Todos los que hemos leído “Cien años de soledad” aquilatamos
a lo menos una escena, una frase, un personaje, un episodio de ese libro capaz
de desplegarse en los momentos más inusitados de nuestra vida. Eso es el
realismo mágico: la misteriosa encarnación en lo vivencial de aquellas
ficciones que competen a la imaginación. Así, García Márquez introduce en sus
lectores, como una especie de epidemia ilusoria pero no por ello menos real,
aquella misma sustancia de la cual se constituye su literatura: un extraño modo
de movernos, una manera particularmente circular de sentir el tiempo, en fin,
una forma bellamente ilógica de experienciar la soledad.
En cuanto me concierne no puedo dejar de atesorar, como el
gélido y a la vez ardiente recuerdo de aquel hombre frente al pelotón de
fusilamiento, un pensamiento sobre la relación de la vida y la muerte emitida
por una de esas gordísimas bailarinas verbales que “Cien años de soledad” sacó
a la luz. El pensamiento refiere a que hay una disyuntiva universal a la hora
de afrontar la muerte: o la tomas con miedo ante el incierto futuro que vendrá,
o bien la tomas con melancolía producto del apego a la vida, es decir, con
miras al pasado. Y ahí se acaba. No hay más teorización. Quizás ese sea uno de
los rasgos característicos de García Márquez: el describir candentemente, el
amor por los hechos, el fuerte impulso a lo concreto dentro de lo mágico. No
hacen falta elevadas discusiones en abstracto sobre lo que meditan los
personajes; la acción repleta de ritmo y habla coloquial es la que impera.
Por eso mismo “Cien años de soledad” es una obra doblemente
fundacional. Funda, primero, al mítico Macondo y con ello al realismo mágico en
su dimensión literaria. Sin embargo, también funda la (auto) conciencia de
nuestra propia idiosincrasia latinoamericana: el darnos cuenta sin seriedad,
como aquel hombre envejecido contempla accidentalmente las grietas de los años
en el espejo pero decide seguir viviendo, de esa peculiar manera de configurar
un mundo de mixturas y hechizos, de violaciones y placeres, de lluvias y
calores, de espejismos y revueltas, de ser y no ser. Peculiar manera de vivir
tan propia de todos los que somos, en mayor o menor medida, parte de este mito
llamado América Latina y que miramos, con un ojo hacia el norte, el tentador progreso
moderno y, con el ojo opuesto, lloramos nuestras raíces ahogadas en el río
circular de un Macondo del cual siempre deberíamos retornar a beber.