Los terremotos son impredecibles. No se puede pronosticar qué día, cuál hora, con qué intensidad, en cuál lugar precisamente se engendrará el caos. Hay mucho horrible en eso. Hay otro tanto de hermoso. Y quizás un poco de honesto.
Lo horrible es que una facticidad, en un tiempo donde la tecnología parece inundar todas las prácticas humanas y naturales, nos amenaza con destruir lo que hemos levantado, nos amedrenta a volver al origen: si la edificación de la cultura se caracteriza por romper con la naturaleza de lo dado, y si la filosofía, desde Descartes, nos habla de un sujeto moderno constituido en un cogito autorreflexivo, el terremoto es la voz de ese caos primordial, la aparición de lo mítico y lo incondicionado, de lo primitivo irreductible a la razón. La superación de cualquier predicción y la destructibilidad de la amenaza hacen del terremoto algo horrible.
Al final de sus años Heidegger dio una entrevista que se publicó póstumamente. En un momento le preguntan por la técnica. El entrevistador lo encara de modo hiriente: le señala que a pesar de lo crítico que el filósofo puede ser con la técnica tendrá que reconocerle un valor: la técnica funciona. Heidegger contesta en concordancia con la descripción de su entrevistador, pero no con su juicio: le responde que justamente ese es el problema de la técnica: que funciona. Heidegger apunta a la pérdida de experiencia, a la cosificación y olvido del ser que conlleva un mundo tecnificado. A través del imperio de la técnica , de su consolidado funcionamiento, la vida queda sumida en una anestesia de los sentidos vitales donde los fenómenos se leen en coordenadas de objetos instrumentales, predecibles y reducidos a su mera utilidad. Si es que hay mucho de horrible en un terremoto también hay mucho de hermoso. En cierta medida se produce una aletheia (des-ocultamiento) del ser: al no funcionar la técnica en el terremoto el mundo parece genuino y puro nuevamente, capaz de sorprendernos y arrebatarnos de toda avaricia. Danzamos un solo baile con el mundo; aparece lo hermoso del límite de la vida, lo que no puede ser de otro modo: el miedo que provoca estar cerca de la muerte. Allí se devela lo hermoso del sentido prístino de unidad entre el hombre como ser de apertura y la naturaleza como sobresentido. El terremoto nos asombra a pesar de aterrorizarnos: demuestra que la existencia aún puede poseernos, que la naturaleza aún respira por sobre nosotros.
La honestidad viene después. La gracia de la honestidad es que te muestras tal cual eres pudiendo no hacerlo, dándote chances para mentir y mentirte. El espectáculo de ver a cientos de personas hurtando no bienes de necesidad básicos sino televisores, plasmas, lavadoras de supermercados después del terremoto es, paradójicamente, la revelación de la honestidad de la naturaleza del hombre, se transparenta su esencia ética: ¿qué haríamos socialmente ante la obsolescencia de la sanción? ¿Si no hay castigo seguiríamos teniendo culpa? ¿Si no hay infierno volveríamos a pecar? Si Dios no existe todo está permitido. Fue precisamente allí donde se expresó lo que Hobbes llamaría "la egoísta naturaleza humana". Ante la supresión fáctica del Estado (Leviatán) después del caos del terremoto cada individuo actuó del modo más hedonista posible: en una sociedad de consumo lo material es sinónimo de felicidad, por lo tanto había que robar televisores. El terremoto y sus secuelas no sólo iluminaron la cara honesta del medio natural; también iluminó la honestidad de la naturaleza humana: su búsqueda del placer y disminución del dolor.
Los terremotos son impredecibles. Así que buscaré lo que yo sí dije, lo que escribí en Facebook esos días. Cuando no podemos mirar para adelante con claridad vale el consuelo de mirarnos un poco al espejo y contemplar con leve extrañeza aquel lunar, aquella cicatriz aún cruda que recuerda la herida. Dejo aquí mi testimonio, a modo de pequeño diario.
La honestidad viene después. La gracia de la honestidad es que te muestras tal cual eres pudiendo no hacerlo, dándote chances para mentir y mentirte. El espectáculo de ver a cientos de personas hurtando no bienes de necesidad básicos sino televisores, plasmas, lavadoras de supermercados después del terremoto es, paradójicamente, la revelación de la honestidad de la naturaleza del hombre, se transparenta su esencia ética: ¿qué haríamos socialmente ante la obsolescencia de la sanción? ¿Si no hay castigo seguiríamos teniendo culpa? ¿Si no hay infierno volveríamos a pecar? Si Dios no existe todo está permitido. Fue precisamente allí donde se expresó lo que Hobbes llamaría "la egoísta naturaleza humana". Ante la supresión fáctica del Estado (Leviatán) después del caos del terremoto cada individuo actuó del modo más hedonista posible: en una sociedad de consumo lo material es sinónimo de felicidad, por lo tanto había que robar televisores. El terremoto y sus secuelas no sólo iluminaron la cara honesta del medio natural; también iluminó la honestidad de la naturaleza humana: su búsqueda del placer y disminución del dolor.
Los terremotos son impredecibles. Así que buscaré lo que yo sí dije, lo que escribí en Facebook esos días. Cuando no podemos mirar para adelante con claridad vale el consuelo de mirarnos un poco al espejo y contemplar con leve extrañeza aquel lunar, aquella cicatriz aún cruda que recuerda la herida. Dejo aquí mi testimonio, a modo de pequeño diario.
28 de Febrero 2010:
Hace años, en un libro usado, leí que uno de los significados etimológicos de la palabra "catástrofe" en griego era algo así como "poner lo que estaba arriba, abajo". Es decir, romper cierto orden preexistente. Si en este terremoto alguien ha roto algo, esa ha sido la naturaleza. Si en la naturaleza alguien ha roto más de algo, hemos sido nosotros, los racionales occidentales. Pongamos lo de arriba, abajo.
08 de Marzo 2010:
Y cuando el terremoto acaba sigue temblando tu alma. Te miras a lo que queda de espejo: tú, tus ojos y el espejo quebrados. A veces para de temblar por un rato. Vuelves a recorrer tu casa y notas que te gustaría meterte por unos cuantos meses en esa nueva grieta del baño esperando que todo pase en calma y oscuridad. La naturaleza tiene la virtud de hacerse temblar sin miedo, y de hacernos temer y temblar.
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