domingo, 16 de enero de 2011

Sobre el positivismo historiográfico.



Una de las nociones más comunes acerca de los hechos es la de que éstos son inamovibles una vez desplegados. Cuántas veces hemos escuchado la famosa frasecita "lo hecho, hecho está". Pareciera ser que en este tipo de pensamiento se congregase una persistencia de lo acaecido, una inexorable permanencia de la realidad, una perpetua consistencia de lo ocurrido, una fría e irrevocable dictadura de la objetividad en su sentido más básico (como oposición extranjera al sujeto y determinante de éste).

No es casualidad que el positivismo del siglo XIX se haya erigido como una corriente epistémica optimista que pretendía, a lo menos en términos historiográficos, conocer la realidad tal cual como esta ocurrió. Así, la fuerza del discurso positivista estaba dado por lo que legitimaba al discurso mismo y que, presuntamente, radicaba fuera de él: los hechos. El sentido de la realidad como disciplina histórica descansaba en la posibilidad de conocer la realidad de esos hechos, tal cual como si en los hechos mismos se contuviera la significación de la realidad más allá de cualquier interpretación. Para el positivismo los hechos poseen una significación indesmentible. En tanto episteme materialista son los hechos los que determinan cualquier tipo de interpretación ideal. Así, es en los hechos donde reside, al mismo tiempo, el comienzo y el final de la interpretación histórica: los hechos darán pie a la interpretación de los motivos por los cuales los personajes se expresan en el entramado histórico, pero dicha expresión de los personajes estará determinada por la ley fáctica de causa-efecto. En otras palabras, son los hechos (objetivos) los que nos mueven a justificar los motivos (subjetivos) a través de otros hechos.

En sísntesis, el positivismo apoya su creencia de que la historia es una sola y la justifica a través de los hechos. Metodológicamente se olvida, por ejemplo, de paradojas tan simples como que un documento (el registro judicial de una condena pasada, por decir algo) no es más que un papel construido por una subjetividad y no la plena y transparente expresión de un hecho. En el intento de solidificar el pasado, de concretizar la memoria, de hacer un monumento de todo recuerdo el positivismo peca de un acto sinecdóquico: trata a la parte como el todo, torna dictatorial su propia visión del pasado fundada en la incólume persistencia de los hechos. Creo -por poner un caso- que la historia oral, en la cual lo importante es más el recuerdo en sí de lo ocurrido por sobre lo efectivamente ocurrido, nos habla de nuestro pasado (y al final de lo que nos viene a constituir actualmente) de un modo humano, cercano, propio e identitario, no como ha de hacerlo la frialdad positivista de corte científico. Pues hay que recordar que no son los hechos los que determinan el sentido del pasado, sino la visión interpretativa, el juicio crítico que el hombre posee de esos hechos lo que sí determina ese sentido. Ningún hombre se ahoga en el eco de un objeto.

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