lunes, 30 de enero de 2017

Sobre bestias y máquinas. Una vuelta por Kafka.

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En los primeros capítulos de Kafka. Por una literatura menor Deleuze y Guattari analizan al pasar una escena de La metamorfosis del autor checo. Se trata de la acción en que Gregorio, ya en vías definitivas a su monstruosa conversión en insecto, se dirige hacia el largo cuello de su hermana motivado por un instinto de deseo animalesco, pero cuya consumación no logra darse puesto que éste finalmente opta por adherirse al retrato de su madre que decora la pared de la habitación. Según Deleuze y Guattari en ese gesto se deja traslucir la primacía de un movimiento que reestablece el incesto Edipo clásico. Es decir, mientras Gregorio busca fundirse con el retrato materno en lugar de ceder a sus flujos de deseos instintivos por la belleza de su hermana vuelve a establecer un vínculo con el inconsciente a nivel de máquina reproductora del complejo edípico. La acción de Gregorio es una reterritorialización de sus deseos predeterminados inconscientemente hacia su madre antes que una vía de escape o un punto de fuga generados por sus deseos ante las intensidades que se extienden en el cuello de su hermana. El territorio significativo del Edipo clásico inmerso en el aparato psíquico ha superado a la desterritorialización y asignificación propia de los deseos animalescos. Ya sea para querer oler por última vez el perfume de su infancia, ya sea para mecerse por la eternidad acunado entre las pieles de su madre, ya sea por rozar la espuma del nacimiento al momento de la muerte, Gregorio Samsa encuentra desesperadamente esa significación final, retorna a la territorialización de un mundo olvidado y, con ello, aplaca su propio deseo bestial, su energía de placer por su hermana que no es parte de ninguna máquina de deseo a nivel inconsciente.

Hasta ahí lo analizado por Deleuze y Guattari. Ahora bien, vale arriesgarse un poco más por sí mismo. Lo que intentaré será delinear preliminarmente dos figuras opuestas que operen como nociones susceptibles de interpretación justamente a partir de los filósofos franceses ya mencionados pero sin reducirme a ellos. Estas nociones serán, por un lado, la de bestialidad y, por otro, la de maquinidad.

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¿Qué entendemos por una bestia? Desde La política de Aristóteles sabemos que una bestia se opone a toda posibilidad de convivencia. Pero esta imposibilidad de convivencia no es, en el caso de la bestia, una capacidad, sino una carencia. En efecto, si los únicos seres que pueden habitar en soledad son las bestias y los dioses, los primeros lo harán debido a su falta de destreza en el camino que forja el buen vivir propio de las deliberación política mientras que los segundos lo harán por tener salvaguardado tal buen vivir dada su naturaleza divina. La bestia está condenada a su aislamiento debido a sus carencias; los dioses optan a su aislamiento debido a sus facultades y potencias. Para ninguno de los dos es necesario vivir en compañía de sus semejantes: la bestia por incapacidad; los dioses por autosuficiencia. Sólo el hombre necesita del gregarismo de la polis.

Tomemos leve distancia de Aristóteles. Las bestias representan un exceso de animalidad, esto es, un deseo irrefrenable por el cual son afectadas. No hay nada en ellas que las satisfaga, sino un impulso de constante desterritorialización de su propio deseo: las bestias gozan con las intensidades de sus placeres corporales, sin saber qué es el cuerpo; las bestias emiten sonidos guturales, sin reparar en el significado del sonido. Las bestias son puro principio de placer, impulso animal sin posibilidad alguna de domesticación. La bestia como Otro Absoluto. La bestia como el espacio inaccesible, lo ignoto e incomprensible que reside en el rincón más profundo y oscuro de ciertas (y nuestras) cuevas.

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En contraste, una máquina vendría a caracterizarse por su funcionalidad mecánica. Una máquina funciona gracias a esa constitución que Maturana llamó autopoiesis. Pero una autopoiesis extraña, no espontánea, donde la suma de las partes va configurando el todo sistémico de un modo ascendente. Todo sistémico, a su vez, que tiende a verse reducido a su función: la de resguardar el proceso y la producción. Por eso una máquina es más que la ciega recepción de un input que termina generando un output determinado. Una máquina podría ser mecánica, pero siempre representa un proceso de mecanización que restituye la territorialidad. Así, en la máquina los pasos para generar un determinado producto son escalonados: si se salta un paso todo el producto final se diluye o no llega a cuajar. La máquina opera como un conjunto que impone una lógica. No necesariamente un contenido. Pero sí una lógica. A nivel inconsciente bien podemos llamar a esa lógica la cadena de significación.

Entonces, ¿cómo llamar máquina a un proceso que al mismo tiempo de no tener creador tampoco crea ningún producto? Obviamente hablo del inconsciente. O por lo menos del inconsciente con la cuota de sobredeterminación ante la consciencia que Freud le asignó. La energía que siempre ha estado allí. La fuerza psíquica que no cesa de fluir. Las pulsiones libidinales que se despliegan dentro de un territorio ordenado, dentro de un mapa con coordenadas fijas y de cuya significación la máquina es garante. De este modo para el psicoanálisis la máquina es una creatura sin creador, una producción sin producto: somos nosotros mismos. Lo que hace la máquina es asegurar el significado profundo, darle sentido a la capa latente que no vemos pero que nos determina a ver lo que vemos o no podemos ver. En última instancia, si pensamos el mundo como máquina siempre habrá explicación y significación, todo estará territorializado en áreas rebosantes de sentido. A pesar que no podamos hacer nada para cambiar nuestro sentido, podemos construir máquinas dentro de otras máquinas y, así, ir elevando el plano de consciencia o de indagación dentro de la realidad. La realidad como un residuo mítico que se conoce a partir de la ciencia. Ése es el consuelo de la máquina psicoanalítica: no hay Dios, no hay creador, pero si llegamos a vislumbrar más allá de la opacidad de la lógica maquinal, nos conoceremos a nosotros mismos, nos sublimaremos a nosotros mismos. La neurosis es evidente y la máquina la sublima.

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Volvamos a Kafka. A mi juicio en buena parte del autor checo yace presente el tema de la animalidad. Animalidad que se manifiesta a través, justamente, de animales arrebatados de su territorio original. Animalidad que refiere a una bestialidad. Son seres que devienen siempre Otro (en Informe para una Academia queda plenamente patente). Un Otro que aunque quiera explicarlo todo, siempre fracasa en su ímpetu de salida, en su intento por trazar una línea de fuga. Ellos no aspiran a la libertad ni al bien; tan sólo aspiran a un escape, a algo mejor dado por el movimiento que prefigura el deseo.


Pero también ese deseo es imposible de consumar. Y lo es precisamente porque los personajes siguen inmersos, a pesar incluso de devenir bestias, en coordenadas maquinales. Así se da en todo El proceso, bajo la máquina burocrática; o también en La metamorfosis, bajo la máquina comercial y del inconsciente. Quizás allí radique gran parte de la angustia de nuestro siglo recién pasado y que se extiende hasta el presente: en nuestro perpetuo y trágico padecimiento de entes intermedios. Entes humanos que deseamos como bestias pero que terminamos operando como máquinas. 

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