Verano del 2000.
Las brasas de cemento traspasan sus hawaianas y le queman las plantas de los
pies. Ñuñoa arde. Su madre se ha fugado de lo que quedaba de casa y Livia tiene
que encontrar arrendatarios lo más pronto posible. Las vacaciones asfixian. El
dinero se hace poco. La comida no es suficiente. Su padre está lejos,
extraviado en los laberintos de la melancolía en algún pueblo del norte. Su
abuela morirá pronto y Livia no tiene aún las agallas para despedirse de ella. Debería
entrar a la Universidad en un par de meses más. Pero no lo hará: no dio la PAA.
No tuvo el coraje. O quizás tuvo el coraje de no darla para ir a encerrarse en
su tocadiscos imaginario. No importa: como un cachorro de perro abandonado en
una esquina cualquiera Livia mira al mundo desde lejos sabiendo que al final, y
pese a todo, sobrevivirá.
El futuro se ve
incierto y lo cubre una densa nebulosa. El pasado es una colección de recuerdos
que dibujan un rompecabezas triste y demasiado doloroso para intentar ser
ensamblado. El presente se ahoga en los excesos de una vida que no viene de
lado alguno, que no marcha hacia lado alguno. Sin embargo, detrás del cerro de
ropa sucia que Livia contempla desde la penumbra de su cama mientras fuma un
Apolo rojo, emergen las figuras mentales de tres estrellas que iluminarán
incondicionalmente ese verano: la espera, desesperada al comienzo y sin
esperanza después, de aquella postal prometida por Álex; la donación casi
maternal que la impulsará a resguardar las ilusiones tardo-infantiles de su
hermano Dangil; y la angustia subterránea de esa culpa originada en la fiesta
de Cuarto Medio con el posterior accidente de su amiga Rocío. Estos tres
eventos, que oscilan desde la fuerza repetitiva del trauma (Rocío) hasta la
posible redención amorosa (Álex), pasando por la ternura que despierta la
frágil figura del desamparo (Dangil), movilizan a Livia de un modo extraño. La
movilizan a seguir avanzando en su camino sin horizonte claro, a tantear las
estepas de su desolación interior, a transitar con vaivenes la senda hacia una
adultez difusa pero cuya trama –y eso Livia siempre lo ha sabido- vale la pena
ser vivida más allá de la anticipación de cualquier desenlace.
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