viernes, 23 de diciembre de 2016

Sobre la Navidad: encarnación y (falta de) origen.

I

Si nos detenemos a pensar en el mensaje que representa una festividad como la Navidad para la mayor parte del mundo cristiano bien podríamos decir que ésta se halla muy cercana a la idea de encarnación. En efecto, la encarnación consiste en la capacidad de vitalizar las acciones que llevamos a cabo o las reflexiones que nos arrebatan, es decir, de involucrarnos e implicarnos, de donarnos y de ser interpelados por aquellos asuntos que nos toman y poseen en sentido de nuestra existencia. En otras palabras, la encarnación implica reducir a la mínima distancia la brecha entre lo que nos mueve y lo que somos, los sujetos movilizados por el movimiento. Por eso la encarnación no depende de nosotros. No hay autonomía ni poder de decisión a la base de ella: siempre que encarnamos con pasión algo que nos supera (un ideal que nos sobrepasa, una obsesión que nos atormenta, un sentimiento que nos inquieta hasta dar la vida). Eso que nos supera, eso que no se percibe pero que nos determina, reside en el exceso de sentido desde donde emana todo movimiento. Por ello justamente la encarnación religiosa, la propia del Cristianismo, descansa en la aspiración a una totalidad: se totaliza al ser como carne irradiada de espíritu, como carne espiritualizada. Ambas dimensiones, la carnal y la espiritual, unifican la existencia a partir de una dinámica descendente, puesto que es del espíritu, de la no presentación de éste, de su invisibilidad, desde donde provendría toda fuerza de la carne, toda la contundencia de su presente. Dicho aristotélicamente: tal cual como es el motor inmóvil el que, sin moverse, conduce la prolongación de todo movimiento, el espíritu en tanto descendente desde las tierras de una gracia divina sería el que insuflaría de vigor vitalista a una carne que  por sí sola sería inerte, que se desgarraría en la fragmentación caótica de lo múltiple. Es de este modo que el discurso religioso pone en primer plano la Natividad como encarnación: por medio del envío de Cristo al mundo en carne y hueso, por medio de la emergencia carnal de la esencia divina en tanto Trinidad, se propone invertir la lógica del aparecer mismo. Una vez consumada la propuesta abierta por la Navidad, vale decir, la espiritualización de la materia, ya no serían los fenómenos aislados los que se presenten a la conciencia de los hombres en su calidad de fragmentos, de meros objetos vacíos y sin conexión profunda entre sí, sino que será gracias a la noción de encarnación donde se instale por vez primera la Unidad del sentido como realizable, la religación. La Natividad de Cristo sería origen del despliegue de lo divino en lo mundano por el cual todo conocimiento remitiría a Dios como finalidad última o, en términos seculares, remitiría a la Totalidad.

II

Sin embargo, desde la perspectiva de los hombres y del ateísmo este concepto de encarnación presupone siempre una división original que dicha encarnación intentaría venir a restituir, a llenar de sentido en la comunión del espíritu y la carne. Esta añoranza de divinización de lo mundano significa un violentar el orden de la aceptación de la muerte como posible finitud. Y quizás un violentar para consolar. Una consolación y ambición absoluta y con aspiraciones universalistas. Revelar en forma descendente el presunto sentido del espíritu en tanto origen allí donde impera la fragmentación, la muerte, la finitud, es decir, allí donde gobierna el sinsentido de la carne, es lo que se conoce como la proyección de los deseos imposibles. Deseos imposibles de ser satisfechos en vida y que el hombre hiperboliza en torno a la figura de un Dios. Feuerbach señalará que en ese acto, aunque por otras causas, nos llegamos a representar a Dios como omnisciente (máxima facultad de nuestra inteligencia), omnipotente (máxima facultad de nuestra voluntad) y omnipresente (máxima facultad de nuestra mirada): porque hacemos del anhelo de absoluto propio de nuestra esencia una proyección que mientras más fortalecemos la ficción de Dios más nos debilita como género humano destinado al conocimiento de la realidad.

Por otra parte, el discurso cristiano que funda el origen en la creatio ex nihilo, vale decir, el que la existencia fuese obra de un Creador que construyó el Universo desde la nada, tan sólo suspende el juicio ante el tema del origen. Sabemos cuál es el origen de la Navidad a través del mito bíblico, pero el mismo mito bíblico no puede pensar el origen de los orígenes. Es algo desmesurado para los hombres concebir al Dios cristiano, como también experimentar ninguna existencia que desborde las coordenadas del tiempo y el espacio, algo que Kant ya nos enseñó. Es desmesurado y denota un orgullo y una prepotencia aspiracional abismante. No tenemos acceso ni a ese Dios ni a la nada desde donde Dios dice crear el Universo. Como afirmara Nietzsche, la verdad es una mujer, lo cual quiere decir que sería impúdico verla desnudo. Es aquí donde se relacionan profundamente el tema de la Navidad como encarnación y de la Navidad como origen. Esto es, de la Navidad como la encarnación de un sentido que no tiene origen. El origen de la Navidad tiene sentido, el deseo de encarnación o religación, pero no tiene sentido el origen en que reposa la Navidad, él nos es inaccesible.

Así, será a partir de esta inadecuación existencial entre encarnación y (falta de) origen que representa el Nacimiento de Cristo donde se acuna el mensaje de Navidad más radical para nosotros, los sujetos de la posmodernidad. O sea, de la brecha surgida entre, por un lado, la carne rebosante de espíritu y de sentido y, por otro lado, de la incertidumbre ante un origen inasible que pone en duda la existencia del espíritu mismo, y con ello de la propia encarnación, desde esa brecha, será desde donde se manifieste el espacio para el nacimiento de la fe en el amor. Al no haber origen, al no poder contrastarse argumentos racionales sobre los mitos cristianos, todo su peso recae en el mensaje forjado por su propio puño, en el periplo y sentido de la encarnación como religación de la existencia y destino hacia donde yace conducida, el sacrificio y sufrimiento de la carne motivada por un amor que se esmera en vencer a la muerte.

III


En conclusión el Nacimiento de Cristo, tomado desde nuestro contexto histórico actual y abordado desde una perspectiva filosófica, nos entrega un doble mensaje: junto con representar la encarnación de nuestra dimensión interior en cualquier acción llevada o acontecimiento que nos afecte, esto es, de luchar por apropiarnos de un exceso de sentido que siempre nos sobrepasará, también revela la posible y angustiante falta de necesidad y de origen de aquel mismo sobresentido. Es una constatación de lo más cercano, esto es, el saber que somos movidos por algo que nos sobrepasa, pero al mismo tiempo se torna una duda radical e imposibilidad de determinación del origen preciso de aquella fuerza que nos impulsa a movernos. Como si de esa relación problemática entre encarnación y (falta de) origen se desprendiese el misterio que conflictúa la consolidación de toda fe en el amor, pareciera ser que siempre estamos invitados a dar un salto decisivo sin piso seguro en el cual llegar a sostenernos: ni fe ciega en Dios ni comprobación de Dios, sino seres intermedios, creyentes, creyentes en el sentido o creyentes en el sinsentido, pero siempre creyentes. En última instancia, volver al mensaje original de la Navidad significa, siempre como gesto filosófico, hacer renacer la pregunta sobre el sentido o sin sentido con la vitalidad e implicación de quien yace encarnado en la radical fragilidad de su falta de origen. El nacimiento es inmemorial.

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