martes, 31 de diciembre de 2013

Diario de México (Ciudad de León).

Todos duermen en casa. Estoy solo. Salgo a la noche milenaria a perderme quién sabe dónde. No hay estrellas nevadas ni niños maullando de calor. El fulgor de mi Marlboro me acompaña. Camino en círculo, rodeando la cuadra. Los ecos de una fiesta resuenan en mis sienes. Se escuchan mariachis a lo lejos como lágrimas ofrendadas al cielo. Sobre el tejado de las casas los perros me miran con lástima; yo les devuelvo la misma mirada desde el ajado pavimento de las callejuelas. Bajo el suelo que piso, lo sé, descansan corazones que aún respiran entre los dedos uñosos que los arrancaron de algún frondoso pecho indígena. De vez en cuando volteo la mirada ante el ruido de un auto capaz de burlarse de la inexistente policía al son de narcocorridos. Y en un rincón cualquiera, más tarde que temprano, extravío la redondez de mis pupilas para arrodillarme a vomitar los tacos de ají verde mientras siento nuevamente arder mis vísceras. Entonces me quedo allí, tirado en la calle invernal de un México que no muere, recostado sobre mí mismo como un pobre gusano sumergido en un tequila sin tiempo.

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