¿Hasta dónde cobra real valor el perdonar si es que no
existe una petición de perdón, es decir, un verdadero arrepentimiento en quien
es perdonado?
Si nos parece que sólo se puede perdonar allí donde hay arrepentimiento, o sea
donde el ofensor solicita el perdón del ofendido, estaríamos cercanos a una
posición que, a primera vista, se contempla como razonable: al arrepentirse el
ofensor ha lavado sus culpas y se haría merecedor de nuestro perdón. Sin
embargo, aquí surgiría el problema consistente en que ya nada se está
perdonando a la hora de perdonar debido a que la falta quedó reparada precisamente
con el arrepentimiento.
En contraste, si siempre estuviésemos dispuestos a perdonar sin que nos fuese
implorado el perdón, o sea sin arrepentimiento previo ni petición de quien es
perdonado, creo que toda acción se volvería perdonable de antemano y, por ende,
el perdón carecería de sentido puesto que no implicaría ningún esfuerzo
extraordinario en quien es perdonado. Éste es el problema, por ejemplo, de
algunos tipos de cristianismos que fundan su comportamiento ético en el
discurso del amor incondicional: el perdón se torna solipsista, pues no
necesita de un otro que lo solicite.
Así, y en conclusión, la condición estructurante del perdón expresaría una
doble aporía: la de un perdón vacío, por un lado, y la de un perdón
enclaustrado, por otro. Finalmente el perdón, como nos dirá Derrida,
descansaría en la dimensión del "quizás" antes que en la del
"es": tal vez exista, pero no sabemos sobre el origen de su ser. Y,
de este modo, la gracia del perdón radica en que nos impone siempre una
encrucijada: la de no saber si perdonamos lo meramente perdonable o si
perdonamos lo imposible de ser perdonable, lo imperdonable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario