer, con todas las connotaciones políticas que ello conlleva.

Según Foucault cuando la sexualidad se orienta a su aspecto funcional dentro de la sociedad deriva generalmente en simples moralismos. Tal cual como ocurre con la imposición religiosa y su pavor al placer. Allí, el goce sexual sólo se permite en estado matrimonial o para fines reproductivos, esto es, bajo los dispositivos de poder impuestos por la misma religión hegemónica. Ello le resulta funcional a las sociedades disciplinarias y a la economía capitalista -siempre en alianza con el cristianismo- las cuales mantienen las regulaciones de la libido bajo un mecanismo que equilibre el orden social abocado a su finalidad productiva.

Por otra parte, también la sexualidad se transforma en objeto de saber al momento en que se estructura bajo el acto de la confesión. Para Foucault la trama emanada del diverso tipo de confesiones, la que abre sus piernas ante el frío instrumento médico, la que se da en el diván de espaldas al psicoanalista, la que espera expiar sus culpas ante el confesionario de la Iglesia, la del adolescente perdido que clama un consejo en la oficina del profesor, todo ese tipo de confesiones van configurando un saber sobre lo sexual que sirve de base para el ejercicio del poder disciplinar. Este poder disciplinar estipula las prácticas, restringe los usos, amputa las áreas del placer derivando el deseo hacia el goce. En definitiva, bajo dicho saber sobre lo sexual se delimita el rango de lo normal y lo anormal, de lo recto y de lo desviado, de lo sano y lo perverso, haciendo tender la sexualidad hacia el sexo, hacia un tipo de práctica prefijada.


En ese sentido el caso del Marqués de Sade es paradigmático. En sus novelas se visibiliza aquella misma capacidad exploratoria de descentrar los sexos. Novelas repletas de cuerpos motivando a otros cuerpos y resistiéndose a otros cuerpos, padeciendo otros cuerpos. Universos de sumisión y dominación. Cuerpos que afloran de deseo por algo que siempre excede a la corporalidad misma pero que, no obstante, yace enmarcado bajo sus mismas fronteras. Imaginarios sexuales. Palabras inconfesables que se escupen con sed de ser escuchadas de vuelta. Las novelas de Sade afrontan la sexualidad trascendiendo lo biológico y la moral cristiana de la época, pero sobretodo trascendiendo el orden del goce, siempre adherido a los sexos y sus entornos, para hacerlo estallar hacia límites insospechados. Por eso el escándalo de Sade en su tiempo. Porque es pura invitación al placer más ingobernable de todos. Ése estado donde nos fugamos del goce fálico para fugarnos en el placer y el fervor caótico, oscuro e inconfesable que el mismo placer porta. Y lo que porta el placer no es reflejo nuestro ni cae bajo nuestro control. Lo que porta el placer nos seduce. Lo que porta el placer sólo él lo sabe. 

sábado, 4 de febrero de 2017

Sobre "El navegante". Una lectura existencial.

Imaginemos una escena que trascienda toda representación, como si se tratase del movimiento inverso al acto de recordar lo que jamás hemos visto. Imaginemos lo inimaginable. La pintura capaz de desbordar el marco que la fija, que la sujeta, que la ordena dentro del mundo. ¿Podemos hacerlo? 

Ese tipo de experiencia, una experiencia tan contradictoria como singular, es la que nos impacta a la hora de leer las breves páginas que conforman el poema medieval "El navegante". Efectivamente, en esta obra anónima que data del Siglo IX, y la cual yace circunscrita dentro de los orígenes y cumbres de la poesía anglosajona, no sólo se describen, en un tono de vibrante personalidad, los tormentos propios del hombre que navega a la deriva, entregado a su radical soledad y a las penurias físicas de su labor por sobrevivir: 

Puedo pregonar por mí mismo este canto en momentos de zozobra, / la amarga verdad de mi travesía; / cómo mi cuerpo, en ásperos días, / resistió privaciones y penalidades.

Tampoco es únicamente un canto repleto de luces y sombras, opuestas de modo dicotómico.  El navegante supera con creces esa fácil esquematización binaria. Si bien se hacen evidentes el orgullo y la robustez de la voz enunciativa, de un hombre que pone en juego el total de su existencia ante una búsqueda que lo arrebata, como también lo son las críticas que realiza a la decadencia y corrupción distintiva de quienes permanecen arraigados en tierra firme envueltos en la cobardía de la seguridad, la fuerza del poema va más allá de tal conceptualización dinámica:

A los que hacen de su vida un festín / esperando del destino privilegios y dividendos, / anegados en la vana riqueza y en el vino, no los conmueve mi aflicción, / mi yerta vigilia aguantando la pavorosa cólera del mar. 

Hay algo más importante que eso. Algo desde donde adviene el terror profundo del poema. Me parece que eso es la sed de lo imposible. Es la opacidad de un destino que a pesar de nunca llegar a ser reformulado por el hombre, no obstante, sí puede ser transitado y vivido. Como si, por un lado, el acceso a la respuesta al qué es la existencia se encontrara velada, pero, por otro lado, tuviésemos la posibilidad de vivenciar esa misma privación, no sabiendo el "por qué" y remitiéndonos a deslizarnos por el "cómo", el navegante es pura encarnación del padecimiento trágico de lo imposible: la llama que arde entre la voluntad de saber qué es lo que está siendo vivido y la voluntad de vivir lo que está siendo visto. De lo visto no se sabe aunque se viva: es el insondable designio final que nunca se muestra pero que se padece en tanto se lo busca. 

Quizás desde este poema se haya empezado a fraguar gran parte de la ambición de verdad característica de la modernidad eurocéntrica. En él se expresa un deseo desmedido por aprehender lo imposible, junto a un deseo desmedido de autorreferencia ante los dolores generados a partir de dicha imposibilidad. Se trata de hacer la experiencia del desborde y sufrir la muerte en su intento. Una especie de sacrificio y paganismo medieval. De ahí la impúdica exposición que el navegante hace de sus propios tormentos. Al final esto podría explicarse gracias a la naturaleza del navegante: es un hombre más, un ser proveniente del pecado y estabilidad corrupta propios de la tierra, con todo el afán de posesión y dominio que ella posee.  Animal despojado de su hábitat, prolongación de su mirada cartográfica que ahora batalla sobre tempestades desconocidas, su anhelo de sentido siempre es desbordado por la torrencial fuerza del devenir oceánico. 

Mi alma, ardiendo de nostalgia, / dispone anhelos e ilusiones por estos ignorados confines, /  los escarpados derroteros oceánicos.

Ese territorio de praderas oscilantes que es el océano, representa la primacía de la lucha entre el hombre y el sinsentido. Podemos llegar a dibujar estelas en el mar ayudados por mil constelaciones astrales, pero todas se verán destinadas al mismo puerto: la verdad de la nada. A su vez, nos seguiremos obstinando en constatar dicha nada, dicha tragedia que se opone a nuestro deseo de absoluto, de eternidad o de redención. Casas en el mar, vana pretensión de Paraíso. Porque si el mar es amenaza y riesgo en cuanto se opone a la certeza y al arraigo de la tierra, también la amplitud irrevocable del océano es posibilidad y búsqueda de nuevos sentidos, búsqueda apasionada y desesperada por trascender la comodidad del aquí. Todo lo grandioso merece un sacrificio. El navegante lo sabe. No obstante, el sacrificio en este caso se vincula con la desterritorialización, o sea, con la carencia de toda acogida, con la falta de hospitalidad: con la locura. Nadie escucha el sinsentido que el navegante viene a profetizar porque todo el cosmos está sordo, sordo y loco, todo el universo se agota en su devenir, y ésa precisamente es la constatación de la inaccesibilidad ante el posible sentido: ese es el sinsentido de la sordera. El sentido es sinsentido porque entre Dios y el hombre hay un abismo, nada que asegure el acceso a Su esencia. El Plan Divino se torna insondable. La locura emerge como puro devenir en cosmos, como puro impedimento de acceso al sentido. El hombre tiene sed de Dios en cuanto añora conocer ese sentido, pero toda su peregrinación por los mares de la existencia plasman el despliegue del sinsentido. Negación no tanto del sentido, sino de nuestras capacidades para aprehenderlo y, por ello mismo, encarnación vital del sinsentido. 

