viernes, 20 de marzo de 2020

Coronavirus: el virus de lo otro



El carácter pandémico del Covid-19 ha generado un proceso de reacción a escala mundial tan inesperado como (aún) inaprehensible. Al final, de eso se trata: de un virus inesperado e inaprehensible. Su constitución consiste en ser un agente externo que se activa introduciéndose, una otredad radical capaz de erosionar toda estructura preconcebida por abastecerse de ella, mermando, así, la operatividad del andamiaje y la funcionalidad del sistema. Merma la operatividad del andamiaje físico, pero también económico; merma la funcionalidad del sistema inmune, pero también capitalista. Un virus que, como parásito aferrado a una arteria, succiona todo tipo de podredumbre antes confundida con la vida. Por eso se puede afirmar que el Covid-19 es mucho más que un virus exclusivamente biológico: porque no su presencia no se manifiesta como una bacteria a destruir, sino como un agente externo que, internalizado en los códigos de lo biológico y lo social, demanda su asimilación en lugar de su destrucción, demanda su plasmación en la historia y no la exhortación de un grito histérico. En una palabra, el coronavirus nos propone convivir con él. Proposición obligada, puede ser, pero cuyos aprendizajes nos enaltecerán a todos. Mal que mal, eso es lo que hacemos día tras día, desde nuestra cuarentena declarada o desde nuestro confinamiento voluntario: asimilar las prácticas sociales, laborales, comunitarias que ha impuesto el virus desde un “afuera” que jamás pudimos vaticinar ni, menos ahora, controlar.


Una catástrofe, etimológicamente hablando, se define por su poder de poner abajo lo que estaba arriba y viceversa. Las catástrofes transgreden cualquier orden preestablecido, denotando lo artificioso y frágil de tal orden. Ellas traen aparejado un inmediato sentimiento de vértigo temeroso y, a veces, hasta de terror. Uno debe controlarse por todo aquello que no puede controlar: respiramos. Como si, a primera vista,  el ser humano prefiriera cualquier tipo de estabilidad, por asfixiante, fatigosa y deprimente que sea en lugar de mirar a los ojos lo horrible del caos. En este caso, en una primera instancia preferíamos la cultura capitalista y el modelo neoliberal basados en el principio de “acumulación por desposesión” (acumulación material y financiera de algunos pocos y desposesión imaginativa, energética, territorial y corporal sobre la vida de muchos) antes que la dignidad de habitar y respirar en medio de la catástrofe. Pero eso sólo se da a primera vista. Después viene lo real.


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Es cierto, todos hemos escuchados que el ser humano es un animal de costumbres; sobre todo cuando nos hemos acostumbrado a decirlo. Sin embargo, ¿acaso podemos decir que en pleno siglo XXI, donde impera la dictadura de la técnica y las guerras de desinformación, donde reflorecen imaginarios sociales y luchas estético-políticas precisamente destinadas a combatir contra dichas dictaduras y guerras, acaso podemos decir que en este mundo, secuestrado por el rendimiento antropológico y por la hiperproducción económica, seguimos siendo humanos tal cual los que habitaron otras épocas y que, incluso hoy, habitan otras geografías? ¿Acaso podemos hablar, más que de un solo mundo, de una sola especie humana? ¿No será la misma ciencia y los porvenires de esperanzas pasadas, religiosas e ilustradas por igual (teleológicas), redentoras y libertarias por igual (morales), lo que nos ha hecho converger en este ocaso técnico del siglo XXI, cuyo máximo descubrimiento y opera prima justamente es el ser humano? A lo que voy: si algo nos enseña la irrupción catastrófica del Covid-19 es justamente la intempestividad del nuevo mundo que emerge tras él. Y ese nuevo mundo necesita seres más que humanos dispuestos a convivir entre sí, sin negarse, y dispuestos a abrirse hacia lo otro, sin someterse: seres que, dentro de su incertidumbre radical, superen toda atadura biológica y sean capaces de devenir desde sus cuerpos hacia una potencia rebasante de todo acto: devenir devenir, nunca proyecto porvenir.


De ahí que los modos conservadores, individualistas y debilitadores de la vitalidad ¿humana?, emparentados con un cuidado paranoico de uno mismo en oposición a la otredad antes que con un cuidado de sí mismo en convivencia con el otro, hoy se condenen pública y transversalmente. La paradoja reside en la fuerza de lo común que vibra al interior del aislamiento. No nos aislamos para que, en este oleaje infinito de la marea, podamos descansar lo máximo posible con el fin de luego volver a la carga, al estrés laboral, a la rutina despiadada, a la política de instituciones caducas, a la economía sobrexplotadora de los trabajadores, de la naturaleza y colonizadora de toda fuerza, a los medios de comunicación alienantes, al hedonismo consumista, a la mano invisible de un mercado y una cultura que ha reducido el resplandor estético de los cuerpos a una mercancía más dentro del porno o del sistema de salud biologicista y privado…privado de rostro y de imaginación. El aislamiento gatilla una conexión con otra temporalidad. El tiempo rutinario se diluye y parpadea, el cuidado de la comunidad busca vibrar en cada fibra, el teletrabajo nos explota desde otra perspectiva pero, gracias a esa nueva perspectiva, posibilita una posición distinta: un modo de ver, un darse cuenta y un no volver atrás. En fin, hasta el momento las nuevas prácticas de confinamiento reportan desde ya una lucha contra los modelos de normalización, contra la naturalización del mismo ser humano en cuanto animal de carga. Eso será lo real en la medida que convivamos con el virus y entre nosotros mismos.


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La filosofía no da soluciones; habita en la respuesta infinita a un puñado de preguntas. La solución ante el coronavirus no pasa por pensar en soluciones, sino en asumir su presencia no-humana que, desde fuera del sistema mismo forjado por nuestro compañerismo. La solución no es más que una salida: la que, antes de salir, viene a poner en jaque nuestra propia humanidad, nuestra cultura de la técnica y del cálculo, de la explotación de los humanos, de la naturaleza y del tiempo. La solución pasa por convivir con el virus desde una soledad que bien podría ser la más audaz de las compañeras: el impulso de lo común. 


Hoy comamos y vivamos y cantemos y bailemos, que mañana ayunaremos. Mejor: hagámoslo siempre, potenciando la imaginación, imaginando la potencia, trascendiendo nuestros límites en apertura hacia el acontecimiento de lo otro distinto a un mañana, hacia la revolución del tiempo o hacia el virus, hacia ese virus que hoy revoluciona el tiempo.

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