Al igual que una
vela que al mismo tiempo que irradia luz va consumiendo su propio ser, la dinámica
de la memoria yace destinada a apagarse. Sólo recordamos porque sufrimos la
irrevocable experiencia de lo ido, de lo perecedero, del olvido. Sólo nos
esforzamos en buscar los recortes de nuestro pasado, ya se a nivel histórico
como personal, porque sufrimos la experiencia inevitable de la muerte en tanto presencia:
el paso del tiempo es la muerte en vida, la muerte vivida, nuestra propia
muerte vivida. Al recordar un suceso particular no vencemos la muerte, sino que
la constatamos en primera persona como tragedia. Por ello nos resulta imposible
vitalizar un recuerdo –o incluso una imaginación- con el mismo grado de
vitalidad con que palpita nuestro presente perceptivo. Podemos recordar esas
noches sobre el árbol de la infancia en que las estrellas parecían ser
alcanzadas con las manos, sin embargo dichos recuerdos nunca llegarán a ser tan
intensos como el día en que los vivimos. El desajuste, la brecha suspendida
entre el pasado alguna vez vivido y la actualidad del presente es el recinto
donde reside la memoria. Y únicamente porque sabemos que dicho pasado no puede
resucitar ahora con la vivacidad de antes es que nos empeñamos de forma
obstinada en conservarlo del modo más fiel posible. Mientras más nos hace
temblar la amenaza radical que presagia la pérdida de todo pasado más nos
esforzamos en mantener intacto los detalles que componen esas imágenes lejanas.
Como la vela que sólo alumbra gracias a la oscuridad imperante, oscuridad hacia
la cual ella se encuentra inexorablemente dirigida, la memoria sólo puede
existir porque arde ante el telón de fondo del olvido que ella misma devendrá
tarde o temprano.
Pero la memoria
–como todo lo grandioso- puede mutar afectivamente sin traicionarse a sí misma.
Lo recordado, el suceso pasado que es invocado en el presente, puede ser enunciado
con el orgullo optimista de la épica, con la contundencia de lo traumático o
con la sutileza de la nostalgia, entre muchos otros modos más de activar lo
pasado. Analicemos cada una de estas maneras de experienciar el pasado y el rol
que adquiere la memoria en ellas.
1
La épica, ser
hijos y herederos de un pasado heroico, suscita una mirada de continuidad entre
el pasado y el presente, continuidad que expresa la promesa de proyectarse a un
futuro bajo el suelo de la mismidad. Digo mismidad porque esa promesa apunta a
una prolongación de la esencia del mensaje pasado en una situación futura. Esta
manera de conservar el pasado es características de las religiones proféticas.
En efecto, la mayoría de las religiones operan a través del discurso de un
pasado dorado que será reestablecido en un futuro salvífico y cuyos guardianes
depositan todas sus fuerzas para preservarlo en calidad de testimonio (y a
veces de prueba) de la fe. En el caso del cristianismo este pasado heroico yace
representado por la encarnación de Dios en hombre a través de la figura de
Cristo y todo su peregrinaje heroico de amor y humildad. Así, el mensaje de la
Revelación permitiría contar con un panorama presuntamente universal de la
historia y de la memoria, panorama que se vería gobernado por un Plan Divino constituido
por designios que serían insondable para nosotros, pero a la vez que también
consumarían la memoria haciendo de todo lo pasado algo resucitado, valioso y
rebosante de sentido.
2
La contundencia
de lo traumático, por otra parte, cobra una relación de repetición involuntaria
en el individuo. La memoria traumática asedia al sujeto actual despojándolo de
su libertad y autonomía. Sin embargo, no necesariamente es el suceso pasado en
particular lo que se recuerda con obsesión tal sujeto, sino también puede ser
la huella, el vestigio silencioso que aquel suceso pasado ha dejado impreso en
el alma del sujeto y el cual viene una y otra vez de un modo enmascarado,
totalmente extraño y solapadamente extranjero: como metamorfosis dolorosa del
original evento traumático. El recuerdo traumático se da o bien en la
contundencia involuntaria de una obsesión manifiesta o en su inaccesible
latencia a los ojos de quien lo padece. En ambos casos ocurre un
desplazamiento. En ambos casos ha sido
usurpado el lugar de la distancia entre el sujeto que recuerda y el pasado
recordado, suprimiéndose el mismo espacio de la memoria. El trauma no es
memoria, no permite evidenciar en el sujeto la lejanía afectiva necesaria para
establecer un nexo emocional con el evento pasado. El trauma no es relación ni
mediación, sino invasión identificativa: la temporalidad se ha esfumado
convirtiendo la carga de tal evento pasado en agobio actual del sujeto
presente, sujeto impedido de atisbar cualquier distancia, sujeto idéntico a su objeto
pasado ya sea en tanto recurrencia de la obsesión del recuerdo o bien en tanto enfermedad
metamorfoseada en síntomas.
3
Finalmente, la
sutileza de la nostalgia requiere de una cierta tonalidad anímica. Nadie se
relaciona con el pasado por medio de la nostalgia si es que no llega a desear
lo recordado para revivirlo. La nostalgia es apego por la vida. El deseo del eterno
retorno de lo ido. Pero toda nostalgia no sólo se centra en el deseo de revivir
lo perdido, sino también en la conciencia de que eso perdido es imposible de
volver a ser recuperado como vivido. De ahí que la nostalgia sea una afección que
corra el riesgo de caer en la autocontemplación propia de la belleza
melancólica. El hombre nostálgico no es épico ni traumático: no tiene fe en que
el pasado se glorificará en las alas de un futuro porvenir capaz de resucitar a
todos sus muertos, ni tampoco convulsiona ante un suceso pasado que, a modo de
visitante extranjero, ha terminado por apropiarse de su interioridad y
autonomía. El hombre nostálgico puede caer en la enfermedad de la belleza
melancólica, esto es, en el vivir atado a un Paraíso Perdido en el cual todo
resultaba más cálido y acogedor, enclaustrándose en sí mismo mientras el
presente donde se desliza tal recordar amputa toda su proyección hacia el
futuro. La tonalidad anímica de la nostalgia precisa más que inteligencia,
sensibilidad. La nostalgia es la relación con el pasado basada en el deseo de
recordar pese a la inutilidad del acto. Por ende, la sutileza de la nostalgia
es la manera más auténtica y originaria de vivenciar la memoria, de encarnar la
memoria. En ella, en la nostalgia, se da un habitar humano al interior de la
paradoja de la fragilidad. Es decir, el sujeto nostálgico yace implicado en una
paradoja tal que junto con alumbrar su recuerdo pasado también arde en la intuición
de la inexorable finitud a la cual está condenado dicho recuerdo. Por lo mismo,
hacer la experiencia de la nostalgia es encarnar la memoria, o sea, rozar la antagónica
relación donde se intuye que la vida corre hacia su irremediable destino
consistente en la muerte, donde intuimos que experimentamos la muerte en vida
desde un prisma afectivo. Como si el recordar lo más preciado fuese esa vela que sólo puede llegar a alumbrar porque se va consumiendo a sí misma.
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