viernes, 5 de febrero de 2016

Sobre la amistad y el enamoramiento.

Según el gran pensador francés Maurice Blanchot en el fenómeno de la amistad, al contrario que en la experiencia del enamoramiento, no hay flechazo.

Esto significa que la amistad ocurriría por un soterrado despliegue temporal, por una silenciosa y subyacente comunión entre los amigos antes que por la irrupción de un encantamiento posible de ser identificado en el tiempo por dichos amigos. En el inicio de la amistad no hay pruebas. La amistad, por ende, llega siempre antes que nosotros: cuando somos conscientes de que el prójimo se ha transformado en nuestro amigo la amistad ya se había forjado. ¿Cómo? Por sí misma. A lo más, podemos alzarnos como testigos del inicio de la amistad y nunca podemos afirmar con propiedad desde cuándo somos amigos de aquella persona. En el inicio de la amistad ocupamos un mero rol de actores secundarios. La amistad se autorrealiza. El inicio de la amistad no se elige; nuestra constatación sobre el amigo siempre nos sorprende. No es usual saber desde qué momento mi amigo se transformó en tal. En el fondo, al inicio de la amistad siempre llegamos con retraso. La misma alteridad que nos conforma es la que se encarga de erigir la más honesta amistad con el prójimo. Así, la amistad revela algo de maravilloso a la vez que de inquietante: nunca somos dueños a cabalidad de nosotros mismos.  

En contraste, si en la experiencia amorosa del flechazo podemos sostener que nos enamoramos de una mujer de golpe, ya sea por la significación de su belleza gestual o por el contenido inefable de su mirada inundando nuestra interioridad, esto se debe a que allí, en el enamoramiento, opera la irrupción de un evento que junto con remecernos nos obliga a responder, nos despierta y nos invita a mantenernos despiertos. La intensidad del flechazo amoroso es tal que nos sacude y, con ello, vitaliza cualquier posible cotidianeidad adormecida. En otras palabras, gracias al enamoramiento toda nuestra voluntad se vuelve presa de una finalidad: la finalidad que impone el objeto deseado movilizando nuestro propio deseo hacia él. En la experiencia del enamoramiento despertamos abruptamente, y por medio de un golpe de estupefacción, desde la más desinteresada cotidianeidad hacia la voluntad obsesiva del deseo. Podemos dar cuenta de estar enamorados de ella y saber incluso el momento exacto en que se grabó aquel instante súbito en el cual adquirimos la voluntad de conquista o el reposado placer de desear contemplarla por siempre. El flechazo es, en definitiva, el punto en que nuestra vida cobra un giro radical, a la vez que la posibilidad de poder nacer de nuevo en la medida que nos abocamos a la conquista o contemplación de un prójimo que nos sobrepasa.


En resolución, ambas experiencias, la del enamoramiento y la del inicio de la amistad, si bien se contraponen en muchos de sus elementos constitutivos también dejan traslucir la propia esencia de ser y saberse afectado: la acogida de lo Otro, la capacidad de hablar el idioma de lo involuntario y romper, de modo casi irracional, con la mismidad de un hombre absorto en sus propias cavilaciones para dar paso a los acontecimientos.

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