Desde una perspectiva sistémica podemos decir que en un
mundo como el que habitamos actualmente, es decir el mundo propio de una (pos)
modernidad caracterizada por los fenómenos que operan a través de la
globalización, se torna medianamente fácil evaluar la importancia del fútbol.
En efecto, si la globalización implica un potente acto de homogeneización
mundial en lo que a sistemas económicos y prácticas culturales se refiere,
entonces el fútbol como deporte organizado federativamente representa aquel
espacio donde aún logra sobrevivir los últimos resabios de la pasión nacionalista
a escala masiva. Tras la crisis del Estado-Nación, y la consecuente caída de
ese discurso identitario (¿patria?) capaz de otorgarle sentido de pertenencia,
cohesión cultural y valor a una idea articuladora de los habitantes de una
determinada geografía, el fútbol emerge como un dispositivo de control que no
sólo posibilita la organización y sublimación de las pulsiones sociales, sino
también como un deporte susceptible de movilizar masas y cumplir, por lo menos
en términos prácticos, ese rol que antes era consagrado a la patria: el de
crear similitudes al interior de la nación y distinción al exterior de dicha
misma nación, o sea la distinción en relación a otras naciones.
Sin embargo, a pesar de que ambos modelos patrióticos tienden a asemejarse a
nivel práctico, guardan potentes diferencias en lo que al contenido se refiere.
Así, el discurso identitario de una nación siempre contó con el soporte de un
relato fundacional que buscaba integrar de modo medianamente coherente (aunque
no espontáneo) las partes dentro del todo, los quehaceres con los saberes, la
práctica con la teoría, en el contexto de una cultura oficial (las creaciones
artísticas, por ejemplo, iban de la mano con el embellecimiento de hitos
históricos y tradiciones, o también con la exaltación de lugares geográficos,
todo esto para enfatizar el concepto de unidad cultural de carácter
monolítico). Estos diversos fenómenos idealmente debían estar atravesados por
un denominador común, por un concepto que fuese capaz de aglutinar e hilvanar
los distintos fenómenos culturales entre sí. En otras palabras, la construcción
de identidad nacional, en su versión más alta, no era más que una idea puesta
al servicio de la materia, es decir, una idea que contara con la flexibilidad
de adecuarse a las distintas prácticas culturales y ver reflejada su esencia en
el significado de dichas prácticas. De esta manera, no es casual, por ejemplo,
que el concepto identitario oficial de lo que significaba ser chileno
descansara durante tanto tiempo en la “valentía” (supuestamente heredada de
nuestros guerreros pero flojos ancestros mapuches y su conjunción con los
gallardos pero delincuentes ancestros españoles de ascendencia visigótica)
puesta en relación con un paisaje indómito y, a su vez, que el intento de arte
chileno del Siglo XIX junto a la literatura canónica quizás hasta el “Canto
General” de Neruda, hayan privilegiado esta idea articuladora.
El fútbol a nivel de selecciones, en contraste, no introduce un discurso a modo
de relato fundacional: es el fútbol quien se cuelga de aquel relato como un
parásito más. No obstante el fútbol cuenta con la fuerza de hacer estallar
incluso aquello de dónde nació, realizando un gesto en que nos obliga a olvidar
su origen, emancipándose como un hijo sin padre y portador de su propia gloria.
En efecto, el fútbol a nivel de selecciones ejerce aquel rol práctico que ya
mencionamos (funcionalidad de cohesión social y último vestigio identitario
movilizador de masas), pero la verdadera gracia del fútbol consiste en que logra
realizar todo esto sin recurrir a ningún mensaje explícito, sin recurrir a
discursos ni a relatos manifiestos que él haya puesto erigido: el fútbol es un
juego que ha llegado a ser mucho más que eso, una pasión de multitudes que ha
trascendido la mera diversión, un opio del pueblo que visto a gran escala
cumple la función de hacernos sentir dichosos partícipes de no sabemos qué.
Así, el fútbol de selecciones se caracteriza por ser una exaltación de la forma
e invisibilización del contenido, por ser un constante signo sin significado,
por ser una cáscara vaciada de cualquier savia espiritual, por ser, en fin, un
juego fugaz que llegó para quedarse y cuya potencia no se da, como en el caso
del arte, a través del sentido simbólico-interpretativo que acontece en él,
sino gracias a la reiteración de las imágenes espectaculares, de los espejismos
de gloria, del inaprensible vapor del triunfo, por los cuales yace constituido.
Sin embargo, no se debe ser ingenuo, puesto que el fútbol de selección es el
relevo olvidadizo, el heredero amnésico, de aquello que nos ha llevado a las
peores guerras desde hace más de un siglo: el tema de creer que sólo nos
reducimos a ser la proyección de la tierra a la cual estamos atados.
Finalmente, el fútbol siempre es más que fútbol. En este caso, desde el prisma
sistémico-social, me parece que el fútbol es puro erotismo: persuade sin
discurso, convence sin retórica, moviliza sin motivos. En una palabra: seduce.
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