Si la experiencia del asombro
representa la toma, la posesión, el arrebatamiento radical de la conciencia de
un sujeto por aquella alteridad que le afecta en tanto admiración, la envidia,
en cambio, se caracterizaría por un exceso de yo en aquel mismo fenómeno de
admiración. En efecto, el asombro comparte con la envidia el sentimiento de
admiración por el objeto externo. No obstante, la diferencia fundamental reside
en que en la experiencia del asombro lo admirado es capaz de hacer que el
sujeto se pierda en aquel objeto. Así, cuando salimos a la soledad nocturna y
contemplamos estupefactos el cielo estrellado sobre nosotros, como si en él se
presentase una tenue ráfaga, un hálito, un pequeño soplido de un posible Dios
invitando a nuestra finitud hacia lo trascendental, entonces somos absorbidos
por el fenómeno del asombro: lo que admiramos nos toma de raíz dejándonos
perplejos y sin opción de dirigir la mirada hacia otro lugar. En pocas
palabras, cuando nos asombramos dependemos de la duración de lo que provoca
admiración, es decir, ya no somos dueños de nosotros mismos, nuestra voluntad
yace impotente: el cielo estrellado, lo que siempre ha estado allí, despierta
un eco de trascendentalidad en nosotros que sólo cesa en el momento en que lo
otro, la alteridad inundante, lo determina.
En oposición a ello, la
experiencia de la envidia posee un fuerte tono egocéntrico. La envidia tiene
como soporte de lo admirado justamente al sujeto mismo: el sujeto se siente
interpelado por aquello que le genera admiración pero es incapaz de despojarse
de su yo. De este modo, a pesar de que el objeto de la admiración pudiese ser
el mismo en ambos casos, el sujeto que envidia, al no poder desprenderse de su
yo, está condenado a la desesperación de buscarse siempre a él mismo detrás del
objeto admirado. Kierkegaard ya fue bastante lúcido para visualizar tal
fenómeno. Para él todos somos presa de la enfermedad mortal consistente en la
desesperación. Algunos desesperamos por querer ser uno mismo mientras que otros
desesperan por evitar serlo, por anhelar convertirse en otro yo. No importa. El
tema aquí es que el envidioso busca incansablemente ser él el origen de lo
admirado. Y es precisamente esa búsqueda lo que lo lleva a la desesperación por
desear ser él mismo; por desear ser alguien que no es. De este modo, si en el
caso de la experiencia del asombro es la propia conciencia sumergida en lo
admirado, en el caso de la envidia es precisamente el yo quien desea ser el
autor de eso que admira.
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