Es bien sabido que filósofos como
Adorno señalaron que con el atonalismo de Schoenberg se generaría un campo de
revolución necesario (no contingente) que, al mismo tiempo de superar la gran tradición
musical alemana (esa que nace con Bach y algunos de sus predecesores), sintetizaría lo más alto de ella misma. En otras palabras, el desarrollo históricamente
necesario con que la modernidad se consumaría abriéndose más allá de sí misma
estaría plasmado en la estética de Schoenberg en tanto artista capaz de elevar
su nueva música a un campo determinado por la evolución histórica de ésta. Por
lo mismo, Adorno considera a Schoenberg como el músico más prometedor de la
modernidad tardía: en sus obras atonales se expresaría una ganancia de
conciencia subjetiva gracias a la creatividad consistente en integrar los
valores estéticos del pasado para superarlos y abrir, de ese modo, un nuevo horizonte
futuro.
En contraste, la música de
Stravinsky representaba para Adorno la absorción del sujeto por el objeto, esto
es, la pérdida de todo vínculo real y vivencial con la tradición, la cual sólo
sería tomada por el compositor ruso de manera fetichista y cosificadora. Adorno
afirma ello a partir de la espacialidad-rítmica y repetitiva que predomina en su
obra en detrimento de la evolución interna más relacionada con la
temporalidad-melódica, con lo inmanente del movimiento y despliegue de la obra
misma. Así, tanto en las obras del período ruso (“Petroushka” o “La consagración
de la primavera”) como del neoclásico (“Pulcinella” o la ópera “La carrera de
un libertino”) Stravinsky injertaría externa y abstractamennte una serie de
fragmentos a modo de pastiche, tanto del folklor nacional (etapa rusa) o de la
tradición musical europea (etapa neoclásica), que no guardarían relación alguna
entre sí, sino que yacerían superpuestos de una manera arbitraria e imposible
de intuir para el auditor. La utilización de dicho tipo de materiales alterados
meramente de modo rítmico era, para Adorno, sinónimo de una marcada tendencia hacia la
cosificación reproductiva del pasado en la que el compositor se limitaba a
abordar a modo de utensilio esa tradición sin proponer ningún nuevo horizonte
de sentido por el cual la música ampliase y enriqueciera su devenir, por el cual la
música progresara en su transitar histórico necesario.
A la luz de lo anterior, bien
podemos decir que Stravisnky es un compositor muchísimo más cercano a la
posmodernidad que Schoenberg. Sin embargo, aquella etiqueta, lejos de
representar un halago, bien puede significar –como de seguro lo sería para
Adorno- una ofensa. En efecto, si la posmodernidad mantiene una relación
nihilista con la tradición, una relación inclasificable y desestructurada consigo misma, siendo
discurso de una voz vacía, máscara de máscara, pareciera que todo intento por
legitimarla resultaría vano. Por ende, a lo más, la posmodernidad musical sería
la constatación de una crisis: la crisis de la razón vuelta sobre sí misma y a
la cual no le queda más que ironizar de mil y un modo diversos sobre la
repetición de lo mismo.
Posmodernidad: ataque a las estructuras
donde descansan los ideales de belleza, de coherencia interna e imitación naturalista
de los objetos o motivos a ser representados. Posmodernidad: pérdida del
sentido, muerte de Dios, disolución del fundamento. Quizás al final sólo nos queda
aferrarnos a ese testimonio que Stravinsky nos donó en Petroushka a modo de invisible
retrato de una época que le habría de advenir: una pura mecanización, un puro
marionetismo a la deriva, donde la rigidez arbitraria de los objetos, su propia
finitud, se impone ante cualquier desarrollo temporal y melódico, ante
cualquier deseo que busque abrir una vía de trascendencia enraizada con la gran
tradición que, querámoslo o no, se desvanece en el presente.