¿Habrá algo más inocente que el lenguaje? Ya Holderlin
señalaba que el rol del poeta, el cual obviamente trabaja a base de palabras,
es la más inocente de todas las ocupaciones. El lugar donde hunde sus raíces
aquella ingenua aseveración se encuentra relacionado, al parecer, con la
incapacidad del lenguaje de afectar la realidad, es decir, de transformarla.
Sin embargo, el lenguaje al mismo tiempo de ostentar esa supuesta inocencia a
la hora de influir en la realidad también puede llegar a ser el más potente
instrumento: el lenguaje al servicio de una voluntad, de una determinada
intención, de un deseo. En efecto, si, por ejemplo, a través de la violencia
física un sujeto puede forzar a otro a realizar actos en contra de su voluntad,
por medio del lenguaje, en cambio, dicho último sujeto receptor del mensaje no
sólo podría realizar ese acto sino también querer hacerlo, o sea realizarlo
voluntariamente, gracias a la persuasión. Así, el lenguaje podría ser visto en
tanto móvil que opera no sobre los hechos directamente, sino como operante en
un nivel más profundo: en la conciencia.
De esta forma, y sin ir más lejos, los regímenes totalitarios del siglo XX
supieron valerse de aquel lenguaje, a modo de relato articulador de todo un
sistema social con miras a un modelo de hombre y comunidad, para instaurar sus
modelos políticos. Más potente, más permanentemente efectivo que cualquier
violencia física, el lenguaje pesaba como el elemento central bajo el cual se
supeditaban todos los restantes: el carácter profundamente arraigado a nivel de
conciencias, capaz de hacer que un hombre se inmovilice por el terror político
o que entregue su vida por la pasión a una causa social, sólo puede ser posible
si es que el lenguaje entra en juego, sólo es posible allí donde hay discurso a
modo de relato ideológico. De ahí la imposición por parte de estos regímenes
totalitarios de lo que se conoce como “cultura oficial”, como la poética de la
política.
Seguramente Holderlin era demasiado inocente. Pero no por ser poeta.
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