sábado, 4 de febrero de 2017

Sobre "El navegante". Una lectura existencial.

Imaginemos una escena que trascienda toda representación, como si se tratase del movimiento inverso al acto de recordar lo que jamás hemos visto. Imaginemos lo inimaginable. La pintura capaz de desbordar el marco que la fija, que la sujeta, que la ordena dentro del mundo. ¿Podemos hacerlo? 

Ese tipo de experiencia, una experiencia tan contradictoria como singular, es la que nos impacta a la hora de leer las breves páginas que conforman el poema medieval "El navegante". Efectivamente, en esta obra anónima que data del Siglo IX, y la cual yace circunscrita dentro de los orígenes y cumbres de la poesía anglosajona, no sólo se describen, en un tono de vibrante personalidad, los tormentos propios del hombre que navega a la deriva, entregado a su radical soledad y a las penurias físicas de su labor por sobrevivir: 

Puedo pregonar por mí mismo este canto en momentos de zozobra, / la amarga verdad de mi travesía; / cómo mi cuerpo, en ásperos días, / resistió privaciones y penalidades.

Tampoco es únicamente un canto repleto de luces y sombras, opuestas de modo dicotómico.  El navegante supera con creces esa fácil esquematización binaria. Si bien se hacen evidentes el orgullo y la robustez de la voz enunciativa, de un hombre que pone en juego el total de su existencia ante una búsqueda que lo arrebata, como también lo son las críticas que realiza a la decadencia y corrupción distintiva de quienes permanecen arraigados en tierra firme envueltos en la cobardía de la seguridad, la fuerza del poema va más allá de tal conceptualización dinámica:

A los que hacen de su vida un festín / esperando del destino privilegios y dividendos, / anegados en la vana riqueza y en el vino, no los conmueve mi aflicción, / mi yerta vigilia aguantando la pavorosa cólera del mar. 

Hay algo más importante que eso. Algo desde donde adviene el terror profundo del poema. Me parece que eso es la sed de lo imposible. Es la opacidad de un destino que a pesar de nunca llegar a ser reformulado por el hombre, no obstante, sí puede ser transitado y vivido. Como si, por un lado, el acceso a la respuesta al qué es la existencia se encontrara velada, pero, por otro lado, tuviésemos la posibilidad de vivenciar esa misma privación, no sabiendo el "por qué" y remitiéndonos a deslizarnos por el "cómo", el navegante es pura encarnación del padecimiento trágico de lo imposible: la llama que arde entre la voluntad de saber qué es lo que está siendo vivido y la voluntad de vivir lo que está siendo visto. De lo visto no se sabe aunque se viva: es el insondable designio final que nunca se muestra pero que se padece en tanto se lo busca. 

Quizás desde este poema se haya empezado a fraguar gran parte de la ambición de verdad característica de la modernidad eurocéntrica. En él se expresa un deseo desmedido por aprehender lo imposible, junto a un deseo desmedido de autorreferencia ante los dolores generados a partir de dicha imposibilidad. Se trata de hacer la experiencia del desborde y sufrir la muerte en su intento. Una especie de sacrificio y paganismo medieval. De ahí la impúdica exposición que el navegante hace de sus propios tormentos. Al final esto podría explicarse gracias a la naturaleza del navegante: es un hombre más, un ser proveniente del pecado y estabilidad corrupta propios de la tierra, con todo el afán de posesión y dominio que ella posee.  Animal despojado de su hábitat, prolongación de su mirada cartográfica que ahora batalla sobre tempestades desconocidas, su anhelo de sentido siempre es desbordado por la torrencial fuerza del devenir oceánico. 

Mi alma, ardiendo de nostalgia, / dispone anhelos e ilusiones por estos ignorados confines, /  los escarpados derroteros oceánicos.

Ese territorio de praderas oscilantes que es el océano, representa la primacía de la lucha entre el hombre y el sinsentido. Podemos llegar a dibujar estelas en el mar ayudados por mil constelaciones astrales, pero todas se verán destinadas al mismo puerto: la verdad de la nada. A su vez, nos seguiremos obstinando en constatar dicha nada, dicha tragedia que se opone a nuestro deseo de absoluto, de eternidad o de redención. Casas en el mar, vana pretensión de Paraíso. Porque si el mar es amenaza y riesgo en cuanto se opone a la certeza y al arraigo de la tierra, también la amplitud irrevocable del océano es posibilidad y búsqueda de nuevos sentidos, búsqueda apasionada y desesperada por trascender la comodidad del aquí. Todo lo grandioso merece un sacrificio. El navegante lo sabe. No obstante, el sacrificio en este caso se vincula con la desterritorialización, o sea, con la carencia de toda acogida, con la falta de hospitalidad: con la locura. Nadie escucha el sinsentido que el navegante viene a profetizar porque todo el cosmos está sordo, sordo y loco, todo el universo se agota en su devenir, y ésa precisamente es la constatación de la inaccesibilidad ante el posible sentido: ese es el sinsentido de la sordera. El sentido es sinsentido porque entre Dios y el hombre hay un abismo, nada que asegure el acceso a Su esencia. El Plan Divino se torna insondable. La locura emerge como puro devenir en cosmos, como puro impedimento de acceso al sentido. El hombre tiene sed de Dios en cuanto añora conocer ese sentido, pero toda su peregrinación por los mares de la existencia plasman el despliegue del sinsentido. Negación no tanto del sentido, sino de nuestras capacidades para aprehenderlo y, por ello mismo, encarnación vital del sinsentido. 

Pero el oro que acumularon en este mundo / no podrá aliviar la ira de Dios / ante sus almas cargadas de culpas. / Vano es regocijarse en fama, espada o fortuna. / No hay ardides que puedan torcer / el inapelable arbitrio de Dios, / quien al mundo puso en marcha con sus terruños, mares y firmamentos.

El navegante es menos iluso que cualquier hombre de fe, ya que omite centrarse en los consuelos y espejismos en los cuales descansan las religiones. No da palmadas de apoyo a su propia espalda. El navegante no se autoengaña: se desgarra ante una voluntad de saber que siempre lo excederá y que destroza su existencia en tanto se ha superpuesto a la voluntad de vivir. Como si se tratara de un pozo infinito ávido de ser llenado pero el cual sólo tiene allí, delante suyo, la finitud de las cosas terrenales, el navegante es carcomido por el eco vacío de su propia tragedia: la de ser incapaz de acoger ese infinito que añora con todas sus fuerzas

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