"Tres Gracias" de Rubens. |
La escena se
inscribe en una mañana eterna. Los animales que pastan al fondo izquierdo del
cuadro se alimentan con tierna liviandad, fluyendo en su naturaleza, como si el
mínimo detalle de su presencia estuviese vinculado, de algún modo misterioso,
con la armonía de las tres figuras centrales. Las tres Gracias -deidades
menores venidas de la mitología griega y originalmente protectoras de la
familia- danzan circularmente en compañía de un velo transparente. Velo
transparente que significa la ausencia de lo escondido, la manifestación de lo
develado: entre ellas ya no se hace necesaria la vergüenza ni el pudor; no hay
remordimiento ni contención. Sólo para nosotros, los espectadores, nos es
censurada la visión que, junto con darnos lo prometido, diluiría nuestro deseo actual.
¿Pero cómo se
vincularían precisamente aquellos animales, representados de modo muy
secundario en la obra, y las tres Gracias que ocupan el lugar hegemónico? Me
parece que el contraste en el cual se desarrolla el cuadro supone esta
diferencia esencial entre la mecánica animal, es decir, la mera subsistencia
básica, y la consumación de la vida humana: la felicidad. En efecto, Rubens es
el pintor –al igual que Haendel en la música- de la felicidad, del Paraíso en
la tierra. Dicho más radicalmente: con Rubens se abre el camino para un punto final
que es pura distensión, puesto que en su obra la felicidad representa el
objetivo de la naturaleza humana en ascendencia a lo divino, y dicho objetivo
-la felicidad- sólo se obtiene cuando no la tomamos como el objetivo central,
cuando paradójicamente nos abandonamos en ella, cuando nuestra voluntad deja
de añorarla. Por eso precisamente la felicidad es distensión del instante y desprendimiento de sí mismo: sólo somos
felices allí cuando nos olvidamos de querer serlo, cuando nos despreocupamos de nosotros mismos, para darle paso a la medida de la experiencia que nos embarga. Por eso la felicidad es
encarnación de lo infinito: sólo experimentamos la felicidad allí cuando nos aproximamos a lo divino del esperar lo deseado sin desesperación con tal que así surja lo inesperado
en el rostro del prójimo, como en la mirada dulce de las Gracias.
A su vez, podríamos decir que los animales no tendrían posibilidad de encarnar
esa felicidad a la cual el hombre accedería en tanto sujeto capaz de elevarse hacia
lo espiritual de un Otro distendiendo el instante, temporalizando el mero placer. Esa felicidad humana y no animal que yace expresada de gran manera en la
luminosidad que emana desde la ronda circular. Felicidad sensualista con que
las carnes bañadas por una fuente de agua fresca se mueven por sí mismas,
bailan dentro del baile, ríen al interior de la risa. Felicidad, en fin, que
espiritualiza la materia. En efecto, en el gesto con que la Gracia central presiona
moderadamente con su mano izquierda el brazo derecho de otra Gracia, haciendo
de aquel hundimiento tanto una especie de seductora invitación a su compañera
como una señal inequívoca del refinado deseo de ella misma. Eso es espiritualizar la materia. Los medios que utiliza
Rubens para hacernos partícipes de su felicidad pertenecen mitad a nuestra
carne (el deseo) y mitad a nuestro espíritu (la sensualidad). Así, el único
modo de concretar dicha felicidad es no saber plenamente qué se posee, ser
ignorante de nuestra propia condición: pasar del deseo egoísta consistente en
el mero desear el objeto deseado, al deseo sensualista fundado en un desear que
me deseen como yo deseo, es decir, desear la interioridad del prójimo con el
sentido puesto en lo inesperado, en lo asombroso, en lo infinito de su mirada
depositada sobre lo infinito de la mía.