En nuestro mundo cotidiano se suele decir que hay cosas
obvias. Cosas sobre las cuales no vale la pena preguntarse nada. Cosas que
yacen inmersas bajo la desgastada tela del sentido común, de lo evidente, de lo
presupuesto. Un beso siempre será un beso; un beso siempre remitirá al amor. Eso,
se cree, nadie lo cambiará. No obstante, si Descartes no hubiese luchado contra
tal sentido común, la filosofía moderna no se habría constituido en tal pues el
Cogito jamás se hubiese presentado,
debido a su manifiesto grado contraintuitivo, como pilar de verdad indubitable.
Otro ejemplo: si Galileo no hubiese llevado a cabo empíricamente su experimento
en la Torre de Pisa, la física moderna nunca habría visto la luz. Así, muchas
veces la única manera resignificar y avanzar en el conocimiento (aunque, para
evitar confusiones epistemológicas, este avanzar no sea necesariamente sinónimo
de progreso ni de conocimiento acumulativo) es aplicar un fuerte escepticismo
en su vertiente metódica: dudar de las teorías que se presentan en primera
instancia como demasiado obvias, como tejidas a partir de la claridad de lo
meramente dado. Sin embargo, dicho proceso de duda siempre trae consigo una fe o
por la razón (Descartes) o por los sentidos (Galileo). Obviamente un beso
siempre será un beso; un beso siempre remitirá al amor. Pero Judas también besó.
Y quizás también amó.
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