domingo, 6 de septiembre de 2015

Sobre la contraposición entre Schoenberg y Stravinsky.

Es bien sabido que filósofos como Adorno señalaron que con el atonalismo de Schoenberg se generaría un campo de revolución necesario (no contingente) que, al mismo tiempo de superar la gran tradición musical alemana (esa que nace con Bach y algunos de sus predecesores), sintetizaría lo más alto de ella misma. En otras palabras, el desarrollo históricamente necesario con que la modernidad se consumaría abriéndose más allá de sí misma estaría plasmado en la estética de Schoenberg en tanto artista capaz de elevar su nueva música a un campo determinado por la evolución histórica de ésta. Por lo mismo, Adorno considera a Schoenberg como el músico más prometedor de la modernidad tardía: en sus obras atonales se expresaría una ganancia de conciencia subjetiva gracias a la creatividad consistente en integrar los valores estéticos del pasado para superarlos y abrir, de ese modo, un nuevo horizonte futuro.

En contraste, la música de Stravinsky representaba para Adorno la absorción del sujeto por el objeto, esto es, la pérdida de todo vínculo real y vivencial con la tradición, la cual sólo sería tomada por el compositor ruso de manera fetichista y cosificadora. Adorno afirma ello a partir de la espacialidad-rítmica y repetitiva que predomina en su obra en detrimento de la evolución interna más relacionada con la temporalidad-melódica, con lo inmanente del movimiento y despliegue de la obra misma. Así, tanto en las obras del período ruso (“Petroushka” o “La consagración de la primavera”) como del neoclásico (“Pulcinella” o la ópera “La carrera de un libertino”) Stravinsky injertaría externa y abstractamennte una serie de fragmentos a modo de pastiche, tanto del folklor nacional (etapa rusa) o de la tradición musical europea (etapa neoclásica), que no guardarían relación alguna entre sí, sino que yacerían superpuestos de una manera arbitraria e imposible de intuir para el auditor. La utilización de dicho tipo de materiales alterados meramente de modo rítmico era, para Adorno, sinónimo de una marcada tendencia hacia la cosificación reproductiva del pasado en la que el compositor se limitaba a abordar a modo de utensilio esa tradición sin proponer ningún nuevo horizonte de sentido por el cual la música ampliase y enriqueciera su devenir, por el cual la música progresara en su transitar histórico necesario.

A la luz de lo anterior, bien podemos decir que Stravisnky es un compositor muchísimo más cercano a la posmodernidad que Schoenberg. Sin embargo, aquella etiqueta, lejos de representar un halago, bien puede significar –como de seguro lo sería para Adorno- una ofensa. En efecto, si la posmodernidad mantiene una relación nihilista con la tradición, una relación inclasificable y desestructurada consigo misma, siendo discurso de una voz vacía, máscara de máscara, pareciera que todo intento por legitimarla resultaría vano. Por ende, a lo más, la posmodernidad musical sería la constatación de una crisis: la crisis de la razón vuelta sobre sí misma y a la cual no le queda más que ironizar de mil y un modo diversos sobre la repetición de lo mismo.


Posmodernidad: ataque a las estructuras donde descansan los ideales de belleza, de coherencia interna e imitación naturalista de los objetos o motivos a ser representados. Posmodernidad: pérdida del sentido, muerte de Dios, disolución del fundamento. Quizás al final sólo nos queda aferrarnos a ese testimonio que Stravinsky nos donó en Petroushka a modo de invisible retrato de una época que le habría de advenir: una pura mecanización, un puro marionetismo a la deriva, donde la rigidez arbitraria de los objetos, su propia finitud, se impone ante cualquier desarrollo temporal y melódico, ante cualquier deseo que busque abrir una vía de trascendencia enraizada con la gran tradición que, querámoslo o no, se desvanece en el presente.