miércoles, 15 de febrero de 2023

Fraseos: Envejecimiento

Manuel Álvarez Bravo, Qué chiquito es el mundo (1942).

Y cuando salíamos del trabajo, fatigados hasta la indiferencia, empezábamos a buscarnos. Nos buscábamos para perdernos y así sentir el respirar del beso amigo y fugaz. A veces también sonreíamos. Sonreíamos de verdad. Por un instante, mientras mi palma rozaba tu hombro, o entre el cosquilleo que despertaban tus dedos alrededor de mi cintura, podíamos saber que sonreíamos de verdad, como un cúmulo de niños mojados al sol o un amanecer retardado bajo las cámaras. Eran segundos de extravío que hacían estallar el universo al interior de mis mejillas. Luego nos mirábamos y, tras la intraducible torpeza de nuestros párpados, emitíamos una frase, solo una frase o un par de frases entrecortadas y mal pulidas, demasiado livianas para ser tomadas en serio, pero demasiado vergonzosas como para no ser pensadas durante las noches de insomnio y al calor del engaño parejero. Eran bromas. Nada más que bromas; nada más ni nada menos que bromas. Ademanes aislados e insignificantes, pero cuyo deseo subterráneo contaminaba la impoluta blancura de la sala de trabajo y amenazaba la tersa textura de cada sábana matrimonial. Esas tardes nos creíamos capaces de reavivar un tiempo originario que nada tenía que ver con trabajo ni roles familiares: en el efímero lazo de cada mirada, nos salvábamos del cansancio hasta hacernos resucitar en medio de este mundo. Y sólo requeríamos un par de frases titilantes, la sorpresa del gesto esperado pero siempre nuevo, la imaginación de unos cuerpos entrelazado que nunca habrían podido dar abasto (¿a qué?). Pero la gloria de la muerte -esa que nos hunde en el caos agitado tras cada pequeña muerte- sólo yace reservada para un par de amantes. Porque pese a que ambos estábamos dispuestos a arder en la caldera del deseo, hasta consumir cualquier rastro de confesión y sin temer al advenimiento de una culpa a ser pagada en infinitas cuotas, el puente en llamas que unía nuestras insinuaciones se estaba viniendo abajo: al final, envejecíamos; eso era todo, eso explicaba todo. Entonces no nos quedó más que contarnos un telepático y tranquilizador cuento: envejecíamos y punto; buscábamos el paraíso para escapar del hambre y no para sobreabundar de potencia. El cuento sería nuestra anestesia. Y durante noches y más noches, nos repetimos ese cuento, soñamos y nos atormentamos en las austeras redes de él; y lo hacíamos mientras odiábamos a quienes siempre habíamos amado; y lo fuimos volviendo una verdad, hasta convencernos de él, hasta transformarlo en una convicción y en la más profunda -pero temblorosa- de nuestras verdades. Y por eso, ahí nos quedamos, resistiendo la ilusión del "cómo te va", cerrando el paréntesis de un "bien gracias", esquivando la tartamudez de aquella conversación siempre abortada, ignorando la tristeza del "hasta mañana" tras un resignado "cuídate", apresurado el hipócrita "descansa" y el mecánico "tú también..."; ahí nos quedamos, amputando de raíz la continuación del "...ojalá que en mi hombro", no concibiendo el "y ojalá que yo en tu pecho" y nunca llegando a escribir el "juntos, contigo y juntos, aunque sea una vez, contigo, compañera."

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