martes, 18 de febrero de 2014

Sobre el perdón.

¿Hasta dónde cobra real valor el perdonar si es que no existe una petición de perdón, es decir, un verdadero arrepentimiento en quien es perdonado? 


Si nos parece que sólo se puede perdonar allí donde hay arrepentimiento, o sea donde el ofensor solicita el perdón del ofendido, estaríamos cercanos a una posición que, a primera vista, se contempla como razonable: al arrepentirse el ofensor ha lavado sus culpas y se haría merecedor de nuestro perdón. Sin embargo, aquí surgiría el problema consistente en que ya nada se está perdonando a la hora de perdonar debido a que la falta quedó reparada precisamente con el arrepentimiento. 

En contraste, si siempre estuviésemos dispuestos a perdonar sin que nos fuese implorado el perdón, o sea sin arrepentimiento previo ni petición de quien es perdonado, creo que toda acción se volvería perdonable de antemano y, por ende, el perdón carecería de sentido puesto que no implicaría ningún esfuerzo extraordinario en quien es perdonado. Éste es el problema, por ejemplo, de algunos tipos de cristianismos que fundan su comportamiento ético en el discurso del amor incondicional: el perdón se torna solipsista, pues no necesita de un otro que lo solicite. 

Así, y en conclusión, la condición estructurante del perdón expresaría una doble aporía: la de un perdón vacío, por un lado, y la de un perdón enclaustrado, por otro. Finalmente el perdón, como nos dirá Derrida, descansaría en la dimensión del "quizás" antes que en la del "es": tal vez exista, pero no sabemos sobre el origen de su ser. Y, de este modo, la gracia del perdón radica en que nos impone siempre una encrucijada: la de no saber si perdonamos lo meramente perdonable o si perdonamos lo imposible de ser perdonable, lo imperdonable.

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