viernes, 17 de febrero de 2017

Sobre sexo y sexualidad. El goce y el placer.

A través de gran parte de la historia de las sociedades occidentales la sexualidad ha estado estrechamente vinculada con el sexo. Sexo entendido en calidad de órgano corporal característico ya sea de lo masculino (el falo) o de lo femenino (la vagina). En efecto, desde la fuerza natural de los sexos constituidos biológicamente occidente ha representado el goce sexual como íntimamente ligado a tales órganos. El centro del goce que hace arder a los cuerpos han sido los sexos.

Sin embargo existe un amplio registro de culturas no occidentales que han indagado de manera más profunda, incluso casi mística, en diversos modos de experimentar la sexualidad. Así tenemos los casos de la India y Japón, donde el goce sexual tiende a desterritorializarse de sus coordenadas naturalmente establecidas, es decir, a referir a una multiplicidad de aspectos que rebasan lo sexual, para derivar en una fuga dirigida hacia placeres. Placeres que, dicho sea de paso, no sólo introducen un efecto de intensidad y extensión del goce sexual mismo, sino que también son capaces de explotar formas de expresión sexual que elevan el cuerpo a dimensiones desconocidas, a vías de escape que superando lo meramente conceptual o el sentido heredado de lo religioso, nos vuelven a conectar con la Unidad que se esconde tras lo fragmentario. Una de esas vías de escape es la que intenta volver a tender puentes entre los individuos discontinuos, entre las subjetividades fragmentadas. O sea, en parte de estas culturas no-occidentales el sexo operaría como retorno a un flujo de continuidad por medio del placer del prójimo en tanto necesariamente enraizado con el nuestro gracias al puente de la sexualidad. El placer no se encontraría en el goce personal y biológico, sino en que nuestro deseo generase otro deseo en el deseo del otro. Dar placer. No gozar de modo animalesco y egoista, por un instinto de satisfacer necesidades pulsionales. Más bien derivar el goce en el placer de hacer gozar al otro. Una lucha del deseo que posee como eje de acción al cuerpo en tanto complejo entramado de fuerzas que escapan a sí mismas, que se disparan hacia campos ingobernables. Intensidades y extensiones de la libido. Imaginación en la facticidad del cuerpo. Lo más profundo es la piel.

Algunos llaman a dicho fenómeno propio de aquellas culturas no-occidentales aspectos espirituales de la sexualidad. No lo sé. Lo que sí sé es que este contraste tan firmemente acentuado entre el goce de las culturas occidentales y el placer de otras culturas milenarias nos invita a repensar la sexualidad más allá de su reducción a los sexos en tanto órganos de placer, con todas las connotaciones políticas que ello conlleva.

Según Foucault cuando la sexualidad se orienta a su aspecto funcional dentro de la sociedad deriva generalmente en simples moralismos. Tal cual como ocurre con la imposición religiosa y su pavor al placer. Allí, el goce sexual sólo se permite en estado matrimonial o para fines reproductivos, esto es, bajo los dispositivos de poder impuestos por la misma religión hegemónica. Ello le resulta funcional a las sociedades disciplinarias y a la economía capitalista -siempre en alianza con el cristianismo- las cuales mantienen las regulaciones de la libido bajo un mecanismo que equilibre el orden social abocado a su finalidad productiva.

Por otra parte, también la sexualidad se transforma en objeto de saber al momento en que se estructura bajo el acto de la confesión. Para Foucault la trama emanada del diverso tipo de confesiones, la que abre sus piernas ante el frío instrumento médico, la que se da en el diván de espaldas al psicoanalista, la que espera expiar sus culpas ante el confesionario de la Iglesia, la del adolescente perdido que clama un consejo en la oficina del profesor, todo ese tipo de confesiones van configurando un saber sobre lo sexual que sirve de base para el ejercicio del poder disciplinar. Este poder disciplinar estipula las prácticas, restringe los usos, amputa las áreas del placer derivando el deseo hacia el goce. En definitiva, bajo dicho saber sobre lo sexual se delimita el rango de lo normal y lo anormal, de lo recto y de lo desviado, de lo sano y lo perverso, haciendo tender la sexualidad hacia el sexo, hacia un tipo de práctica prefijada.


En ese sentido el caso del Marqués de Sade es paradigmático. En sus novelas se visibiliza aquella misma capacidad exploratoria de descentrar los sexos. Novelas repletas de cuerpos motivando a otros cuerpos y resistiéndose a otros cuerpos, padeciendo otros cuerpos. Universos de sumisión y dominación. Cuerpos que afloran de deseo por algo que siempre excede a la corporalidad misma pero que, no obstante, yace enmarcado bajo sus mismas fronteras. Imaginarios sexuales. Palabras inconfesables que se escupen con sed de ser escuchadas de vuelta. Las novelas de Sade afrontan la sexualidad trascendiendo lo biológico y la moral cristiana de la época, pero sobretodo trascendiendo el orden del goce, siempre adherido a los sexos y sus entornos, para hacerlo estallar hacia límites insospechados. Por eso el escándalo de Sade en su tiempo. Porque es pura invitación al placer más ingobernable de todos. Ése estado donde nos fugamos del goce fálico para fugarnos en el placer y el fervor caótico, oscuro e inconfesable que el mismo placer porta. Y lo que porta el placer no es reflejo nuestro ni cae bajo nuestro control. Lo que porta el placer nos seduce. Lo que porta el placer sólo él lo sabe. 

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