Para Carlos Cantuarias L.,
compañero en tantas derrotas ajedrecísticas.
Si siempre
apostamos por el triunfo, si todos queremos vencer antes que ser vencidos,
entonces no se me ocurre un acto de mayor inadecuación entre la voluntad del
“yo” y la facticidad del mundo que el caso de la derrota. Sin embargo, todo
acto de sincera derrota implica una apertura a un estado anímico tan profundo
que ni la más gloriosa de las victorias puede asemejársele. La victoria tiende
a ser banal y unívoca: se resume en un esperar lo esperado, en un lograr lo
deseado, en una posesión de lo querido. En contraste, toda verdadera derrota es
capaz de imponer desesperación y, a su vez, de encararnos con el amargo espesor
del sufrimiento, con una dolorosa angustia imposible de remediar sin un largo y
tormentoso peregrinaje interior. En efecto, la derrota no sólo nos obliga a
reinventarnos a la luz del mundo exterior, sino también nos obliga a
reconfigurar nuestra relación del “yo” consigo mismo. Cuando somos derrotados a
cabalidad, es decir, cuando el peso de la realidad se rebela contra nuestros perpetuos
afanes de triunfo hasta trastornar lo más profundo de nuestra alma, es allí
donde nos internamos en la dimensión auténtica del ser: emerge la desesperación
por no poder llegar a ser el “yo” que deseo ser, por querer ser otro "yo" en desacuerdo
al que los hechos confirmaron que soy. Así, bien podríamos decir que toda
constatación de genuina derrota abre la senda a un nuevo campo de batalla que
ahora girará en torno a la justificación sobre nosotros mismos. Campo de batalla en el
que, ya cansados por haber sido derrotados en la externalidad del mundo, habremos
de librar una última lucha contra nuestra propia idea de quiénes somos. Pero
casi siempre terminamos arrancando de esa última batalla, la auténtica, la
batalla destinada a clarificar las opacidades del “yo”, para ir a sumergirnos
nuevamente en la guerra que yace allá lejos, en la guerra sin importancia y de
la cual sí soportamos salir derrotados.
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