sábado, 28 de junio de 2014

Sobre el fútbol de selecciones (o el erotismo de la forma).

Desde una perspectiva sistémica podemos decir que en un mundo como el que habitamos actualmente, es decir el mundo propio de una (pos) modernidad caracterizada por los fenómenos que operan a través de la globalización, se torna medianamente fácil evaluar la importancia del fútbol. En efecto, si la globalización implica un potente acto de homogeneización mundial en lo que a sistemas económicos y prácticas culturales se refiere, entonces el fútbol como deporte organizado federativamente representa aquel espacio donde aún logra sobrevivir los últimos resabios de la pasión nacionalista a escala masiva. Tras la crisis del Estado-Nación, y la consecuente caída de ese discurso identitario (¿patria?) capaz de otorgarle sentido de pertenencia, cohesión cultural y valor a una idea articuladora de los habitantes de una determinada geografía, el fútbol emerge como un dispositivo de control que no sólo posibilita la organización y sublimación de las pulsiones sociales, sino también como un deporte susceptible de movilizar masas y cumplir, por lo menos en términos prácticos, ese rol que antes era consagrado a la patria: el de crear similitudes al interior de la nación y distinción al exterior de dicha misma nación, o sea la distinción en relación a otras naciones. 

Sin embargo, a pesar de que ambos modelos patrióticos tienden a asemejarse a nivel práctico, guardan potentes diferencias en lo que al contenido se refiere. Así, el discurso identitario de una nación siempre contó con el soporte de un relato fundacional que buscaba integrar de modo medianamente coherente (aunque no espontáneo) las partes dentro del todo, los quehaceres con los saberes, la práctica con la teoría, en el contexto de una cultura oficial (las creaciones artísticas, por ejemplo, iban de la mano con el embellecimiento de hitos históricos y tradiciones, o también con la exaltación de lugares geográficos, todo esto para enfatizar el concepto de unidad cultural de carácter monolítico). Estos diversos fenómenos idealmente debían estar atravesados por un denominador común, por un concepto que fuese capaz de aglutinar e hilvanar los distintos fenómenos culturales entre sí. En otras palabras, la construcción de identidad nacional, en su versión más alta, no era más que una idea puesta al servicio de la materia, es decir, una idea que contara con la flexibilidad de adecuarse a las distintas prácticas culturales y ver reflejada su esencia en el significado de dichas prácticas. De esta manera, no es casual, por ejemplo, que el concepto identitario oficial de lo que significaba ser chileno descansara durante tanto tiempo en la “valentía” (supuestamente heredada de nuestros guerreros pero flojos ancestros mapuches y su conjunción con los gallardos pero delincuentes ancestros españoles de ascendencia visigótica) puesta en relación con un paisaje indómito y, a su vez, que el intento de arte chileno del Siglo XIX junto a la literatura canónica quizás hasta el “Canto General” de Neruda, hayan privilegiado esta idea articuladora.

El fútbol a nivel de selecciones, en contraste, no introduce un discurso a modo de relato fundacional: es el fútbol quien se cuelga de aquel relato como un parásito más. No obstante el fútbol cuenta con la fuerza de hacer estallar incluso aquello de dónde nació, realizando un gesto en que nos obliga a olvidar su origen, emancipándose como un hijo sin padre y portador de su propia gloria. En efecto, el fútbol a nivel de selecciones ejerce aquel rol práctico que ya mencionamos (funcionalidad de cohesión social y último vestigio identitario movilizador de masas), pero la verdadera gracia del fútbol consiste en que logra realizar todo esto sin recurrir a ningún mensaje explícito, sin recurrir a discursos ni a relatos manifiestos que él haya puesto erigido: el fútbol es un juego que ha llegado a ser mucho más que eso, una pasión de multitudes que ha trascendido la mera diversión, un opio del pueblo que visto a gran escala cumple la función de hacernos sentir dichosos partícipes de no sabemos qué. Así, el fútbol de selecciones se caracteriza por ser una exaltación de la forma e invisibilización del contenido, por ser un constante signo sin significado, por ser una cáscara vaciada de cualquier savia espiritual, por ser, en fin, un juego fugaz que llegó para quedarse y cuya potencia no se da, como en el caso del arte, a través del sentido simbólico-interpretativo que acontece en él, sino gracias a la reiteración de las imágenes espectaculares, de los espejismos de gloria, del inaprensible vapor del triunfo, por los cuales yace constituido. Sin embargo, no se debe ser ingenuo, puesto que el fútbol de selección es el relevo olvidadizo, el heredero amnésico, de aquello que nos ha llevado a las peores guerras desde hace más de un siglo: el tema de creer que sólo nos reducimos a ser la proyección de la tierra a la cual estamos atados. Finalmente, el fútbol siempre es más que fútbol. En este caso, desde el prisma sistémico-social, me parece que el fútbol es puro erotismo: persuade sin discurso, convence sin retórica, moviliza sin motivos. En una palabra: seduce.

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