En un mundo
dominado por la vulgaridad del sentido común parece bastante normal el que
entablemos constantemente relaciones intersubjetivas sin reparar en el plano de
complejidades que se esconden tras ellas. En efecto, cuando nos dirigimos hacia
otra persona, ya sea a través de una conversación sustentada en la significación del lenguaje o bien en un
gesto de cariño expresado por medio de un abrazo, creemos que somos
comprendidos por dicha persona que recepciona nuestro mensaje, que en la danza
armoniosa del debate, que en la tierna fricción de las pieles, todo el acto
comunicativo se consuma. Sin embargo, resulta tan problemático como imposible
saber de modo absoluto (eso que en filosofía moderna se llama de forma “apodíctica”)
si esa otra persona posee en su interioridad un “yo-para-sí” tal cual como el “yo-para-mí”
que ciertamente me constituye. Es decir, nada sabemos de la interioridad de ése
prójimo: en el ardor de la conversación, en el sutil encuentro de un abrazo,
bien puede ser que me esté relacionando con meros objetos, con autómatas
capaces de dominar a la perfección la lógica del discurso, autómatas capaces de
levantar una emotividad falsaria en la calidez del abrazo, y también capaces de
hacer de ambos eventos una farsa con tal de engañarnos, con tal de hacernos
creer que no estamos solos, que no yacemos encerrados en nuestra conciencia.
Ante la
envergadura de aquel problema solipsista, el cual descansa claramente en la
rigurosa dicotomía moderna de sujeto – objeto, Sartre propone dos vías de escape
que residen en la experiencia emocional a la hora de ser observado por un otro:
la vergüenza y el orgullo. Estas vías de salida al solipsismo si bien no lo
superan desde el plano racional, sí lo hacen desde el vivencial: son el
testimonio que viene a dar cuenta de que la mirada del prójimo se compone de un
trasfondo, de una subjetividad, de una interioridad, que me envuelve y arrebata.
Así, en la
experiencia de la vergüenza es justamente el prójimo que me observa quien creo que
tiñe su mirada de un desdén hacia mi persona, puesto que dicha mirada se
encuentra totalizando un simple plano de mí que no deseo que se identifique
plenamente conmigo mismo. La vergüenza es un sentimiento de inferioridad ante
la mirada del otro, pero cuyo deseo del avergonzado se compone de una
aspiración a la igualdad: sólo se avergüenza quien le concede al prójimo un
lugar de superioridad transitorio producto de un error, de una caída, de algo
que infelizmente es parte mío pero que no debería serlo, o por lo menos que siendo
parte mío no es sinónimo exacto de mí, que no me agota ni reduce a su
significación.
En contraste, en
la experiencia del orgullo yo mismo he reducido mi ser a aquello que el prójimo
deseo que contemple. Y es eso que él deseo que contemple, un elemento con el
cual me identifico, lo que, con añoranza, debe permanecer en su interioridad.
El orgullo es un sentimiento de superioridad ante el otro, pero el cual se
funda en la igualdad puesto que sólo puedo sentir orgullo ante aquellas
personas que poseen el “valor” de comprender el sentido de lo que me
enorgullece, o sea, sólo siento orgullo en tanto yo mismo considero valiosas a
dichas personas en las cuales habitará mi orgullo. Por ende, en este último
aspecto, también tiende a ser transitorio, al igual que la vergüenza.
En resolución,
ambos sentimientos extremos, el de la vergüenza y el del orgullo, presuponen de
alguna manera la interioridad del prójimo ante el cual me avergüenzo o ante el
cual me enorgullezco y, por ello, se vuelven una forma de escape del
solipsismo, ya que tal prójimo no sólo se torna mero receptor de aquellos
afectos –la vergüenza y el orgullo-, sino que se alza como la razón de ser
misma, la raíz profunda desde donde emanan tales padecimientos. En otras
palabras, la inmediatez del orgullo y de la vergüenza, la posesión de la cual
soy presa por tales afecciones anímicas capaces de consumir momentáneamente mi “yo”,
sólo son posibles en cuanto derivan de la eventual interioridad de un semejante
que es concebido por mí en calidad de prójimo, es decir, como constitutivamente
igual a mí. Por ende, no sólo desde el lugar de la cotidianeidad del sentido
común el solipsismo se presenta como un absurdo, sino que también lo hace desde
el plano de nuestros padecimientos afectivos, padecimientos afectivos que cuentan
por condición necesaria el conceder, incluso antes de que nos pregunten, el
espacio a la intersubjetividad.
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