A veces se producen paradojas.
Paradojas tan rígidamente elaboradas (¿por quién?) que se nos torna difícil
ahondar en ellas, difícil el habitar en sus intersticios, extremadamente
complejo el explorar sus aristas. Esas son las paradojas de la lógica. Por ejemplo,
Bertrand Russell y su “Paradoja del Barbero” con todas esas eventuales
soluciones de autorreferencialidad. Pero no pasan de ser un divertimento, un
divertimento que inquieta, allá a lo lejos, a ciertos jugadores de cartas bajo
la manga.
Sin embargo, hay otra clase de
paradojas tan tenues como la nieve que acaricia la mirada infantil y que, por
eso mismo, debido a su tersa ambigüedad, debido a su frágil carácter de
anunciación, no advertimos más que cuando nos detenemos con asombro en un punto
de crisis. A esas paradojas sólo las vemos allí cuando se nos nubla la vista
cotidiana, cuando el sentido común se eclipsa y perdemos la ingenuidad segura
que tan robustamente habíamos construido o nos había sido dado en el mundo de
quehaceres prácticos. Esas son las paradojas existenciales, las que nos dejan
estupefactos más allá del mero divertimento. No son, como las paradojas del
lenguaje lógico, fórmulas que dicen algo
sobre algo, sino que son paradojas encarnadas en la existencia del hombre. Estas últimas paradojas son las que implican
al sujeto en su acontecer, las que reconfiguran sus posibilidades en este mundo
y que, incluso, trastornan la raíz misma desde donde emanan los posibles
sentidos, reformulando al propio ser, aterrorizándolo en el pavor de su padecimiento
ante un sinsentido momentáneo o absoluto. Estas paradojas existenciales advienen
a nuestras espaldas, se engendran allí donde todo lo voluntario cede terreno a
una dimensión opaca que no somos capaces de prever. Son paradojas que, como diría
Kierkegaard, sólo se pueden superar dando un salto de fe y no a partir de una
discusión teórica de argumentos.
La paradoja que desgarra, la
paradoja del hombre que sale a la noche mínimamente alumbrada por el parpadeo
de estrellas que ya se desvanecen, y que, así y todo, se sigue preguntando por
el valor de una vida sin sentido, es una paradoja existencial. La paradoja que
erosiona los pilares del alma justamente yace enraizada en esos pilares mismos:
todo asombro –que es una de las modalidades que adopta el acontecimiento- es un
asombro de la existencia confrontada ante la nada, y al mismo tiempo un espacio
de nada que se acuna en la existencia para darnos, paradójicamente, una imagen
anticipada del vacío. Nada y vacío radicales en el cual nos vemos refugiados y desheredados
del flujo de una cotidianeidad adormecida, de un anestesiado sentido común que
se preocupa de cosas mundanas. Así, por ejemplo, el asombro con que se observa
la paradoja del magnífico orden del cosmos ante la falta de sentido y valor de
mi propia vida ya sin Dios, es decir, sin trascendencia, no hace más que confirmar
la fata de “necesidad” de nuestro existir. Y para que ello se muestre con tal
intensidad es necesario que nos distanciemos de esa cotidianeidad enajenante
del sentido común.
La irresolución de esta última
paradoja nos puede llevar, como a muchos lo ha hecho, al suicidio –único
problema filosóficamente relevante según Camus-, mientras que nadie se suicidaría por la
irresolución “Paradoja del Barbero” de Russell. En conclusión, el pathos de una
y otra paradoja, la afección desde la cual se encuentran motivadas, es
contrariamente divergente precisamente por sus distintas maneras de remecernos,
de implicarnos, de hacernos partícipes de ellas. Las paradojas de la lógica nos
demandan tan sólo la tonalidad anímica propia de una diversión lejana, de un
juego, mientras que las paradojas existenciales exigen la encarnación vital de
la problemática, la identificación de quien piensa y lo pensado.
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