La célebre afirmación de
Flaubert,“Madame Bovary soy yo”, posee ciertas complicaciones. La relación del
autor con su obra, obviamente, no es lineal ni directamente autobiográfica: no
hay casi nada en la “bio” de Flaubert que pueda asemejarse a la “grafía” de su
novela. Sin embargo, Madame Bovary es él. Entonces, ¿cuál es el sentido de esta
aseveración?
Me parece que lo que Flaubert
pretende decir a la hora de señalar dicha frase es algo que sólo se puede
entender a la luz de la densidad psicológica que se va forjando al interior del
personaje de Emma. Así, los tormentos que asedian a Emma Bovary, es decir, la
monotonía de una vida burguesa provinciana en la cual la mujer yace oprimida
por una serie de patrones sociales, despojada de cualquier realización propia
en la esfera pública, condenada a un mundo privado que se repite y reproduce
incansablemente sobre sí, producen en el alma de ella una fuerte angustia.
Angustia que si bien no podríamos calificar de existencial, pues no yace en
juego el despliegue del ser en términos universales, sí es una angustia social
debido a que precisamente descansa en el orden determinado de un conjunto de
prácticas humanas instaladas en un tiempo y espacio contingentemente
determinado. No obstante, como reacción a esta angustia social, y dada la
naturaleza subversiva del alma de Emma, ésta es capaz de buscar horizontes de sentido,
rutas de escape, puntos de fuga ante los cuales poder evadir el tedio de esa
monotonía gris configurada por su cotidianeidad. Y justamente allí aparece la
literatura romántica –las novelas de Walter Scott, por ejemplo- en tanto medio
de resistencia, en tanto lectura deseosa de ser plasmada en la realidad. Pero
si la imaginación de Emma es lo que la salva transitoriamente, lo que evita su
muerte, será su deseo el que la llevará
al ocaso final: toda voluntad de traducir en términos concretos lo que se
presentaba en las novelas, todo intento de hacer realidad con su amante,
Rodolphe, los sueños de trascendencia idílica que se expresaban estéticamente,
se desencadenarán hacia el fracaso, hacia un crudo colapso, hacia el abismo,
hacia la muerte.
Es en este punto donde se podría
enlazar la visión de Flaubert ante la sociedad burguesa de la Francia
provinciana de la primera mitad del XIX, tan repleta de miserias y
mezquindades, tan caracterizada por la vacuidad burocrática y la ingenua
creencia en el progreso, con la mirada de Emma Bovary. En efecto, lo que
Flaubert detesta es lo mismo que Emma. La diferencia, sin embargo, reside no
tanto en la lectura que hacen uno y otro, sino en la escritura: Flaubert es
capaz de escribir, Emma no. Esto significa que, desde el prisma psicoanalítico,
Flaubert puede sublimar su neurosis de un modo tal que no lo lleve al suicidio
o la locura. En cambio Emma está condenada a la realidad. Está condenada, como
alma indómita, al deseo de presenciar la encarnación del romanticismo literario
en su vida y, consecuentemente, a poner todo de sí para materializar dicho
deseo. Todo con consecuencias trágicas.
Por último -y en preliminar
conclusión- la frase que emite Flaubert, “Madame Bovary soy yo”, podría
entenderse en un sentido de semejanza psicológica. Emma Bovary comparte con él
las mismas críticas y sentimiento de odio y desprecio ante la sociedad burguesa
provinciana pero con el añadido de que Flaubert es capaz de exorcizar los
demonios que le despiertan tal sociedad transformándolos en obra de arte, o sea
-dicho muy escolarmente- es capaz de sacar un bien reconocido por otros sujetos
(la novela realista) a partir del egoísmo de un mal que vive en intimidad (el
desprecio por la realidad), todo gracias a la producción literaria. Es así que
Flaubert, padre del realismo moderno, realiza la operación de movilizar a un
no-dicho, a una dimensión que no es propiamente real, al momento de escribir su
Madame Bovary. No-dicho que se refiere a la dimensión de los instintos, del desprecio,
del tedio y del odio ante tal realidad social, pero también al posterior acto
de denuncia contra la estupidez de esa misma realidad. Por ende, si nos atenemos
a la frase de Flaubert aquí analizada, no deja de resultar curiosamente
circular que en el origen del realismo literario ya se presente este fenómeno de
represión, por un lado, y de tácita denuncia, por otro, del objeto a ser
representado: la represión de los propios instintos ante la realidad como
condición de posibilidad de la misma realidad que posteriormente se construirá
en tanto obra a ser (pre) juzgada.
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