miércoles, 29 de noviembre de 2017

Sobre un poema de Cesare Pavese

Durante un extenso período de su vida Cesare Pavese estuvo ligado a causas políticos-sociales vinculadas con el pensamiento marxista llegando incluso a afiliarse al Partido Comunista Italiano. No obstante en sus últimos años el poeta italiano asumió un rol marcadamente distante del compromiso y la acción social, mostrándose atormentado en función a inquietudes de carácter existencial. Este giro bio-gráfico también puede evidenciarse en el hermetismo que cobró su producción escritural, sobre todo la de índole poética y como también sus diarios literarios.

Justamente a esta última porción de su vida pertenece el famosísimo poema que analizaremos a continuación.

VENDRÁ LA MUERTE Y TENDRÁ TUS OJOS

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo. Tus ojos
serán una palabra vana,
un grito acallado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando te inclinas sola ante el espejo.
Oh querida esperanza
también nosotros aquel día
sabremos que eres la vida y eres la nada!

La muerte tiene una mirada para todos.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
será como abandonar un vicio,
como ver que emerge de nuevo
un rostro muerto en el espejo,
como escuchar un labio cerrado.
Descenderemos, mudos, al abismo.

El poema  se inicia vaticinando la llegada de un acontecimiento ineludible: la muerte. Pero el hablante no nos dice que sólo vendrá dicha muerte para concluir todo, sino que además “tendrá tus ojos”. Portando una oscura sabiduría tan enigmática como profética, el hablante se dirige hacia una segunda persona que -según nuestra interpretación- permanecerá en el misterio hasta casi el final del poema.

Posteriormente el hablante cambia el tono de voz, pasando de ser un profeta a un cronista. Así, describe por medio de imágenes muy generales la presencia constante de la muerte (“de la mañana a la noche...”), y luego el modo en que ella ejerce su agobiante compañía: “insomne, / sorda, como un viejo remordimiento / o un vicio absurdo”. Este modo de ser de la muerte está caracterizado por su impenetrabilidad e imperturbabilidad, es decir, por lo imposible que se vuelve establecer un diálogo con ella (su sordera). En efecto, nuestra relación con ella, una vez que llegue, se tornará unilateral: no podremos evitar ser sometidos por la dictadura de su puño ni tampoco podremos conocer los motivos que rigen su actuar. No habrá manera de huir de su facticidad ni diálogo que nos permita comprender su sentido.

Sin embargo, la muerte también puede ser representada de otra forma. Forma más cobarde e ingenua que la anterior y la cual mantiene la humana ilusión de vencerla por medio del gesto de proyección de la vida. Cuando adquirimos esta segunda postura todas nuestras culpas irremediables (por ejemplo: el cariño adeudado a nuestros seres amados ya fallecidos, las palabras hirientes dirigidas al amigo suicidado, etc.) se tornan “un viejo remordimiento” que nos impulsa, desesperadamente, a prolongar esta vida terrenal sobre el tapiz de la muerte buscando el perdón tranquilizador, el “vicio absurdo” del perdón. En una palabra: apaciguamos nuestro “viejo remordimiento” gracias a la creación de “vicios absurdos”, como es el caso de la creación de religiones.

En definitiva, Pavese pareciera mostrar sutilmente a los menos dos maneras opuestas de relacionarnos con la muerte. La muerte contaría con un doble rostro. Por un lado, un rostro impenetrable cuya desnudez nos es inaccesible; y por otro lado, un rostro en blanco que, a modo de máscara intacta, se haya disponible para que en él proyectemos nuestras ilusiones en calidad de “vicios absurdos” motivados  por nuestros “viejos remordimientos”.

