miércoles, 25 de diciembre de 2013

El don a la luz de la Navidad.

El consumismo navideño revela, de modo obvio, la pérdida del sentido originario de una festividad que yace degradada éticamente. Contemplar la enfermiza compulsión con que las personas pierden justamente su calidad de tal para pasar a ser meros consumidores -y que es fruto del aberrante sistema económico dominante capaz de insertarse socialmente como ideología- es un fenómeno que se halla en plena contraposición con el origen de las fiestas navideñas.

La degradación ética es evidente por tratarse de un comportamiento consumista que transmuta los valores, es decir, que entiende la celebración como una ocasión para regalar un objeto antes que para el regalarse en tanto donación de humanidad, más allá del credo religioso, y desde lo más profundo de sí mismo. Esta degradación ética ha sido advertida por el Papa Francisco I al graficar tácitamente, en la Homilía correspondiente al día de Noche Buena (o sea ayer) el extravío en que se encuentra el pueblo cristiano, como pueblo que camina errante entre la oscuridad pero que cuenta con la posibilidad de ver el nacimiento del Niño como la luz que viene a disipar las tinieblas. Así, el consumismo representa las tinieblas habitando la mirada misma del pueblo que, dormido en su propia efervescencia, insomne en el frenesí de las compras, ha olvidado el sentido originario de la donación. En efecto, la donación -en su sentido más radical propuesto por Derrida- se constituye sólo allí donde lo donado es invisible tanto a los ojos del donante como a la mirada del destinatario del don: todo don que no cumpla este requisito corre el poderoso riesgo de moverse en la lógica de la reciprocidad y del interés. En otras palabras, y vinculando lo dicho últimamente con el mensaje de donarse a sí mismo que debería imperar en Navidad, me parece que sólo podemos donarnos allí cuando pensamos que amamos, cuando nos entregamos con gratuidad a otro sin esperar la respuesta de dicho otro, sin esperar hacerme parte de un merecimiento.

Por eso, la verdadera donación de uno mismo implica un no saber que yo soy donante de mi propia autenticidad: me dono religiosamente al prójimo cuando no espero sacar dividendos, cuando no espero una retribución, cuando soy arrebatado por dicho prójimo y comulgamos en el asombro de esperar lo inesperado, lo misterioso, lo inefable, y no simplemente lo esperado de un “gracias”.   

No hay comentarios: