La superación de la enfermedad, al contrario del
arrepentimiento, supone la relación con el cuerpo más que con el alma. Si el arrepentido
utiliza su voluntad contra sí mismo con tal de olvidar una acción que llevó a
cabo, es decir, renegándose, queriendo ser otro, para que la cara del mundo
emerja con un sentido nuevo capaz de sepultar su remordimiento, el que
yace convaleciente, en cambio, ha pasado por un proceso tal que es la
afirmación de su cuerpo y de su propio “yo”, la voluntad de querer volver a ser
él mismo, la que se pone en operación en todo ese proceso. El arrepentimiento
no deja marcas en el alma; la enfermedad esculpe cicatrices en el cuerpo. Y
serán justamente estas cicatrices las que no nos permitan contemplarnos ante
el espejo en grado de pura renovación, sino como habitantes de un pasado al
cual podemos criticar pero del que no podemos escapar ni arrepentirnos. De
esta manera, la convalecencia incluye la enseñanza dejada por la enfermedad
misma a pesar de que sea capaz de superar a ésta. En la convalecencia la
enfermedad ya ha pasado pero hay algo que se queda para siempre acuñado en el
cuerpo: la cicatriz como el perenne recuerdo de un aprendizaje sin nombre.