El consumismo navideño revela,
de modo obvio, la pérdida del sentido originario de una festividad que yace degradada
éticamente. Contemplar la enfermiza compulsión con que las personas pierden
justamente su calidad de tal para pasar a ser meros consumidores -y que es
fruto del aberrante sistema económico dominante capaz de insertarse socialmente
como ideología- es un fenómeno que se halla en plena contraposición con el
origen de las fiestas navideñas.
La degradación ética es evidente
por tratarse de un comportamiento consumista que transmuta los valores, es
decir, que entiende la celebración como una ocasión para regalar un objeto
antes que para el regalarse en tanto donación de humanidad, más allá del credo
religioso, y desde lo más profundo de sí mismo. Esta degradación ética ha sido
advertida por el Papa Francisco I al graficar tácitamente, en la Homilía
correspondiente al día de Noche Buena (o sea ayer) el extravío en que se encuentra el pueblo cristiano, como pueblo que
camina errante entre la oscuridad pero que cuenta con la posibilidad de ver el
nacimiento del Niño como la luz que viene a disipar las tinieblas. Así, el
consumismo representa las tinieblas habitando la mirada misma del pueblo que,
dormido en su propia efervescencia, insomne en el frenesí de las compras, ha
olvidado el sentido originario de la donación. En efecto, la donación -en su
sentido más radical propuesto por Derrida- se constituye sólo allí donde lo
donado es invisible tanto a los ojos del donante como a la mirada del
destinatario del don: todo don que no cumpla este requisito corre el poderoso
riesgo de moverse en la lógica de la reciprocidad y del interés. En otras
palabras, y vinculando lo dicho últimamente con el mensaje de donarse a sí
mismo que debería imperar en Navidad, me parece que sólo podemos donarnos allí
cuando pensamos que amamos, cuando nos entregamos con gratuidad a otro sin
esperar la respuesta de dicho otro, sin esperar hacerme parte de un
merecimiento.
Por eso, la verdadera donación de
uno mismo implica un no saber que yo soy donante de mi propia autenticidad: me
dono religiosamente al prójimo cuando no espero sacar dividendos, cuando no
espero una retribución, cuando soy arrebatado por dicho prójimo y comulgamos en
el asombro de esperar lo inesperado, lo misterioso, lo inefable, y no
simplemente lo esperado de un “gracias”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario