Los embajadores (1533), Holbein el Joven . |
Allí están. Se despliegan orgullosamente ante nuestra vista.
Sí, allí están. ¿Quiénes? Nosotros. Todo de lo que la Modernidad occidental se
ha jactado, todo lo que piedra por piedra construimos yace simbolizado en esta
obra de Holbein el Joven. No sólo se encuentran dispuestos en plena evidencia
los dos embajadores que, instalados desde las coordenadas epocales del
Renacimiento europeo y sus políticas tanto expansionistas como imperialistas, tienen
al mundo entre sus pertenencias. También cuentan entre ellas con los avances que la
humanidad había forjado hasta dicha época como es el caso del conocimiento
científico y de las expresiones artísticas. Así, ante nuestros ojos desfilan,
por ejemplo, desde valores técnicos como el control del tiempo representado por
el reloj de sol hasta el conocimiento del cosmos representado por el globo de
constelaciones; desde corpus teóricos como el orden matemático de las
partituras musicales hasta el laúd en tanto encarnación del placer de la música. Todo en esta obra es ostentación, regocijo, autosatisfacción. Es el poder
del hombre, un poder-ver y un poder-hacer, el que se manifiesta en cuanto lugar
de primacía. Así, no deja de resultar certera la posición que ocupa el
crucifijo, arriba y a la izquierda, perdido entre las sinuosidades de los
pliegues de la cortina como simbolismo de la pérdida de centralidad del mensaje
y la práctica cristiana. En efecto, el hombre ha usurpado su lugar, ha
desplazado, gracias a la política y a la Iglesia, gracias al conocimiento y a
las artes, a un sitio meramente ornamental, aparentemente insignificante dentro
de la obra, la verdad sobre el sentido
de Cristo, convirtiéndose en un detalle irrelevante o un adorno desgastado que
sólo por medio de un olvidadizo descuido ha tenido la suerte de aparecer. El
Cristo de la Pasión, el del crucifijo sangriento, el que consuma su discurso
por medio de sus actos, ha quedado casi invisibilizado.
Sin embargo, si prestamos atención, hay otro elemento que
configura el cuadro desde la centralidad inferior. Se trata de un cráneo
pintado bajo la técnica del anamorfosis (técnica consistente en la
desfiguración cóncava o convexa de una imagen). Este cráneo es, sin duda, el
símbolo escondido que le da consistencia a todo el cuadro a nivel
significativo. Simbólicamente hablando -sobre todo en la tradición pictórica
renacentista- la representación del cráneo posee la lectura unívoca de ser un
“memento mori”, es decir, un recordatorio de la muerte, de la finitud humana,
del irremediable vacío en el cual devendrá todo lo que es esta vida. De esta
manera, el cuadro se transforma en una denuncia. Denuncia de la vanidad de toda
nuestra existencia. Denuncia del trágico e inútil camino de la ciencia y las
artes cuando son manipuladas como meros objetos de pertenencia. Denuncia del carácter perecedero de toda cultura y del mundo en tanto posesión.
¿Y qué es lo que hay detrás de la cortina? Quizás lo que
mora al otro lado de la vida (¿Dios?) sólo lo podamos ver desde otra
perspectiva: inocentemente desnudos y desprovistos de toda petulancia; en soledad
con lo incomunicable de nuestra propia experiencia y diciéndole adiós a las posesiones de este mundo.
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