Esta novela de Emilio Ramón, escrita con el pulso ágil de quien sabe
matizar la descripción coloquial con gruesas pinceladas de humor negro e,
incluso, con ciertos toques de melancolía existencial, se desarrolla dentro de
un entramado autorreferencial -y a ratos intratextual- desbordante en dulceamarga
ironía. Así, los personajes, cuya definición inicial pareciera caer en lo
estereotipado, se van revelando como la parodia que ellos mismos están
condenados a representar: parodia de proyecto de escritores, de amantes sin
amor, de poetas que retornan a la cocaína, de excursiones alcohólicas cuyos
vómitos ya no preocupan ni espantan. Entre escritores y críticos que perdieron
el rumbo al cual creían dirigirse, cayendo en el reverso sombrío de los azares
que alguna vez alumbraron sus reconocidas -y ahora irreconocibles- producciones,
muchísimos pasajes de esta novela rebosan un animus satírico: como si se
tratase de una broma, quizás, demasiado cruel e inexorablemente cierta. Por ello,
ante tal broma, no nos queda más que la honestidad de la carcajada.
De ahí que el fantasma de Bolaño, devenido cocainómano y escritor que no
escribe, sea una miserable y graciosa metáfora de algo que nunca quisimos, que
nunca querremos asumir: una poética del fracaso cuyos tropiezos resuenan, una
tras otro, en el abismo sin fondo de la carcajada. En ese sentido, el
encadenamiento de anécdotas que articula el conjunto de la novela da testimonio
de una virtud de tono menor, rizomática, donde la fuerza proviene de los
nudos de identidad de cada personaje y no de un orden episódico o entramado
profundo que brinde estructura y continuidad ascendente a la historia. Este
carácter menor, lejos de constituir un defecto, parece despejar la vía para
favorecer el que tal vez sea el punto más alucinante de esta novela: el inexplicable
vínculo que nos liga, en cuanto lectores y algo más, a tales personajes atormentados
por el irremediable advenimiento de los cuarenta años.
En efecto, la soberbia inteligente de Camilo K, escritor que busca
recuperar un reconocimiento literario y un proyecto de vida amorosa apenas
saboreados; la simpleza, estupidez y rusticidad de Chancho Seis, transformado
en escritor súper venta por la oficialidad del mercado editorial transnacional;
las intenciones sexuales que mueve al crítico Felipe Dell” Orto, quien lee
incluso menos de lo que escribe; la inteligencia aguda, aunque caída en
permanente desgracia, en trágica y traumática desgracia, de Karina Valium; el rol
silencioso y contenido del poeta Primo Juan, donde la sumisión, no obstante, se
encuentra a un paso de tocar su límite, de explotar y hacernos explotar con él;
la panza obscena y la mirada turbia en psicofármacos de Max Bodrio, poeta de
visiones privilegiadas y de suerte ominosa; todos estos personajes, hilados por
la camaradería de la frustración, resistiendo con su último aliento, y sin
saberlo ni intuirlo, a la devastación del fracaso y abrazados entre sí por la
rabia contra un neoliberalismo que algún día les prometió más de lo que les
llegó a quitar, se van volviendo íntimos, se van reflejando en nosotros y en nuestros
amigos y, quizás un tanto lastimosamente, se hacen dignos merecedores de ser
amados.
Como si se tratara de una versión B, paródica o caricaturesca, aunque no directa
o simétricamente heredera, de Los detectives salvajes, la intensidad y honestidad
de la vida, en este caso la entrega irrestricta a los miles de modos de
relacionarse con la literatura, es lo que, si bien no llega a salvar, al menos
hace que valga la pena escribir y vivir cual se tratara de un mismo y único asunto:
vivir en cuanto escritores-personajes que, en vías de ser, han quedado a la
deriva de otras imaginaciones que los retoman, usan y olvidan. En sus miserias,
en nuestras miserias, en la irónica autorreferencialidad de una novela sobre las
andanzas de escritorzuelos de mala finitud, sólo la desnudez posesa de la
carcajada, ya sea al son de una borrachera recordada al amanecer o en el insólito
extrañamiento de un viejo rockero en caída libre hacia la decadencia, podrá irrigarnos
la felicidad que algún día hizo vibrar a esta tierra de muertos. Carcajada y
desnudez, al mismo tiempo y en un único instante, capaces de reír y de hacernos
reír de nuestra propia vergüenza hasta llegar a anularla, a sublimarla, hasta transformarla
en un extraña y frágil forma de orgullo: el orgullo de leer, de escribir y de
fracasar del único modo genuino y original: con la inagotable inventiva del escritor.
Ficha técnica:
"Los muertos no escriben" de Emilio Ramón.
Novela.
258 páginas.
Editorial Los Perros Románticos.
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