A través de gran parte de la
historia de las sociedades occidentales la sexualidad ha estado estrechamente vinculada
con el sexo. Sexo entendido en calidad de órgano corporal característico ya sea
de lo masculino (el falo) o de lo femenino (la vagina). En efecto, desde la
fuerza natural de los sexos constituidos biológicamente occidente ha
representado el goce sexual como íntimamente ligado a tales órganos. El centro
del goce que hace arder a los cuerpos han sido los sexos.
Sin embargo existe un amplio
registro de culturas no occidentales que han indagado de manera más profunda,
incluso casi mística, en diversos modos de experimentar la sexualidad. Así
tenemos los casos de la India y Japón, donde el goce sexual tiende a desterritorializarse
de sus coordenadas naturalmente establecidas, es decir, a referir a una
multiplicidad de aspectos que rebasan lo sexual, para derivar en una fuga dirigida
hacia placeres. Placeres que, dicho sea de paso, no sólo introducen un efecto
de intensidad y extensión del goce sexual mismo, sino que también son capaces
de explotar formas de expresión sexual que elevan el cuerpo a dimensiones desconocidas,
a vías de escape que superando lo meramente conceptual o el sentido heredado de
lo religioso, nos vuelven a conectar con la Unidad que se esconde tras lo
fragmentario. Una de esas vías de escape es la que intenta volver a tender
puentes entre los individuos discontinuos, entre las subjetividades
fragmentadas. O sea, en parte de estas culturas no-occidentales el sexo operaría
como retorno a un flujo de continuidad por medio del placer del prójimo en
tanto necesariamente enraizado con el nuestro gracias al puente de la
sexualidad. El placer no se encontraría en el goce personal y biológico, sino
en que nuestro deseo generase otro deseo en el deseo del otro. Dar placer. No
gozar de modo animalesco y egoista, por un instinto de satisfacer necesidades
pulsionales. Más bien derivar el goce en el placer de hacer gozar al otro. Una
lucha del deseo que posee como eje de acción al cuerpo en tanto complejo
entramado de fuerzas que escapan a sí mismas, que se disparan hacia campos
ingobernables. Intensidades y extensiones de la libido. Imaginación en la
facticidad del cuerpo. Lo más profundo es la piel.
Algunos llaman a dicho fenómeno
propio de aquellas culturas no-occidentales aspectos espirituales de la
sexualidad. No lo sé. Lo que sí sé es que este contraste tan firmemente
acentuado entre el goce de las culturas occidentales y el placer de otras
culturas milenarias nos invita a repensar la sexualidad más allá de su reducción
a los sexos en tanto órganos de placer, con todas las connotaciones políticas
que ello conlleva.
Según Foucault cuando la
sexualidad se orienta a su aspecto funcional dentro de la sociedad deriva
generalmente en simples moralismos. Tal cual como ocurre con la imposición
religiosa y su pavor al placer. Allí, el goce sexual sólo se permite en estado
matrimonial o para fines reproductivos, esto es, bajo los dispositivos de poder
impuestos por la misma religión hegemónica. Ello le resulta funcional a las
sociedades disciplinarias y a la economía capitalista -siempre en alianza con
el cristianismo- las cuales mantienen las regulaciones de la libido bajo un
mecanismo que equilibre el orden social abocado a su finalidad productiva.
Por otra parte, también la
sexualidad se transforma en objeto de saber al momento en que se estructura
bajo el acto de la confesión. Para Foucault la trama emanada del diverso tipo
de confesiones, la que abre sus piernas ante el frío instrumento médico, la que
se da en el diván de espaldas al psicoanalista, la que espera expiar sus culpas
ante el confesionario de la Iglesia, la del adolescente perdido que clama un
consejo en la oficina del profesor, todo ese tipo de confesiones van configurando
un saber sobre lo sexual que sirve de base para el ejercicio del poder
disciplinar. Este poder disciplinar estipula las prácticas, restringe los usos,
amputa las áreas del placer derivando el deseo hacia el goce. En definitiva,
bajo dicho saber sobre lo sexual se delimita el rango de lo normal y lo
anormal, de lo recto y de lo desviado, de lo sano y lo perverso, haciendo
tender la sexualidad hacia el sexo, hacia un tipo de práctica prefijada.
En ese sentido el caso del
Marqués de Sade es paradigmático. En sus novelas se visibiliza aquella misma
capacidad exploratoria de descentrar los sexos. Novelas repletas de cuerpos
motivando a otros cuerpos y resistiéndose a otros cuerpos, padeciendo otros
cuerpos. Universos de sumisión y dominación. Cuerpos que afloran de deseo por algo que siempre excede a la
corporalidad misma pero que, no obstante, yace enmarcado bajo sus mismas
fronteras. Imaginarios sexuales. Palabras inconfesables que se escupen con sed
de ser escuchadas de vuelta. Las novelas de Sade afrontan la sexualidad
trascendiendo lo biológico y la moral cristiana de la época, pero sobretodo
trascendiendo el orden del goce, siempre adherido a los sexos y sus entornos,
para hacerlo estallar hacia límites insospechados. Por eso el escándalo de Sade
en su tiempo. Porque es pura invitación al placer más ingobernable de todos. Ése
estado donde nos fugamos del goce fálico
para fugarnos en el placer y el
fervor caótico, oscuro e inconfesable que el mismo placer porta. Y lo que porta
el placer no es reflejo nuestro ni cae bajo nuestro control. Lo que porta el
placer nos seduce. Lo que porta el placer sólo él lo sabe.
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