lunes, 18 de julio de 2016

Sobre la Historia en tiempos actuales.

El mundo actual se encuentra fuertemente remecido por los efectos que se han venido desprendiendo del fenómeno de la globalización. Esta globalización no sólo trae consigo, como todos lo sabemos, la transformación de las relaciones económicas a nivel mundial, sino también la trasformación de los antiguos medios de comunicación y, con ello, de la concepción del tiempo y del espacio tanto en un estrato empírico como imaginario al interior de la vida social.

Es por lo mismo que la visión del hombre sobre su propio hogar en cuanto especie, es decir, sobre su pasado histórico tomado como memoria de largo aliento, también ha cobrado un giro. Y este giro dentro de la concepción histórica del hombre globalizado se ha caracterizado preliminarmente por agudizar una postura crítica ante la envolvente homogeneización producida por los procesos económicos y de comunicación. Si bien dichos procesos de homogeneización derivados de una economía globalizada y de la mayor conexión de los medios comunicacionales han implicado un cierto grado de aculturación, esto es, la pérdida de la identidad específica de cada cultura participante de la aldea global, también se han presentado mecanismos de resistencia como reacción a dicha presión que amenaza con homogenizar a las culturas circunscritas en el proceso de modernidad. Así, una serie de nuevas perspectivas de comprender el pasado histórico han salido a la luz, las cuales en su mayoría presentan una posición crítica ante la noción de Historia Universal y de los supuestos que ella contiene.

Interrogantes como las siguientes son las que han proliferado con mayor recurrencia: ¿Acaso podemos seguir confiando en la idea de progreso después de contemplar y sufrir las barbaries acaecidas durante el siglo XX? ¿Habrá una verdadera evolución histórica tendiente hacia la libertad y apoyada bajo la noción de racionalidad que nos oriente como especie para proseguir el camino? Y de ser así, de haber dicha evolución progresiva, ¿cómo constatarla? ¿De modo apriorístico como lo hacen algunos filósofos y religiones o a posteriori como lo podría realizar la historiografía tradicional? Y de no ser así, de ser la idea de progreso una mera entelequia, el flatus vocis de un metarrelato ya ajado, entonces ¿qué podemos hacer para no ahogarnos en este mar de sinsentido hacia el cual todos somos arrojados en tanto humanidad? Pero, es más, ¿habrá una sola humanidad con su correlato histórico de tonalidad monolítico: habrá una sola Historia Universal, habrá un solo modelo de hombre capaz de portar consigo la misma racionalidad en todo tiempo y espacio?

Dada la envergadura y actualidad de las preguntas antes planteadas creo que se torna indispensable intentar evaluar su peso y densidad, es decir, su la vibración abierta de su incertidumbre. En efecto, el fenómeno consistente en que la gran mayoría de los paradigmas históriográficos a través del siglo XX hayan tendido a estudiar la Historia bajo la dictadura de la empiria, esto es, bajo la primacía de los sucesos fácticos abalados tras la noción de “hecho histórico”, ha eclipsado la posible visión de una historia total y monolítica, con sus sentido y finalidad trascendentes a la concateación de meros hechos. Concretamente, la humanidad (que siempre fue la humanidad occidental y eurocéntrica) ha quedado desamparada a la inercia de su propio devenir y fragmentada en su composición. Aquel soporte que durante decenas de siglos otorgó la religión con su Plan Divino oculto a los ojos de los hombres, aquel optimismo especulativo que desde la modernidad temprana filósofos como Kant y Hegel representaron como una fuerza subyacente de características totalizantes y susceptible de donarle sentido a la humanidad por medio de un objetivo histórico, en fin, aquella naturaleza ascendente que gracias a la idea de progreso se concibió como una fuerza racional de la humanidad tendiente hacia una civilización universal alejada de todo primitivismo instintivo, todo eso se ve profundamente cuestionado hoy en día. Y podemos decir que tal cuestionamiento se encuentra justificado si asumimos que nos hallamos cruzados de raíz por un contexto epocal que se caracteriza tanto por la gradual retirada de las religiones de la esfera pública como por la agonía de la metafísica en los diversos círculos filosóficos.

Por lo mismo, respirar la vibración de las preguntas por la posibilidad del fin del sentido de la historia como un proyecto dirigido y dado de antemano se halla poderosamente emparentado con la muerte de Dios diagnosticada por Nietzsche, con la caída de la verdad en sentido universal y con la emergencia de los relativismos culturales y de los escepticismos epistémicos que, a lo que más aspiran en términos comunitarios, es a construir un consenso pasajero, regulador e inmerso en el flujo móvil de la historicidad misma en clave heterogénea. Este fenómeno trae consigo, en última instancia, un desplazamiento de la historicidad, el cual se basa en hacer del plano reflexivo de la disciplina historiográfica una extensión del dominio ético por sobre el epistémico. Pareciera ser, así, que el aprendizaje más elevado que nos puede brindar el saber histórico de raigambre empirista ya no será el ayudarnos a develar el sentido de la humanidad e, inductivamente, su calidad de idea rectora y verdadera, sino las enseñanzas basadas en la experiencia mundana, entitativa, óntica, de los propios aciertos y errores terrenales desplegados en diversas culturas temporalmente situadas e inconmensurables entre sí.

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