domingo, 23 de febrero de 2014

Sobre el asombro y la envidia.

Si la experiencia del asombro representa la toma, la posesión, el arrebatamiento radical de la conciencia de un sujeto por aquella alteridad que le afecta en tanto admiración, la envidia, en cambio, se caracterizaría por un exceso de yo en aquel mismo fenómeno de admiración. En efecto, el asombro comparte con la envidia el sentimiento de admiración por el objeto externo. No obstante, la diferencia fundamental reside en que en la experiencia del asombro lo admirado es capaz de hacer que el sujeto se pierda en aquel objeto. Así, cuando salimos a la soledad nocturna y contemplamos estupefactos el cielo estrellado sobre nosotros, como si en él se presentase una tenue ráfaga, un hálito, un pequeño soplido de un posible Dios invitando a nuestra finitud hacia lo trascendental, entonces somos absorbidos por el fenómeno del asombro: lo que admiramos nos toma de raíz dejándonos perplejos y sin opción de dirigir la mirada hacia otro lugar. En pocas palabras, cuando nos asombramos dependemos de la duración de lo que provoca admiración, es decir, ya no somos dueños de nosotros mismos, nuestra voluntad yace impotente: el cielo estrellado, lo que siempre ha estado allí, despierta un eco de trascendentalidad en nosotros que sólo cesa en el momento en que lo otro, la alteridad inundante, lo determina.

En oposición a ello, la experiencia de la envidia posee un fuerte tono egocéntrico. La envidia tiene como soporte de lo admirado justamente al sujeto mismo: el sujeto se siente interpelado por aquello que le genera admiración pero es incapaz de despojarse de su yo. De este modo, a pesar de que el objeto de la admiración pudiese ser el mismo en ambos casos, el sujeto que envidia, al no poder desprenderse de su yo, está condenado a la desesperación de buscarse siempre a él mismo detrás del objeto admirado. Kierkegaard ya fue bastante lúcido para visualizar tal fenómeno. Para él todos somos presa de la enfermedad mortal consistente en la desesperación. Algunos desesperamos por querer ser uno mismo mientras que otros desesperan por evitar serlo, por anhelar convertirse en otro yo. No importa. El tema aquí es que el envidioso busca incansablemente ser él el origen de lo admirado. Y es precisamente esa búsqueda lo que lo lleva a la desesperación por desear ser él mismo; por desear ser alguien que no es. De este modo, si en el caso de la experiencia del asombro es la propia conciencia sumergida en lo admirado, en el caso de la envidia es precisamente el yo quien desea ser el autor de eso que admira.

Finalmente -y dejando el tema abierto para otra reflexión- el asombro supone ir más allá de autores, más allá de sujetos, más allá de individuos, incluso más allá del origen: el asombro unifica toda la existencia en la intensidad del momento. Es a lo que William Blacke se refería cuando acuñó la frase “la eternidad yace en un instante”. En oposición, la envidia aún se mueve en el plano de los sujetos que son autores de aquello que es admirado: el envidioso no posee la capacidad de sumergirse cabalmente en el objeto admirado, sino que se pregunta por el autor de aquel objeto para, en un salto inmediato, compararlo consigo mismo, con su propia medida.

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