El carácter
pandémico del Covid-19 ha generado un proceso de reacción a escala mundial tan
inesperado como (aún) inaprehensible. Al final, de eso se trata: de un virus
inesperado e inaprehensible. Su constitución consiste en ser un agente externo
que se activa introduciéndose, una otredad radical capaz de erosionar toda estructura
preconcebida por abastecerse de ella, mermando, así, la operatividad del
andamiaje y la funcionalidad del sistema. Merma la operatividad del andamiaje
físico, pero también económico; merma la funcionalidad del sistema inmune, pero
también capitalista. Un virus que, como parásito aferrado a una arteria,
succiona todo tipo de podredumbre antes confundida con la vida. Por eso se
puede afirmar que el Covid-19 es mucho más que un virus exclusivamente
biológico: porque no su presencia no se manifiesta como una bacteria a
destruir, sino como un agente externo que, internalizado en los códigos de lo
biológico y lo social, demanda su asimilación en lugar de su destrucción,
demanda su plasmación en la historia y no la exhortación de un grito histérico.
En una palabra, el coronavirus nos propone convivir con él. Proposición
obligada, puede ser, pero cuyos aprendizajes nos enaltecerán a todos. Mal que
mal, eso es lo que hacemos día tras día, desde nuestra cuarentena declarada o
desde nuestro confinamiento voluntario: asimilar las prácticas sociales,
laborales, comunitarias que ha impuesto el virus desde un “afuera” que jamás
pudimos vaticinar ni, menos ahora, controlar.
Una catástrofe,
etimológicamente hablando, se define por su poder de poner abajo lo que estaba arriba y viceversa. Las catástrofes transgreden
cualquier orden preestablecido, denotando lo artificioso y frágil de tal orden.
Ellas traen aparejado un inmediato sentimiento de vértigo temeroso y, a veces,
hasta de terror. Uno debe controlarse por todo aquello que no puede controlar:
respiramos. Como si, a primera vista, el
ser humano prefiriera cualquier tipo de estabilidad, por asfixiante, fatigosa y
deprimente que sea en lugar de mirar a los ojos lo horrible del caos. En este
caso, en una primera instancia preferíamos la cultura capitalista y el modelo
neoliberal basados en el principio de “acumulación por desposesión” (acumulación
material y financiera de algunos pocos y desposesión imaginativa, energética, territorial
y corporal sobre la vida de muchos) antes que la dignidad de habitar y respirar
en medio de la catástrofe. Pero eso sólo se da a primera vista. Después viene
lo real.
Es cierto, todos
hemos escuchados que el ser humano es un animal de costumbres; sobre todo
cuando nos hemos acostumbrado a decirlo. Sin embargo, ¿acaso podemos decir que en
pleno siglo XXI, donde impera la dictadura de la técnica y las guerras de desinformación,
donde reflorecen imaginarios sociales y luchas estético-políticas precisamente destinadas
a combatir contra dichas dictaduras y guerras, acaso podemos decir que en este
mundo, secuestrado por el rendimiento antropológico y por la hiperproducción
económica, seguimos siendo humanos tal cual los que habitaron otras épocas y
que, incluso hoy, habitan otras geografías? ¿Acaso podemos hablar, más que de
un solo mundo, de una sola especie humana? ¿No será la misma ciencia y los
porvenires de esperanzas pasadas, religiosas e ilustradas por igual
(teleológicas), redentoras y libertarias por igual (morales), lo que nos ha
hecho converger en este ocaso técnico del siglo XXI, cuyo máximo descubrimiento
y opera prima justamente es el ser humano? A lo que voy: si algo nos enseña la
irrupción catastrófica del Covid-19 es justamente la intempestividad del nuevo
mundo que emerge tras él. Y ese nuevo mundo necesita seres más que humanos
dispuestos a convivir entre sí, sin negarse, y dispuestos a abrirse hacia lo
otro, sin someterse: seres que, dentro de su incertidumbre radical, superen
toda atadura biológica y sean capaces de devenir desde sus cuerpos hacia una
potencia rebasante de todo acto: devenir devenir, nunca proyecto porvenir.
De ahí que los
modos conservadores, individualistas y debilitadores de la vitalidad ¿humana?,
emparentados con un cuidado paranoico de uno mismo en oposición a la otredad antes
que con un cuidado de sí mismo en convivencia con el otro, hoy se condenen
pública y transversalmente. La paradoja reside en la fuerza de lo común que
vibra al interior del aislamiento. No nos aislamos para que, en este oleaje
infinito de la marea, podamos descansar lo máximo posible con el fin de luego
volver a la carga, al estrés laboral, a la rutina despiadada, a la política de
instituciones caducas, a la economía sobrexplotadora de los trabajadores, de la
naturaleza y colonizadora de toda fuerza, a los medios de comunicación
alienantes, al hedonismo consumista, a la mano invisible de un mercado y una
cultura que ha reducido el resplandor estético de los cuerpos a una mercancía
más dentro del porno o del sistema de salud biologicista y privado…privado de
rostro y de imaginación. El aislamiento gatilla una conexión con otra
temporalidad. El tiempo rutinario se diluye y parpadea, el cuidado de la
comunidad busca vibrar en cada fibra, el teletrabajo nos explota desde otra
perspectiva pero, gracias a esa nueva perspectiva, posibilita una posición
distinta: un modo de ver, un darse cuenta y un no volver atrás. En fin, hasta
el momento las nuevas prácticas de confinamiento reportan desde ya una lucha
contra los modelos de normalización, contra la naturalización del mismo ser
humano en cuanto animal de carga. Eso será lo real en la medida que convivamos
con el virus y entre nosotros mismos.
3
La filosofía no
da soluciones; habita en la respuesta infinita a un puñado de preguntas. La
solución ante el coronavirus no pasa por pensar en soluciones, sino en asumir
su presencia no-humana que, desde fuera del sistema mismo forjado por nuestro
compañerismo. La solución no es más que una salida: la que, antes de salir,
viene a poner en jaque nuestra propia humanidad, nuestra cultura de la técnica
y del cálculo, de la explotación de los humanos, de la naturaleza y del tiempo.
La solución pasa por convivir con el virus desde una soledad que bien podría
ser la más audaz de las compañeras: el impulso de lo común.
Hoy comamos y
vivamos y cantemos y bailemos, que mañana ayunaremos. Mejor: hagámoslo siempre,
potenciando la imaginación, imaginando la potencia, trascendiendo nuestros
límites en apertura hacia el acontecimiento de lo otro distinto a un mañana, hacia la revolución del tiempo o
hacia el virus, hacia ese virus que hoy revoluciona el tiempo.
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