Pero el oro que acumularon en este mundo / no podrá aliviar la ira de Dios / ante sus almas cargadas de culpas. / Vano es regocijarse en fama, espada o fortuna. / No hay ardides que puedan torcer / el inapelable arbitrio de Dios, / quien al mundo puso en marcha con sus terruños, mares y firmamentos.

El navegante es menos iluso que cualquier hombre de fe, ya que omite centrarse en los consuelos y espejismos en los cuales descansan las religiones. No da palmadas de apoyo a su propia espalda. El navegante no se autoengaña: se desgarra ante una voluntad de saber que siempre lo excederá y que destroza su existencia en tanto se ha superpuesto a la voluntad de vivir. Como si se tratara de un pozo infinito ávido de ser llenado pero el cual sólo tiene allí, delante suyo, la finitud de las cosas terrenales, el navegante es carcomido por el eco vacío de su propia tragedia: la de ser incapaz de acoger ese infinito que añora con todas sus fuerzas

lunes, 30 de enero de 2017

Sobre bestias y máquinas. Una vuelta por Kafka.

1

En los primeros capítulos de Kafka. Por una literatura menor Deleuze y Guattari analizan al pasar una escena de La metamorfosis del autor checo. Se trata de la acción en que Gregorio, ya en vías definitivas a su monstruosa conversión en insecto, se dirige hacia el largo cuello de su hermana motivado por un instinto de deseo animalesco, pero cuya consumación no logra darse puesto que éste finalmente opta por adherirse al retrato de su madre que decora la pared de la habitación. Según Deleuze y Guattari en ese gesto se deja traslucir la primacía de un movimiento que reestablece el incesto Edipo clásico. Es decir, mientras Gregorio busca fundirse con el retrato materno en lugar de ceder a sus flujos de deseos instintivos por la belleza de su hermana vuelve a establecer un vínculo con el inconsciente a nivel de máquina reproductora del complejo edípico. La acción de Gregorio es una reterritorialización de sus deseos predeterminados inconscientemente hacia su madre antes que una vía de escape o un punto de fuga generados por sus deseos ante las intensidades que se extienden en el cuello de su hermana. El territorio significativo del Edipo clásico inmerso en el aparato psíquico ha superado a la desterritorialización y asignificación propia de los deseos animalescos. Ya sea para querer oler por última vez el perfume de su infancia, ya sea para mecerse por la eternidad acunado entre las pieles de su madre, ya sea por rozar la espuma del nacimiento al momento de la muerte, Gregorio Samsa encuentra desesperadamente esa significación final, retorna a la territorialización de un mundo olvidado y, con ello, aplaca su propio deseo bestial, su energía de placer por su hermana que no es parte de ninguna máquina de deseo a nivel inconsciente.

Hasta ahí lo analizado por Deleuze y Guattari. Ahora bien, vale arriesgarse un poco más por sí mismo. Lo que intentaré será delinear preliminarmente dos figuras opuestas que operen como nociones susceptibles de interpretación justamente a partir de los filósofos franceses ya mencionados pero sin reducirme a ellos. Estas nociones serán, por un lado, la de bestialidad y, por otro, la de maquinidad.

