lunes, 12 de octubre de 2020

1492: otra vez


Conquista. ¿Conquista? Otra vez 1492. No una, sino una y otra vez. Al menos dos modos de verlo o no verlo: 1) a partir de la reiteración, del ir y venir de un recuerdo jamás del todo extinto y, por eso, también en constante regreso; y 2) a partir de la persistencia, no evidente ni manifiesta, de una voz, de un lenguaje, de un evento cuya fundación, desde las sombras, nos sigue constituyendo.

En el primer caso, hablamos de la reiteración del evento traumático, de su asedio sobre el aparato psíquico, de la obsesión pendular en tanto vaivén fenoménico. Se trata de la reiteración del recuerdo traumático que acosa al sujeto hasta el grado de identificarse con él: el sujeto, víctima de un suceso traumático, se vuelve ese mismo evento: ha nacido el eurocentrismo, el cual, por cierto, siempre estuvo allí. (Rimbaud lo describió antes de irse a África, y sus palabras resuenan como si las hubiera pronunciado desde un acantilado sobre el Mar Rojo: “Y se volvió a encontrar / ¿Qué? La eternidad. / Es el sol / ido con la mar”). Por eso los complejos: los ojos verdes, el buen porte, el apellido alemán, la alta cultura. Pero en realidad, somos hijos de la chingada, del útero amerindio violado por el conquistador europeo, de la madre a quien el propio huacho, el bastardo malparido que a la vez estamos condenados a ser y no ser (condenados: a no saber quiénes somos), le usurpó la voz para llamar al trauma con la voz de su padre, del violador europeo, y así asemejarse a él: en la propia lengua del criminal. Y la única manera de sobrellevar este trauma consiste en edulcorarlo, en romantizarlo. Si no se puede detener su vaivén, el ir y venir de la culpa, es porque tal forma parte de nuestro propio desdoblamiento. Pues bien, dulcifiquémoslo dentro de lo posible: hasta hoy alabamos al padre europeo, buscando asimilarnos con él, ansiosos de reconocer nuestros rasgos en sus fotos, esas que recortamos de las revistas primermundistas, y, en contraste, descargamos ira y resentimiento contra nuestra madre y sus familiares, contra nuestras culturas originarias y sus saberes ancestrales. “¡Somos lo que queremos ser!” Gritamos a los cuatro vientos con decisión, con independencia; pero siempre hemos querido ser el europeo moderno que no somos o, al menos, que no somos del todo, o que viene como fantasma o que se queda como fantasma reflejado en un espejo a ratos de tinta y a ratos de agua dulce. Ese recuerdo, esa relación de dependencia/independencia con Europa, es aquello que regresa, que oscila, que hiere: una ficción que, por su carga de deseo, fricciona como real. Trauma y Paraíso Perdido: volver adonde nunca hemos pertenecido.

En el segundo caso, el trauma. en cuanto enfermedad, hace síntoma. Nos hemos constituido gracias al lenguaje del violador, siendo ésta nuestra marca de nacimiento. Razón impura, híbrida, vacilante, sucia, vergonzosa de su origen. Pero hemos volteado el rostro, única manera de llevar con nosotros lo que siempre ha estado allí. Buscamos estabilidad dentro de la tormenta, construimos una barca donde estar seguros: un Estado-Nación, una Universidad, otra espada, la misma cruz, una gama de instituciones. El continuum que asegurase la tranquilidad, lo encontramos en la luz civilizatoria que nos fue donada, la cual nos fue recubriendo poco a poco hasta teñirnos con sus colores. Apaciguamos el caos, civilizamos la barbarie, piedra a piedra, elevándonos hacia unas nubes que perdieron de vista cualquier tierra. No nos preguntamos quiénes somos: asumimos que es mejor actuar antes que pensar. Entonces optamos por lo más fácil: estela ilustrada, Filosofía Novomundista, oligarquías del siglo XIX. Hasta bien entrado el siglo XX, no nos cansamos de hacer de América y de su pluralidad cultural, una extensión homogénea disponible para el Nuevo Mundo: sin saberlo, hicimos de América el objeto de deseo destinado a satisfacer las pulsiones egóticas del colonialismo europeo. Así, nos pensamos desde la violencia naturalizada del lenguaje: empezamos por llamarle “Descubrimiento de América” (como si Europa le concediese a América el beneplácito de, recién cuando aquella le ve, ingresar a la Historia Universal) y a lo más llegamos a nombrarla  “encuentro de culturas” (como si hubiese sido un proceso simétrico, dialógico, de bien pensado intercambio cultural); travestimos al padre todopoderoso en “Madre Patria” sin que perdiera el rol de padre; institucionalizamos el evento traumático resaltando el carácter fundacional del “Día de la Raza”. Muchos siguen viviendo dentro de ese mito reconfortante, incapaces de ver lo que no ven, para así conjura cualquier demonio incluso antes que se presente. Se trata de un trauma que, día a día, hace síntoma pero cuyo evento originario no es concebido como enfermedad (Neruda, pese a todo, habita desde dentro del trauma: “Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras.”) . Sólo en la crisis, en las situaciones límites, lo reprimido se manifestará. Aquí el problema no consiste en ignorar quiénes somos y, después, en intentar lidiar con el conflicto de nunca llegar a saberlo; aquí el problema consiste en que ya no hay problema. Lo que hay son síntomas: indiferencia, tecnocracia, productividad, dinero, acumulación, explotación humana y devastación de la naturaleza, vergüenza y soberbia. En fin, colonización y capitalismo (mercantil, industrial, neoliberal) como una misma enfermedad: 1492 como olvido olvidado.

¿Solución? No la hay. De eso se trata: de inventarla. Pero desde aquí. Ni volver a un indigenismo recalcitrante, haciendo cuenta que nunca pasó lo que pasó, lo innombrable de la violación; ni desmontar paso por paso lo que ya innegablemente nos constituye, la marca de un nacimiento no deseado. Tan sólo nos queda pensar, reconocer, imaginar, incluso más allá de cualquier afán identitario, más allá de cualquier clausura sobre un “nosotros” excluyente. Sólo eso. Fluir. No buscar lo que debemos encontrar, sino encontrarnos en tanto buscamos. En una palabra: vivir desde nuestro lugar. Hablar y escuchar. Escuchar y hablar entre nosotros y con los otros: abrirnos desde aquí al infinito, desde un mestizaje incierto hacia un cosmopolitismo salvaje. Y primero, reconocernos antes que conocernos.

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