Seguidamente y cerrando el mismo verso, el hablante vuelve a dirigirse a una segunda persona. Pero ahora no lo hace para referirse al modo de ser general de la muerte, sino a la manera en que se manifestará dicha muerte a la hora de ir conquistando espacios vitales de aquel individuo misterioso: “…Tus ojos / serán una palabra vana, / un grito acallado, un silencio.” Es allí donde se expresa la muerte como angustia, angustia de un indeterminado ser humano que es sometido, contra su voluntad, por la fatalidad de la muerte. Es decir, la muerte se ha hecho carne. Y en esa encarnación de la muerte, ocurrida inesperadamente, el temple anímico del poema también se termina por encarnar en el lector: el “tú”, aquella segunda persona misteriosa hacia la cual se dirigía el hablante lírico en una primera instancia, ha pasado a convertirse en una especie de mi. Es tal el hechizo atmosférico del poema que ha ejercido una identificación profunda de los lectores de éste con el tormento de la muerte.

Este tránsito de identificación tiene su eje central en la mirada del lector. En efecto, los ojos, órganos que nos permiten ver, conocer y anticipar la presencia de las cosas, ya no se dirigen al mundo exterior, sino a verse ellos mismos frente a un espejo. En un movimiento circular, los ojos miran a los ojos, se reflejan a sí mismos, tal cual como el lector se ve a sí mismo en el poema, tal cual como el lector se atormenta a causa del advenimiento de su propia muerte: “Así los ves cada mañana / cuando te inclinas sola ante el espejo.” Y precisamente la perspectiva que se abre a través de esta mirada autorreferente es lo que refuerza la ilusión circular característica de la esperanza, la cual creyendo multiplicar la presencia de las cosas en un horizonte externo no hace más que construir espejismos, proyectando al otro lado del espejo la mera apariencia de lo que ya está de este lado del mundo. En última instancia, el fondo de los fondos de tal espejo yace habitado, más bien, por la inútil pasión que humea sobre la nada: “¡Oh querida esperanza / también nosotros aquel día / sabremos que eres la vida y eres la nada!” 

Dicho muy ligeramente, la dinámica de esta sabiduría es la siguiente. Cuando cobramos conciencia de que la muerte, toda muerte, será siempre nuestra propia muerte, somos presa de un asombro terrorífico. A su vez, el vigor de ese asombro descansa en una confrontación de fuerzas entre las ilusas esperanzas cifradas en una vida post-mortem y la amenaza irrevocable de la nada. Esto significa que encarnar genuinamente aquel asombroso tormento representado por el advenimiento de la muerte, de nuestra muerte, es el estado existencial más radical que podemos padecer, pues nos hace partícipes afectivamente del sinsentido general de la existencia. Pareciera que todo ya estuvo escrito desde siempre. 

Sin embargo, en la estrofa final la voz profética del hablante nos confiesa un secreto. Como si la muerte se apiadara mínimamente de nosotros, el poeta señala que ella nos brindará la posibilidad de alzar la vista por última vez: “La muerte tiene una mirada para todos.” Y luego de ello, nos recalca que dicha última mirada será incomunicable, que estará encerrada en nuestra propia soledad: “será como abandonar un vicio, / como ver que emerge de nuevo / un rostro muerto en el espejo, / como escuchar un labio cerrado.” Y ahí ya no habrá nada más qué decir. Conocimiento y experiencia se fusionan en la contemplación de una verdad fugaz e intrascendente, desnuda y carente de lenguaje: la desnudez de esa verdad última no se podrá decir.

Finalmente, y en un movimiento fugaz, casi imperceptible, el poema concluye expresando la continuación del acto anterior consistente en escuchar cómo se cierra un labio: “Descenderemos, mudos, al abismo.” Nos ahogaremos en lo incomunicable de una experiencia que, pese a ser rozada por la vista, ya no podremos ver ni nombrar. Así, la fuerza de este poema hunde sus raíces en la contemplación de lo indecible: en extraer una oscura sabiduría existencial cuyo (sin) sentido sólo podrá sopesarse en la incomunicable singularidad que bordea los límites de la experiencia.

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