jueves, 18 de enero de 2018

Sobre el Papa Francisco

FRANCISCO NO ALCANZA

Durante todo su pontificado el Papa Francisco ha alzado la voz innumerables veces en contra de los horrores engendrados por el modelo económico global y la perversión característica del modo de racionalidad instrumental inherente al capitalismo tardío. A su vez, también ha expresado su compromiso con los más pobres, con los marginados y violentados por los poderes políticos, comunicacionales y culturales, llegando incluso a solicitar -conmovido hasta las lágrimas y más allá de toda vergüenza- perdón ya sea por la activa participación histórica que la Iglesia ha tenido en tales hechos o por la complicidad y tibieza con que dejó de juzgar dicho tipo de acciones. En el discurso, Francisco ha puesto temas cruciales sobre el tapete de la opinión pública internacional, siendo audaz, valiente y mostrándose claramente a favor de las causas provenientes de sectores periféricos y opuestos a los poderes establecidos.

Sin embargo, a la hora de generar medidas concretas dentro de su campo de acción, esto es, al momento de cambiar prácticas y buscar responsables de las aberraciones que en los últimos ha cometido un alto porcentaje de clérigos, Francisco no ha actuado con tanta audacia ni valentía. Como si estuviera pagando el tributo de una deuda emocional, Francisco mantiene intocables a una serie de jerarcas encubridores por casos de pedofilia y a otros personeros católicos que han operado en calidad de distractores de la justicia por abusos sexuales y psicológicos reiterados.

Así, la tenacidad de su discurso público contrasta marcadamente con la cobardía y la pasividad ejercida en cuanto a la toma de políticas reformistas al interior de la institución que gobierna.

Da la impresión (siempre infundada, al igual que todas las impresiones) que el Papa argentino no le ha tomado el peso a las denuncias de tales aberraciones, prefiriendo resguardar la cómoda amistad y compañerismo florecida con algunos clérigos en sus años de juventud antes que disponer los antecedentes de los victimarios a la justicia ordinaria para facilitar el esclarecimiento de los delitos. Pero dicha impresión sólo aborda un plano humano, meramente psicológico, casi individual.

La Iglesia Católica también es parte del sistema. Todos sabemos que actualmente (y es muy probable que siempre) el Vaticano, de manera similar a cualquier otra institución político-económica, ha estado atravesada por intereses creados, por poderes no-dichos, por manos inconfesables manos negras. Lo que se expresa en el discurso es sólo lo que vemos, lo evidente. E incluso en ese mismo discurso, durante muchas décadas ( discurso emergido incipientemente los años posteriores a la Rerum Novarum y manifestándose con real fuerza sólo después de Vaticano II), hemos presenciado un parpadeo inconsecuente, una batalla no declarada, entre los defensores de un conservadurismo radical, lacayo de poderes económicos y de valores obsoletamente descarados, y quienes abogan por una Iglesia nueva, abierta a la periferia geopolítica, comprometida con visibilizar las demandas de los excluidos, compañera en la causa de los sufrientes, en fin, lectora de los signos de los tiempos.

Esta última mirada más sistémica, menos ingenua, logra hacernos apreciar el carácter institucional de la Iglesia y con ello también sus pugnas internas. Pugnas que van desde aspectos valóricos hasta beneficios económicos, desde visiones metafísicas y doctrinales hasta deseos de conservación política.  De esta manera, no es Francisco quien por su propia persona (lidad), por ceder a la carga paralizadora de deudas emocionales, por transformarse en una víctima más de un residual fantasma relacionado con otro tipo de abuso de poder, no haya podido realizar un cambio concreto y radical dentro de la estructura de la Iglesia. Más bien es al revés: la Iglesia misma, la institución más sangrienta y macabra de la historia de Occidente,  la que elevó por siglos pompas de esperanza universal mientras se llenaba los labios con la espuma rabiosa de un resentimiento inconfesable, es la que impide esa transformación debido a la primacía de un conservadurismo histórico que aún se mantiene dentro de su alta jerarquía. Francisco, así, sólo es un peón más dentro del tablero político actual del Vaticano. Hace lo que debe hacer en la medida de lo posible, en su actuar limitado e incluso servicial, en la proyección de una imagen y en la impermeabilidad de una estructura.


Humano, demasiado humano: Francisco, el jesuita, no alcanza.

2 comentarios:

Elsa Yolanda Csizmas dijo...

Un magnifico análisis con la policromia que amerita el tema y tal vez humildemente corregiria el calificativo de peón al de un caballo
que obliga con disculpas poco convincentes a sortear frases que lo exponen políticamente incorrecto.El dogma de su infalibilidad desaparece inevitablemente, entonces,no habria que modificar centenarias y obsoletas normas por el bien de la iglesia?

Aldo Bombardiere Castro dijo...

Sí, tienes razón, Elsa. Francisco no tiene la dignidad y sencillez de un peón de ajedrez, sino más bien la extraña función de un caballo que salta sobre las problemáticas y desafíos que le son demandados a la institución que dirige.

En cuanto al dogma de la infalibilidad papal, ésta opera, según el edicto de segunda mitad del Siglo XIX, sólo cuando el Sumo Pontífice habla "Ex Catedra". Esto es, cuando lo hace para todos los fieles de la Iglesia, a sabiendas del carácter definitivo de sus palabras y supuestamente iluminado por el Espíritu Santo. Como ya he dicho en otras ocasiones, me parece que es uno de los dogmas más absurdos, soberbios y autoritarios concebidos en la historia de la modernidad. Ya le valdría bien a la Iglesia practicar lo que predicó en el Concilio Vaticano II: aprender a leer los signos de los tiempos.

Un beso transcordillerano para ti!