Según Joseph Moreau existe una
tradición epistemológica que se remonta desde Aristóteles en adelante la cual entiende que la noción
de verdad como concepto fuerte se encuentra determinada por la
adecuación predicativa. Esta adecuación predicativa refiere a la convergencia
entre el juicio pensado y la cosa real que es expresada en dicho juicio. Por
ejemplo, si tenemos el juicio particular y contingente de “hombre blanco” éste
juicio llega a consumarse realmente si es que en la realidad hacemos la
experiencia de enfrentarnos a la constatación sensorial de aquel hombre blanco.
La verdad contingente no correspondería, por ende, a la realidad sino al juicio
o proposición; pero a su vez la realidad vendría a coronar el juicio en el
hecho de completar intuitivamente lo mentado por él.
Así, la realidad
como espacio de experiencia propia de los sentidos no contaría con la
posibilidad de ser verdadera o falsa: la realidad simplemente es. ¿Quién podría
dudar la afección que viene a recaer sobre sus propios sentidos? En efecto, la
realidad de nuestros sentidos no puede ponerse en duda: mientras contemplamos a
lo lejos el dato sensorial de la rojez circular de un punto sobre la mesa de
nuestro comedor podemos dudar si se trata de un tomate o de una manzana, pero
no podemos dudar que hemos visto algo, que una rojez intensa está afectando a
nuestra conciencia. En otras palabras, podemos dudar del juicio que hacemos
sobre la realidad, de la manera de intelectual de llegar a la verdad de aquel
fenómeno que nos es mostrado como rojez circular (si es, por ejemplo, manzana o
tomate), pero no podemos dudar de la rojez circular misma percibida por nuestra
conciencia: hay un algo colorido que veo como imposible de ser negado.
Por lo mismo,
con la primacía irrefutable de los sentidos en tanto constitutivos de nuestra
estructura afectiva podemos decir que si bien no se garantiza el conocimiento
del mundo, de lo que éste es en sí, sí podemos garantizar la emergencia de una
manifestación anterior a cualquier juicio sobre la verdad: a través de los sentidos
se garantiza la aparición del ser. El ser, al contrario de todo objeto
quiditativo, emana como fenómeno absoluto, esto es, emana como lo más
originario de nuestra esencia y sin condicionamientos de comprobación. Dicha
emanación del ser a través de nuestra propia experiencia fenoménica corresponde
a una aperturidad, tanto del ser como de nosotros, que nos determina de manera
estructural: no somos solamente, según Heidegger, los guardianes o pastores del
ser debido a que contamos con el privilegio de ser la única especie que se
pregunta por el ser; antes que eso, somos la única especie -por sobre plantas y
animales- a la cual le aparece, le es mostrado, le es interpelado el ser en
cuanto otra cosa, en cuanto enmascaramiento y ocultación del ser mismo que lo
implica dentro de la pregunta por el ser. El ser, que siempre se nos dona a
través de la máscara del ente, se presenta antes que todo gracias a la
irrefutabilidad de la afección abierta a los fenómenos propia de nuestra constitución
sensorial.
Esa constitución
sensorial que precede a los juicios y proposiciones de la lógica y la
epistemología predicativa de raíces aristotélicas representa el terreno más
originario de todos. Un terreno de mostración antes que de demostración, un
terreno antepredicativo. El único terreno donde se hace posible el acontecer de
la vibración característica de la pregunta por el sentido oculto del ser (el
asombro) antes de verse replegada a la precariedad de una respuesta reductiva
por la verdad o falsedad de un ente.
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