martes, 31 de diciembre de 2013

Diario de México (Ciudad de León).

Todos duermen en casa. Estoy solo. Salgo a la noche milenaria a perderme quién sabe dónde. No hay estrellas nevadas ni niños maullando de calor. El fulgor de mi Marlboro me acompaña. Camino en círculo, rodeando la cuadra. Los ecos de una fiesta resuenan en mis sienes. Se escuchan mariachis a lo lejos como lágrimas ofrendadas al cielo. Sobre el tejado de las casas los perros me miran con lástima; yo les devuelvo la misma mirada desde el ajado pavimento de las callejuelas. Bajo el suelo que piso, lo sé, descansan corazones que aún respiran entre los dedos uñosos que los arrancaron de algún frondoso pecho indígena. De vez en cuando volteo la mirada ante el ruido de un auto capaz de burlarse de la inexistente policía al son de narcocorridos. Y en un rincón cualquiera, más tarde que temprano, extravío la redondez de mis pupilas para arrodillarme a vomitar los tacos de ají verde mientras siento nuevamente arder mis vísceras. Entonces me quedo allí, tirado en la calle invernal de un México que no muere, recostado sobre mí mismo como un pobre gusano sumergido en un tequila sin tiempo.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Sobre la religión.


Si bien nunca le he conferido un rol determinante a la etimología en lo concerniente al análisis filosófico me parece, no obstante, que al momento de establecer una lectura capaz de retratar la experiencia religiosa en el concepto religioso, es decir de sedimentar las vivencias en un plano trascendente a las vivencias mismas, logrando así develar lo universal presentado en eventos particulares, la visión etimológica puede ser bastante ilustrativa. En efecto, la palabra religión posee, a lo menos, dos nociones a modo de raíces. Una de ella la vincula con el "religar" (volver a unir) y otra con el "relegarse" (dejarse a sí mismo en segundo plano).


La primera noción, el religar, presupone que la religión viene a unir algo que yace desgarrado. De esta manera podemos asociar dicha fragmentación inicial al plano de los fenómenos: la religión es la aspiración a la Unidad, el deseo de totalización de los fenómenos dados en forma siempre dispersa, mundana, contingente. Dicha unificación sólo es posible gracias al establecimiento de un sistema teológico (o filosófico) en el cual las partes se armonicen en un todo coherente. Los fenómenos aislados, así, sólo adquirirán sentido al momento de introducirse en un conjunto que los dote de significación trascendentes a sí mismos. Estamos perdidos entre las cosas y la religión es la promesa de Dios que otorga a esas cosas (mi cama, el aire que penetra por la ventana, el dulce aliento de los pájaros que se oye desde los árboles) un sentido que va más allá de su finitud, un plan divino de significación inserto en un nuevo horizonte.

En contraste, si el religar es una aspiración a salir de sí mismo con tal de trascender los límites de la propia empiricidad para apuntar al ámbito del sentido metafísico, el relegarse corresponde en escuchar antes que al hablar, en contener el deseo, en dejarse tomar por una divinidad que impone preceptos morales modeladores de la voluntad. Es lo que Nietzsche detectó como la aniquilación de la voluntad; o en lo que Marx vio un peligro en tanto discurso alienante y castrador del proceso revolucionario. Este acto de sumisión es constitutivo de la religión.


Finalmente concluimos que si el religar está vinculado con un sentido metafísico, el relegarse es claramente ético. De esta manera la religión representa un discurso que intenta restablecer la articulación de las distintas esferas de la modernidad (lo ético, lo estético y lo epistémico) con un núcleo común en Dios.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

El don a la luz de la Navidad.

El consumismo navideño revela, de modo obvio, la pérdida del sentido originario de una festividad que yace degradada éticamente. Contemplar la enfermiza compulsión con que las personas pierden justamente su calidad de tal para pasar a ser meros consumidores -y que es fruto del aberrante sistema económico dominante capaz de insertarse socialmente como ideología- es un fenómeno que se halla en plena contraposición con el origen de las fiestas navideñas.

La degradación ética es evidente por tratarse de un comportamiento consumista que transmuta los valores, es decir, que entiende la celebración como una ocasión para regalar un objeto antes que para el regalarse en tanto donación de humanidad, más allá del credo religioso, y desde lo más profundo de sí mismo. Esta degradación ética ha sido advertida por el Papa Francisco I al graficar tácitamente, en la Homilía correspondiente al día de Noche Buena (o sea ayer) el extravío en que se encuentra el pueblo cristiano, como pueblo que camina errante entre la oscuridad pero que cuenta con la posibilidad de ver el nacimiento del Niño como la luz que viene a disipar las tinieblas. Así, el consumismo representa las tinieblas habitando la mirada misma del pueblo que, dormido en su propia efervescencia, insomne en el frenesí de las compras, ha olvidado el sentido originario de la donación. En efecto, la donación -en su sentido más radical propuesto por Derrida- se constituye sólo allí donde lo donado es invisible tanto a los ojos del donante como a la mirada del destinatario del don: todo don que no cumpla este requisito corre el poderoso riesgo de moverse en la lógica de la reciprocidad y del interés. En otras palabras, y vinculando lo dicho últimamente con el mensaje de donarse a sí mismo que debería imperar en Navidad, me parece que sólo podemos donarnos allí cuando pensamos que amamos, cuando nos entregamos con gratuidad a otro sin esperar la respuesta de dicho otro, sin esperar hacerme parte de un merecimiento.

Por eso, la verdadera donación de uno mismo implica un no saber que yo soy donante de mi propia autenticidad: me dono religiosamente al prójimo cuando no espero sacar dividendos, cuando no espero una retribución, cuando soy arrebatado por dicho prójimo y comulgamos en el asombro de esperar lo inesperado, lo misterioso, lo inefable, y no simplemente lo esperado de un “gracias”.