2

¿Qué entendemos por una bestia? Desde La política de Aristóteles sabemos que una bestia se opone a toda posibilidad de convivencia. Pero esta imposibilidad de convivencia no es, en el caso de la bestia, una capacidad, sino una carencia. En efecto, si los únicos seres que pueden habitar en soledad son las bestias y los dioses, los primeros lo harán debido a su falta de destreza en el camino que forja el buen vivir propio de las deliberación política mientras que los segundos lo harán por tener salvaguardado tal buen vivir dada su naturaleza divina. La bestia está condenada a su aislamiento debido a sus carencias; los dioses optan a su aislamiento debido a sus facultades y potencias. Para ninguno de los dos es necesario vivir en compañía de sus semejantes: la bestia por incapacidad; los dioses por autosuficiencia. Sólo el hombre necesita del gregarismo de la polis.

Tomemos leve distancia de Aristóteles. Las bestias representan un exceso de animalidad, esto es, un deseo irrefrenable por el cual son afectadas. No hay nada en ellas que las satisfaga, sino un impulso de constante desterritorialización de su propio deseo: las bestias gozan con las intensidades de sus placeres corporales, sin saber qué es el cuerpo; las bestias emiten sonidos guturales, sin reparar en el significado del sonido. Las bestias son puro principio de placer, impulso animal sin posibilidad alguna de domesticación. La bestia como Otro Absoluto. La bestia como el espacio inaccesible, lo ignoto e incomprensible que reside en el rincón más profundo y oscuro de ciertas (y nuestras) cuevas.

3

En contraste, una máquina vendría a caracterizarse por su funcionalidad mecánica. Una máquina funciona gracias a esa constitución que Maturana llamó autopoiesis. Pero una autopoiesis extraña, no espontánea, donde la suma de las partes va configurando el todo sistémico de un modo ascendente. Todo sistémico, a su vez, que tiende a verse reducido a su función: la de resguardar el proceso y la producción. Por eso una máquina es más que la ciega recepción de un input que termina generando un output determinado. Una máquina podría ser mecánica, pero siempre representa un proceso de mecanización que restituye la territorialidad. Así, en la máquina los pasos para generar un determinado producto son escalonados: si se salta un paso todo el producto final se diluye o no llega a cuajar. La máquina opera como un conjunto que impone una lógica. No necesariamente un contenido. Pero sí una lógica. A nivel inconsciente bien podemos llamar a esa lógica la cadena de significación.

Entonces, ¿cómo llamar máquina a un proceso que al mismo tiempo de no tener creador tampoco crea ningún producto? Obviamente hablo del inconsciente. O por lo menos del inconsciente con la cuota de sobredeterminación ante la consciencia que Freud le asignó. La energía que siempre ha estado allí. La fuerza psíquica que no cesa de fluir. Las pulsiones libidinales que se despliegan dentro de un territorio ordenado, dentro de un mapa con coordenadas fijas y de cuya significación la máquina es garante. De este modo para el psicoanálisis la máquina es una creatura sin creador, una producción sin producto: somos nosotros mismos. Lo que hace la máquina es asegurar el significado profundo, darle sentido a la capa latente que no vemos pero que nos determina a ver lo que vemos o no podemos ver. En última instancia, si pensamos el mundo como máquina siempre habrá explicación y significación, todo estará territorializado en áreas rebosantes de sentido. A pesar que no podamos hacer nada para cambiar nuestro sentido, podemos construir máquinas dentro de otras máquinas y, así, ir elevando el plano de consciencia o de indagación dentro de la realidad. La realidad como un residuo mítico que se conoce a partir de la ciencia. Ése es el consuelo de la máquina psicoanalítica: no hay Dios, no hay creador, pero si llegamos a vislumbrar más allá de la opacidad de la lógica maquinal, nos conoceremos a nosotros mismos, nos sublimaremos a nosotros mismos. La neurosis es evidente y la máquina la sublima.

