Existen a lo menos dos
tipos de soledades entramadas con el lenguaje que se diferencian radicalmente
la una de la otra.
La primera se trata de
una soledad motivada por un arrebato de voluntad, una soledad deseada por el
sujeto en un momento dado y concretada por éste en tanto logra desvincularse de
un medio determinado o del peso agobiante de las miradas ajenas. Ahí está, por
ejemplo, el furtivo retiro de la fiesta familiar, con sus risotadas de
champagne y saludos añosos, para resignarnos a contemplar la cascada de
estrellas que ornamenta el cielo de verano y ante el cual nos sentimos eternamente
frágiles, inmensamente solos y, aún así, más en familia con nosotros mismos que
con los de nuestra sangre. Esta soledad -la soledad por agravio o por desprecio-
se alza como un lugar de encuentro del sujeto consigo mismo. Gracias a ella hay
una reafirmación de nuestra interioridad en la que el relato mudo con que
desarrollamos nuestro soliloquio, en la que las palabras impronunciadas que van
articulando nuestra tristeza o enfado sin testigos, es capaz de llevarnos a una
relación de sinceridad con nosotros mismos. Relación de sinceridad que
precisamente yace configurada en la capacidad de expresarnos y construirnos por
medio de ese lenguaje que vamos desplegando en silencio. En efecto, en ese tipo
de soledades físicas y padecientes en que sólo contamos con la invisibilidad
del lenguaje como único puente capaz de sostener la comunicación entre lo que somos
y el modo cómo nos recibimos a nosotros mismos. Y justamente porque el lenguaje
cumple a cabalidad su labor, esto es, porque el lenguaje refiere a algo que
está fuera de sí mismo con perfecta armonía (en este caso eso que yace fuera del
lenguaje pero a la vez absorbido por éste son nuestras propias vivencias
subjetivas), es que el lenguaje mismo se torna invisible: mientras más efectivo
es el lenguaje más pareciera que anula su capacidad representativa, más
pareciera que su capacidad es presentar antes que re-presentar. Así, en dicha
primera experiencia de la soledad física, el lenguaje operaría como si él mismo
no existiese, operaría como si trabajase desde las sombras, sin ni la más
mínima petulancia, presentando al mundo interior de nuestras vivencias tal cual
como las sentimos. El lenguaje y su impresentabilidad a la hora de representar:
el lenguaje como la región encubierta que eleva una ilusión de transparencia
entre el sujeto y sí mismo.
Sin embargo, existe otro
tipo de soledad que se funda y desencadena en las entrañas mismas del lenguaje.
Esta soledad lingüística se basa en el sentimiento consistente en que las
palabras no son capaces de expresar nuestra interioridad. Allí, en medio de una
reunión festiva, nos hallamos junto a un familiar lejano al cual no veíamos
hace muchos años; entonces a medida que la conversación va suscitando el
contrapunto entre cálidos y nostálgicos recuerdos de infancia buscamos en vano combinar
las palabras precisas que sean capaces de expresar lo que sentimos ante su
mirada cada vez más desconcertada; pero no las hallamos porque la experiencia
el éxtasis de la experiencia rememorada ha sobrepasado la función referencial
del lenguaje. Es en este tipo de soledad lingüística donde ya no nos podemos
concebir sino como seres que, dado el desencuentro entre su interioridad y el
lenguaje, han fracasado en el acto comunicativo y que, producto de ello, se
encuentran radicalmente solos. Solos no ya en sentido físico -como en el caso
del primer tipo de soledad-, sino padecientes de una soledad más extraña y
difusa, de una soledad inclasificable: la soledad de no ser comprendidos por
nadie a cabalidad. No la soledad de la carne, sino la soledad del sentido que
tiene la carne.
Si en el primer tipo de
soledad el lenguaje emerge como invisible posibilitando la transparencia entre
la interioridad vivencial del sujeto y su recepción discursiva, entonces en
este caso de soledad lingüística el lenguaje se deja ver como problemático,
como sustancia en crisis, como puente fracturado que impide el tránsito de la
expresión de mi propia subjetividad hacia otras subjetividades. Por ende, en
esta última experiencia el sujeto deviene puro ensimismamiento angustioso puesto
que es incapaz de llevar a cabo el propósito ético del lenguaje comunicativo:
decir algo sobre algo a alguien. Es la soledad de quien se desencuentra no sólo
con una herramienta que siempre tuvo a la mano, sino que también es la soledad
de quien desespera en el intento de trascender sus límites en pos de darle
sentido a una vida en comunión con los demás: es la soledad del no decir-nos.