miércoles, 6 de mayo de 2015

Sobre "Los embajadores" de Holbein.

Los embajadores (1533), Holbein el Joven .


Allí están. Se despliegan orgullosamente ante nuestra vista. Sí, allí están. ¿Quiénes? Nosotros. Todo de lo que la Modernidad occidental se ha jactado, todo lo que piedra por piedra construimos yace simbolizado en esta obra de Holbein el Joven. No sólo se encuentran dispuestos en plena evidencia los dos embajadores que, instalados desde las coordenadas epocales del Renacimiento europeo y sus políticas tanto expansionistas como imperialistas, tienen al mundo entre sus pertenencias. También cuentan entre ellas con los avances que la humanidad había forjado hasta dicha época como es el caso del conocimiento científico y de las expresiones artísticas. Así, ante nuestros ojos desfilan, por ejemplo, desde valores técnicos como el control del tiempo representado por el reloj de sol hasta el conocimiento del cosmos representado por el globo de constelaciones; desde corpus teóricos como el orden matemático de las partituras musicales hasta el laúd en tanto encarnación del placer de la música. Todo en esta obra es ostentación, regocijo, autosatisfacción. Es el poder del hombre, un poder-ver y un poder-hacer, el que se manifiesta en cuanto lugar de primacía. Así, no deja de resultar certera la posición que ocupa el crucifijo, arriba y a la izquierda, perdido entre las sinuosidades de los pliegues de la cortina como simbolismo de la pérdida de centralidad del mensaje y la práctica cristiana. En efecto, el hombre ha usurpado su lugar, ha desplazado, gracias a la política y a la Iglesia, gracias al conocimiento y a las artes, a un sitio meramente ornamental, aparentemente insignificante dentro de la obra,  la verdad sobre el sentido de Cristo, convirtiéndose en un detalle irrelevante o un adorno desgastado que sólo por medio de un olvidadizo descuido ha tenido la suerte de aparecer. El Cristo de la Pasión, el del crucifijo sangriento, el que consuma su discurso por medio de sus actos, ha quedado casi invisibilizado.

Sin embargo, si prestamos atención, hay otro elemento que configura el cuadro desde la centralidad inferior. Se trata de un cráneo pintado bajo la técnica del anamorfosis (técnica consistente en la desfiguración cóncava o convexa de una imagen). Este cráneo es, sin duda, el símbolo escondido que le da consistencia a todo el cuadro a nivel significativo. Simbólicamente hablando -sobre todo en la tradición pictórica renacentista- la representación del cráneo posee la lectura unívoca de ser un “memento mori”, es decir, un recordatorio de la muerte, de la finitud humana, del irremediable vacío en el cual devendrá todo lo que es esta vida. De esta manera, el cuadro se transforma en una denuncia. Denuncia de la vanidad de toda nuestra existencia. Denuncia del trágico e inútil camino de la ciencia y las artes cuando son manipuladas como meros objetos de pertenencia. Denuncia del carácter perecedero de toda cultura y del mundo en tanto posesión.

¿Y qué es lo que hay detrás de la cortina? Quizás lo que mora al otro lado de la vida (¿Dios?) sólo lo podamos ver desde otra perspectiva: inocentemente desnudos y desprovistos de toda petulancia; en soledad con lo incomunicable de nuestra propia experiencia y diciéndole adiós a las posesiones de este mundo.

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