Todos duermen en casa. Estoy
solo. Salgo a la noche milenaria a perderme quién sabe dónde. No hay estrellas
nevadas ni niños maullando de calor. El fulgor de mi Marlboro me acompaña.
Camino en círculo, rodeando la cuadra. Los ecos de una fiesta resuenan en mis
sienes. Se escuchan mariachis a lo lejos como lágrimas ofrendadas al cielo.
Sobre el tejado de las casas los perros me miran con lástima; yo les devuelvo
la misma mirada desde el ajado pavimento de las callejuelas. Bajo el suelo que
piso, lo sé, descansan corazones que aún respiran entre los dedos uñosos que
los arrancaron de algún frondoso pecho indígena. De vez en cuando volteo la mirada
ante el ruido de un auto capaz de burlarse de la inexistente policía al son de
narcocorridos. Y en un rincón cualquiera, más tarde que temprano, extravío la
redondez de mis pupilas para arrodillarme a vomitar los tacos de ají verde
mientras siento nuevamente arder mis vísceras. Entonces me quedo allí, tirado
en la calle invernal de un México que no muere, recostado sobre mí mismo como
un pobre gusano sumergido en un tequila sin tiempo.
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