lunes, 23 de marzo de 2015

Sobre el solipsismo. Vergüenza y orgullo como vías de escape.

En un mundo dominado por la vulgaridad del sentido común parece bastante normal el que entablemos constantemente relaciones intersubjetivas sin reparar en el plano de complejidades que se esconden tras ellas. En efecto, cuando nos dirigimos hacia otra persona, ya sea a través de una conversación sustentada en  la significación del lenguaje o bien en un gesto de cariño expresado por medio de un abrazo, creemos que somos comprendidos por dicha persona que recepciona nuestro mensaje, que en la danza armoniosa del debate, que en la tierna fricción de las pieles, todo el acto comunicativo se consuma. Sin embargo, resulta tan problemático como imposible saber de modo absoluto (eso que en filosofía moderna se llama de forma “apodíctica”) si esa otra persona posee en su interioridad un “yo-para-sí” tal cual como el “yo-para-mí” que ciertamente me constituye. Es decir, nada sabemos de la interioridad de ése prójimo: en el ardor de la conversación, en el sutil encuentro de un abrazo, bien puede ser que me esté relacionando con meros objetos, con autómatas capaces de dominar a la perfección la lógica del discurso, autómatas capaces de levantar una emotividad falsaria en la calidez del abrazo, y también capaces de hacer de ambos eventos una farsa con tal de engañarnos, con tal de hacernos creer que no estamos solos, que no yacemos encerrados en nuestra conciencia.

Ante la envergadura de aquel problema solipsista, el cual descansa claramente en la rigurosa dicotomía moderna de sujeto – objeto, Sartre propone dos vías de escape que residen en la experiencia emocional a la hora de ser observado por un otro: la vergüenza y el orgullo. Estas vías de salida al solipsismo si bien no lo superan desde el plano racional, sí lo hacen desde el vivencial: son el testimonio que viene a dar cuenta de que la mirada del prójimo se compone de un trasfondo, de una subjetividad, de una interioridad, que me envuelve y arrebata.

Así, en la experiencia de la vergüenza es justamente el prójimo que me observa quien creo que tiñe su mirada de un desdén hacia mi persona, puesto que dicha mirada se encuentra totalizando un simple plano de mí que no deseo que se identifique plenamente conmigo mismo. La vergüenza es un sentimiento de inferioridad ante la mirada del otro, pero cuyo deseo del avergonzado se compone de una aspiración a la igualdad: sólo se avergüenza quien le concede al prójimo un lugar de superioridad transitorio producto de un error, de una caída, de algo que infelizmente es parte mío pero que no debería serlo, o por lo menos que siendo parte mío no es sinónimo exacto de mí, que no me agota ni reduce a su significación.

En contraste, en la experiencia del orgullo yo mismo he reducido mi ser a aquello que el prójimo deseo que contemple. Y es eso que él deseo que contemple, un elemento con el cual me identifico, lo que, con añoranza, debe permanecer en su interioridad. El orgullo es un sentimiento de superioridad ante el otro, pero el cual se funda en la igualdad puesto que sólo puedo sentir orgullo ante aquellas personas que poseen el “valor” de comprender el sentido de lo que me enorgullece, o sea, sólo siento orgullo en tanto yo mismo considero valiosas a dichas personas en las cuales habitará mi orgullo. Por ende, en este último aspecto, también tiende a ser transitorio, al igual que la vergüenza.


En resolución, ambos sentimientos extremos, el de la vergüenza y el del orgullo, presuponen de alguna manera la interioridad del prójimo ante el cual me avergüenzo o ante el cual me enorgullezco y, por ello, se vuelven una forma de escape del solipsismo, ya que tal prójimo no sólo se torna mero receptor de aquellos afectos –la vergüenza y el orgullo-, sino que se alza como la razón de ser misma, la raíz profunda desde donde emanan tales padecimientos. En otras palabras, la inmediatez del orgullo y de la vergüenza, la posesión de la cual soy presa por tales afecciones anímicas capaces de consumir momentáneamente mi “yo”, sólo son posibles en cuanto derivan de la eventual interioridad de un semejante que es concebido por mí en calidad de prójimo, es decir, como constitutivamente igual a mí. Por ende, no sólo desde el lugar de la cotidianeidad del sentido común el solipsismo se presenta como un absurdo, sino que también lo hace desde el plano de nuestros padecimientos afectivos, padecimientos afectivos que cuentan por condición necesaria el conceder, incluso antes de que nos pregunten, el espacio a la intersubjetividad.

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