FRANCISCO
NO ALCANZA
Durante todo su
pontificado el Papa Francisco ha alzado la voz innumerables veces en contra de
los horrores engendrados por el modelo económico global y la perversión
característica del modo de racionalidad instrumental inherente al capitalismo
tardío. A su vez, también ha expresado su compromiso con los más pobres, con
los marginados y violentados por los poderes políticos, comunicacionales y
culturales, llegando incluso a solicitar -conmovido hasta las lágrimas y más
allá de toda vergüenza- perdón ya sea por la activa participación histórica que
la Iglesia ha tenido en tales hechos o por la complicidad y tibieza con que
dejó de juzgar dicho tipo de acciones. En el discurso, Francisco ha puesto
temas cruciales sobre el tapete de la opinión pública internacional, siendo
audaz, valiente y mostrándose claramente a favor de las causas provenientes de
sectores periféricos y opuestos a los poderes establecidos.
Sin embargo, a
la hora de generar medidas concretas dentro de su campo de acción, esto es, al
momento de cambiar prácticas y buscar responsables de las aberraciones que en
los últimos ha cometido un alto porcentaje de clérigos, Francisco no ha actuado
con tanta audacia ni valentía. Como si estuviera pagando el tributo de una
deuda emocional, Francisco mantiene intocables a una serie de jerarcas encubridores
por casos de pedofilia y a otros personeros católicos que han operado en
calidad de distractores de la justicia por abusos sexuales y psicológicos
reiterados.
Así, la
tenacidad de su discurso público contrasta marcadamente con la cobardía y la
pasividad ejercida en cuanto a la toma de políticas reformistas al interior de
la institución que gobierna.
Da la impresión
(siempre infundada, al igual que todas las impresiones) que el Papa argentino
no le ha tomado el peso a las denuncias de tales aberraciones, prefiriendo
resguardar la cómoda amistad y compañerismo florecida con algunos clérigos en
sus años de juventud antes que disponer los antecedentes de los victimarios a
la justicia ordinaria para facilitar el esclarecimiento de los delitos. Pero
dicha impresión sólo aborda un plano humano, meramente psicológico, casi individual.
La Iglesia
Católica también es parte del sistema. Todos sabemos que actualmente (y es muy
probable que siempre) el Vaticano, de manera similar a cualquier otra
institución político-económica, ha estado atravesada por intereses creados, por
poderes no-dichos, por manos inconfesables manos negras. Lo que se expresa en
el discurso es sólo lo que vemos, lo evidente. E incluso en ese mismo discurso,
durante muchas décadas ( discurso emergido incipientemente los años posteriores
a la Rerum Novarum y manifestándose con real fuerza sólo después de Vaticano
II), hemos presenciado un parpadeo inconsecuente, una batalla no declarada,
entre los defensores de un conservadurismo radical, lacayo de poderes
económicos y de valores obsoletamente descarados, y quienes abogan por una
Iglesia nueva, abierta a la periferia geopolítica, comprometida con visibilizar
las demandas de los excluidos, compañera en la causa de los sufrientes, en fin,
lectora de los signos de los tiempos.
Esta última
mirada más sistémica, menos ingenua, logra hacernos apreciar el carácter
institucional de la Iglesia y con ello también sus pugnas internas. Pugnas que
van desde aspectos valóricos hasta beneficios económicos, desde visiones
metafísicas y doctrinales hasta deseos de conservación política. De esta manera, no es Francisco quien por su
propia persona (lidad), por ceder a la carga paralizadora de deudas emocionales,
por transformarse en una víctima más de un residual fantasma relacionado con
otro tipo de abuso de poder, no haya podido realizar un cambio concreto y
radical dentro de la estructura de la Iglesia. Más bien es al revés: la Iglesia
misma, la institución más sangrienta y macabra de la historia de
Occidente, la que elevó por siglos pompas
de esperanza universal mientras se llenaba los labios con la espuma rabiosa de
un resentimiento inconfesable, es la que impide esa transformación debido a la
primacía de un conservadurismo histórico que aún se mantiene dentro de su alta
jerarquía. Francisco, así, sólo es un peón más dentro del tablero político actual del Vaticano. Hace lo que debe hacer en la medida de lo posible, en su actuar limitado e incluso servicial, en la proyección de una imagen y en la impermeabilidad de una estructura.
Humano,
demasiado humano: Francisco, el jesuita, no alcanza.
2 comentarios:
Un magnifico análisis con la policromia que amerita el tema y tal vez humildemente corregiria el calificativo de peón al de un caballo
que obliga con disculpas poco convincentes a sortear frases que lo exponen políticamente incorrecto.El dogma de su infalibilidad desaparece inevitablemente, entonces,no habria que modificar centenarias y obsoletas normas por el bien de la iglesia?
Sí, tienes razón, Elsa. Francisco no tiene la dignidad y sencillez de un peón de ajedrez, sino más bien la extraña función de un caballo que salta sobre las problemáticas y desafíos que le son demandados a la institución que dirige.
En cuanto al dogma de la infalibilidad papal, ésta opera, según el edicto de segunda mitad del Siglo XIX, sólo cuando el Sumo Pontífice habla "Ex Catedra". Esto es, cuando lo hace para todos los fieles de la Iglesia, a sabiendas del carácter definitivo de sus palabras y supuestamente iluminado por el Espíritu Santo. Como ya he dicho en otras ocasiones, me parece que es uno de los dogmas más absurdos, soberbios y autoritarios concebidos en la historia de la modernidad. Ya le valdría bien a la Iglesia practicar lo que predicó en el Concilio Vaticano II: aprender a leer los signos de los tiempos.
Un beso transcordillerano para ti!
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