4

Volvamos a Kafka. A mi juicio en buena parte del autor checo yace presente el tema de la animalidad. Animalidad que se manifiesta a través, justamente, de animales arrebatados de su territorio original. Animalidad que refiere a una bestialidad. Son seres que devienen siempre Otro (en Informe para una Academia queda plenamente patente). Un Otro que aunque quiera explicarlo todo, siempre fracasa en su ímpetu de salida, en su intento por trazar una línea de fuga. Ellos no aspiran a la libertad ni al bien; tan sólo aspiran a un escape, a algo mejor dado por el movimiento que prefigura el deseo.


Pero también ese deseo es imposible de consumar. Y lo es precisamente porque los personajes siguen inmersos, a pesar incluso de devenir bestias, en coordenadas maquinales. Así se da en todo El proceso, bajo la máquina burocrática; o también en La metamorfosis, bajo la máquina comercial y del inconsciente. Quizás allí radique gran parte de la angustia de nuestro siglo recién pasado y que se extiende hasta el presente: en nuestro perpetuo y trágico padecimiento de entes intermedios. Entes humanos que deseamos como bestias pero que terminamos operando como máquinas. 

miércoles, 18 de enero de 2017

Sobre El libro de Job y la experiencia trágica de la fe.

“¿Es que Dios quiere prevenir la maldad, pero no es capaz? Entonces no sería omnipotente. ¿Es capaz pero no desea hacerlo? Entonces sería malévolo. ¿Es capaz y desea hacerlo? ¿De donde surge entonces la maldad? ¿Es que no es capaz ni desea hacerlo? ¿Entonces por qué llamarlo Dios?”

David Hume en Diálogos sobre Religión Natural.

1.- La retribución.

El Libro de Job, al insertarse dentro de la tradición judía del Antiguo Testamento, se sitúa en un piso histórico-contextual determinado. Este piso hace referencia a la primacía del concepto de retribución como modelo ético-explicativo que se habrá de colocar en crisis a partir de la obra misma. Dicho de otro modo, la virtud del Libro de Job reside en la capacidad no sólo de cuestionar la naturaleza intervencionista de lo divino, sino también de darle un giro superatorio a la noción de retribución, noción con la que una cierta tradición interpretativa leía las Escrituras.

Pues bien, señalado de manera muy breve la retribución apunta a entender la relación del hombre con Dios bajo una lógica de equilibrio en tanto intercambio entre lo ético y lo físico. Así, todo aquello que fuese realizado por el hombre se circunscribiría dentro del ámbito ético del bien o del mal, por lo cual a dichas acciones buenas o malas le corresponderían, respectivamente, recompensas físicas o desgracias de la misma índole enviadas por medio de la intervención de Dios. Todo lo que el hombre llegase a realizar debería ser retribuido en esta tierra por la visible mano de Dios.

Los presupuestos en los que descansa esta tesis están claramente expresados por Krushner, y conforman, además, los pilares a nivel ético de la Providencia:

A: Dios es omnipotente y causa todo lo que sucede en el mundo. No sucede nada sin que Él lo desee.

B: Dios es bueno y justo, y se preocupa por que la gente reciba su merecido, desea que los justos prosperen y los malvados reciban su castigo.

Ahora bien, en el caso de Job –según palabras de Ricoeur- se hará explotar dicha tesis de la retribución pues él cumple el rol de ser un hombre justo y bueno que yace expuesto, bajo designio divino y de modo abrupto, a una serie de sufrimientos.

No obstante, aunque el problema de Job no se diese empíricamente de modo contingente, o sea que el dolor (o el mal) no le aquejara a las personas que actuasen de una manera justa y honrada, de todos modos esta teoría de la retribución plantearía problemas (supra) éticos: ¿Hasta dónde la relación que el hombre mantendría con Dios podría ser genuinamente gratuita? ¿Hasta dónde, al contrario, no sería esta relación más bien un rasgo de claro interés egoísta, un dar para recibir, tal cual como si se tratara de un vínculo contractual?

2.- Teología trágica.

