Llegué a Bacalar hoy, una tarde
de enero abriéndome paso entre el sudor que acaricia la selva y el sudor que
avergüenza mi rostro. Vine a vivir una vida que no me pertenece, una vida ajena,
una vida de botes inflables, de baños en lagunas de azufre fino, de insectos
verdes que se posan sobre mi nariz, en fin, una vida que contempla desde un
balcón del hotel el horizonte sin deseo de imaginar qué hay detrás de
él. Pero no importa. A veces se debe ser otro. Y no quiero decir con ello que
esté actuando, que sea un maldito hipócrita –aunque tal vez lo sea pero no por
este motivo-, sino que a veces hay que jugar a encarnar múltiples personajes de
ficción dentro de sí mismo: si la ficción, tal cual señala Vargas-Llosa, nos
otorga la posibilidad de vivir las mil y una vidas que nos fueron negadas desarrollar,
creo que en este viaje he podido traducir dicha esencia que define la ficción a
mi propio existir, he podido sentirme extraño conmigo mismo al momento de
abrazar al nuevo amigo entre palabras fugaces, extraño al momento de sonreír a
muchachas de piernas frágilmente infinitas, extraño al momento de escuchar, con
esforzada atención, el paso del tiempo vacío. Extraño como si fuese un personaje
fruto de un invisible autor, personaje que obviamente no es dueño de sí mismo
pero que de algún modo misterioso resulta ir apropiándose de experiencias
aisladas, recortando sucesos, fotografiando fragmentos para teñirlos de un
estilo único e inconfundible.
Y en esta involuntaria novela de mi vida, en esta
construcción de no sé qué clase de Dios, Bacalar, lo que siempre ha estado
allí, emerge de sus aguas como el escenario de autenticidad. Entre un viento
que enronquece a medida que el ocaso transcurre, entre troncos curvos que
flamean como banderas de un pueblo que no necesita patria, entre la maleza del
lago que se enreda mordiendo mis piernas, Bacalar me mira a los ojos y, con
esa honestidad tibia de un vaso de leche, con esa calidez transparente de los
colores de su cielo, se acerca para susurrarme al oído palabras que hasta el momento no he logrado comprender. Bacalar me sobrepasa, es un
exceso de sentido que no logro descifrar, y justamente por ello, por ese
misterio abismal, me acompañará como nos acompañan por siempre la eterna
belleza de las cosas simples.
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