Durante el Siglo XIII la Europa
Medieval vivió un período de consolidación cultural el cual logró dar frutos
tan exuberantes como las catedrales. Dichas edificaciones representaron la
unificación de voluntades de los habitantes de un pueblo, voluntades que contaron
con la virtud de converger en un proyecto común determinado. A través de
variadas generaciones las catedrales fueron construidas no sólo en pos de
ofrecer a Dios una alabanza; también sedimentaron una cohesión propiamente
comunitaria. Estas construcciones en su calidad de monumentos sin nombre, es
decir, en tanto edificaciones destinadas a quedar impresas en la memoria
temporal de los hombres a pesar de referir a algo eterno (Dios), pusieron en
operación un caudal de voluntades que confluyeron en lo sagrado: cada individuo
destinó su propia finalidad a la finalidad de todos con miras a Dios. Aquel fue
precisamente el clímax del núcleo cultural medieval: Dios en su doble dimensión.
Un tipo de Dios que, tal cual como los maderos de la cruz, se concebía como horizontalidad
y verticalidad a la vez. Esto es, como fortificación de los lazos comunitarios
entre los hombres en su dimensión horizontal y como práctica de oración y
alabanza iluminadas en su verticalidad. Abrazo unificador de los prójimos entre
sí, por un lado, y disparo destinado a la trascendencia, por otro. Así, las catedrales medievales
fueron un lugar de encuentro social y de encuentro espiritual. Alrededor de ellas los individuos se
tornaban no sólo individuos hermanados por
la misma finalidad salvífica, sino también "creaturas creadoras". En definitiva, se tornaban hombres dignos de recibir
la luz divina pues habían desplegado su mejor versión de sí para con Dios y su
mejor versión de sí entre ellos mismos. El lugar de encuentro social de las
catedrales apuntaba a solidificar los lazos comunitarios por múltiple número de
generaciones mientras duraba su construcción, al mismo tiempo que hacía de cada
individuo partícipe un grano de arena incluido en un proyecto común, miembro de
una identidad político-religiosa.
A su vez las catedrales también
constituyeron un lugar de encuentro en el plano trascendente para los fieles
que se congregaban en ellas. En efecto, en las catedrales se realizaba la
experiencia horizontal del madero de la cruz: el encuentro con la divinidad en
tanto juego de ascendencia de la alabanza y de descendencia de la Gracia. En
concreto, era por medio de los cantos religiosos de raíz polifónica ejecutados
por los coros que los hombres elevaban su alabanza hacia Dios. El canto polifónico
como palabra alada y flotante que se encauza en las naves de la edificación
para ir ascendiendo por las torres góticas –esas otras alabanzas de piedra
verbalizadas- hasta perderse en la esperanza de ser oída por Dios. Esperanza de
escucha que recibía su respuesta en otros códigos. Porque era en la luz
descendente de los vitrales, en la luz coloreada que ellos filtraban a ciertas
horas de la tarde donde Dios respondía iluminando paulatinamente gran parte del
recinto. Dios daba la cara sin mostrar su rostro. En el fenómeno visual de la
luz, condición de posibilidad de la aparición de las cosas, requisito necesario
de la presencia del mundo, los hombres iluminaban sus deseos, vestían de
certeza todo su poder invocatorio. Luz que muestra otras cosas sin ser nunca vista ella por sí sola. La dinámica alabanza musical / respuesta visual
caracterizaba ese otro lugar de encuentro entre el canto y la luz, entre los
hombres y Dios teniendo como matriz mítica la verticalidad del madero de la cruz.
De este modo, las catedrales
medievales no sólo representaban edificaciones funcionales al poder eclesiástico
de finales de la Edad Media, en cuyos alrededores el comercio florecía de modo ostensible.
Contemplado a partir de un prisma simbólico tales edificaciones también representaron
una experiencia de doble encuentro: horizontal, entre la comunidad, y vertical,
entre los hombres y Dios. Dicho de otra manera, desde la labor de su construcción
hasta las experiencias religiosas que en ellas se alojaban, las catedrales se
forjaron como lugar de encuentro de la comunidad consigo misma y del hombre con
sus aspiraciones de trascendencia.
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