Lo trágico en la tradición clásica griega remite, por lo menos, a dos sentidos opuestos: uno interno al personaje, al héroe que padece las peripecias; otro externo a él, más bien enfocado a los espectadores de la puesta en escena que se tornan susceptibles de llevar a cabo la catarsis. En efecto, lo que distingue a la tragedia en el primer sentido es la incomprensión que tiene el personaje de su destino, la incomprensión de los males que le atormentan, la incomprensión de la coherencia y arquitectura del destino a pesar de saber que se es gobernado por este destino (por lo menos llega a saber esto último a través de la anagnórisis). A su vez, en cuanto al sentido externo, esto es, al sentido propio del espectador griego, la experiencia de éste se caracterizaría por la empatía que mantiene con el personaje, con el héroe trágico. No obstante los espectadores son capaces de ver algo que el personaje heroico no puede ver: son capaces de sobrevivir a la tragedia que opera como medio disuasivo pues genera el temor a los dioses, y, por ende, de adquirir un mayor grado de conciencia ante los insondables designios del destino, ante los invisibles motivos y principios pertenecientes a su cosmovisión y que imponen la mantención del orden establecido. Este último ascenso de grado de conciencia, el de saber que hay cosas que no se tienen que saber y que son inherentes a su cultura, bien lo podemos llamar constitución de una conciencia sobre lo ontológico o, simplemente, conciencia ontológica.

Para articular  dicha categoría analítica con la obra que aquí nos convoca es necesario, antes que todo, explicitar que en Job se reunirían ambos sentidos de lo trágico. Efectivamente, en primer lugar se trataría de un ser desgarrado por el sufrimiento físico sin llegar a saber por qué Dios le ha impuesto aquel destino tan inmerecido; después, e incluso antes de ser liberado de su dolor, Job adquiriría una ganancia de conciencia ontológica gracias a que es capaz de permanecer fiel a sí mismo como también asumir el sufrimiento impuesto por Dios. Obviamente esto tiene matices siendo más complejo de lo que parece. Hay momentos en los que Job duda de la benevolencia divina, otros en los que permanece enhiesto confiando en la evaporación de sus males. Sin embargo, lo que mantiene a Job es justamente la profundización en el sufrimiento desde una perspectiva experiencial: aunque los dolores sean ininteligibles y emanen desde un sinsentido inconcebible, él es capaz de ahondar desde una dimensión exclusivamente personal, de una manera intransferible y singular, en dicho misterio de la fe. Y no lo hace como quien reflexiona teóricamente, es decir, con una distancia contemplativa y sin implicaciones directas,  sobre el fenómeno del sufrimiento, sino que lo hace en tanto experiencia práctica intransferible: sabe que es gobernado por un destino a pesar de no saber, de no poder esclarecer, de no ser capaz de verle el fuego a los ojos al sentido de dicho destino. Así, su saber es una no-ciencia, una sabiduría antes que un saber propiamente tal: mientras sufre Job sabe que no sabe.


Por eso mismo Ricoeur hace mención a Job como quien logra superar la retribución, quien logra presentar una mirada de la teodicea, de la justificación del mal en la Creación, como vivencia antes que como solución: pura teología trágica. La ganancia de conciencia que se da en el absurdo del mal al que es sometido Job no es explicable, es un misterio inexorable, es, en fin, la superación de toda retribución. Con Job el sentido de lo trágico interno y externo, aquel del héroe trágico que sufre los infortunios de su osadía y aquel del espectador que llega a la catarsis siendo presa de un pavor sagrado que lo lleva a respetar a los dioses y a no seguir el mal ejemplo del héroe trágico, se sintetiza llegando a ser sinónimo de fe. Por ello, la fe será lo experimentado, la fe será para Job aquello que para los griegos era la “ganancia de conciencia”  propia del espectador trágico (externo), al mismo tiempo que el padecimiento irracional del héroe trágico (interno). Una fe de la cual, en último término, no se podrá hablar más que por medio del testimonio del vivir.