"La vocación de San Mateo" (1599) de Caravaggio. |
La
llamada es sutil pero decisiva. El dedo de Cristo se alza en un movimiento
sublime, ingrávido, de sagrada eternidad. La cita que ejecuta Caravaggio en
pleno tiempo de la Contrarreforma tiene por origen, obviamente, al Miguel Ángel
de la Capilla Sixtina. No es casualidad, entonces, que junto a Cristo, como protegiendo
su cuerpo de cualquier mirada banal y curiosa por parte del espectador, se
halle la figura de Pedro, representante de la Iglesia Católica, quien con un
gesto mucho más tosco y mundano, también indica con el dedo a Mateo.
Más
arriba, la luz desciende en diagonal desde algún lugar sin nombre otorgándole
al cuadro su arquitectura profunda en contraste con el fondo sombrío.
Adivinamos que Mateo, hasta antes de ese momento luminoso, se mantenía en la
oscura labor de la recaudación de impuestos que absorbía, tal cual como dos de
sus compañeros de mesa, el sentido de su existencia. Sin embargo, ahora Mateo es
interpelado por un acontecimiento trascendente. Sin buscarlo, él mismo se ha
encontrado gracias a la llamada que ilumina su camino. Sin buscarlo, el propio
Mateo, incrédulo en un comienzo, temblando de dudas después y finalmente
naciendo de nuevo y para siempre, consuma su autenticidad: el vivir desde sí
mismo ya no en relación instrumental y cosificadora con los otros a través del
dinero, sino el vivir desde sí mismo en gratuita confianza hacia el sobresentido
revelado. Así, quizás Mateo venga a
encarnar el vaciamiento más radical, el salto más riesgoso, el giro más
drástico de todos los apóstoles: su existencia manifiesta una torsión absoluta en
el tránsito abrupto que va desde las comodidades materiales y del afán de recolección económica hacia la espiritualidad de su apuesta. Mateo es capaz de acoger
dentro de su alma eso que lo rebasa; Mateo es capaz de lo imposible; Mateo es
capaz de Dios.
Por ello,
por su carácter inanticipable e incontrolable, por ello, por la capacidad de
irrumpir en la cotidianeidad más burda e inesperada, bien podemos afirmar que
esta obra de Caravaggio retrata con una belleza extremadamente realista un
fenómeno extremadamente metafísico, un fenómeno irretratable: la singularidad incomunicable
de todo acontecimiento. Es decir, detrás de un motivo religioso, detrás de una
técnica prodigiosa, detrás de una inmediatez visual que le confiere a esta obra
una naturalidad fuera de serie, está latiendo todo lo que supera al lenguaje y
a cualquier explicación arraigada desde nuestra propia e ingenua autonomía: el
acontecimiento como la posibilidad de ser creados, cuando menos lo pensemos,
por un Otro que siempre nos excede. Llámese Dios o acontecimiento.
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