No es casualidad que Nietzsche considerara impúdica la aspiración moderna, de
fuertes valores metafísicos, consistente en el acceso por parte del hombre al
conocimiento total del sentido de la existencia. Esta inaccesibilidad al todo,
esta reticencia a inspeccionar en la última huella del abismo, es el único modo
de hacer frente a la tragedia del sinsentido. En efecto, si el conocimiento
trágico nos enseña, a través de la oscura sabiduría del Sileno habitante de la
ruralidad griega, que lo mejor para el hombre es no haber nacido y que una vez
nacido lo mejor es morir cuanto antes, entonces la única forma de encarar la
agudeza de dicho sinsentido es a través del arte. Sólo el arte permite encarar
la verdad sufriente de la existencia sin recurrir a ilusiones religiosas ni metafísicas.
Por lo mismo, el arte no intenta reducir conceptualmente esa verdad de la
existencia, no hay en él un afán metafísico de por sí, como tampoco hay verdad
más allá de la interpretación pues, como dice Foucault, gracias a Nietzsche se
plantea la primacía de la interpretación y la pérdida de lo interpretado. Lo
que el arte hace es prepararnos para soportar el dolor desde el dolor mismo:
entrar a la lucha que nos obliga a afirmarnos a nosotros mismos en cuanto
hombres atados al flujo del devenir. Las fuerzas activas y reactivas
constituyentes de la voluntad de poder se plasman en el arte como éxtasis y
sufrimiento, como capacidad del artista de estamparse en su obra y al mismo
tiempo como un hombre que examina lo espantoso del mundo abismal. Soportar lo
insoportable desde la agudeza del sufrimiento, embelleciéndolo sin negarlo sino
afirmándolo una y mil veces, es esa la labor del auténtico artista. Esta
afirmación artística se basa en un crear sin aferrarse a lo creado, en un
destruir sin odiar lo destruido, en un amar las ruinas como huellas de un
horizonte ya ido y en constante devenir. Y ese sufrimiento, ese mirar a los
ojos a la huidiza tragedia de nuestro sinsentido, es parte de la verdad de
nuestro ser, de nuestra finitud que empieza recién a reconocerse como tal. Sólo
un arte sincero, un arte honesto, un arte que dice “sí” a las oscilaciones de
la vida, que es capaz de amar tanto la jovialidad de la superficie como el
dolor de la profundidad, sólo un arte viajero puede hacerle frente a la verdad.
Es aquí donde el filósofo transmuta en artista. Y es aquí donde se respira el
primer soplo de aire renovado, la brisa ligera que anuncia el advenimiento del
superhombre.
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