Con seguridad
uno de los percances más nocivos para la historia de la humanidad ha sido el
proceso de industrialización que ha venido aparejado junto a la modernidad tardía.
Los efectos de dicho proceso no sólo han mermado las estructuras de la
organización del trabajo, sino que han degradado al trabajador mismo y la
concepción que éste posee de su propia actividad.
Actualmente, y
como fruto de aquella industrialización, el trabajador no concibe su trabajo más
que como medio destinado a un fin que le es ajeno al trabajo mismo: el salario
mensual que necesita para (sobre) vivir. Lo que se ha perdido en el acto de
trabajar ha sido la inquietud e interés por religar la existencia a través de
una obra. Inquietud e interés por hacer del trabajo una prolongación de las
dudas metafísicas o culturales de cada sujeto: decir esta producción transparenta
mi ser, en la talladura única de esta silla yace impresa mi firma. A esto le
podemos llamar el ideal de artista o de artesano. Aquel ideal implica contar
con la suficiente voluntad y determinación capaz de tornar posible la proyección
de la subjetividad, de la interioridad, del alma (si se quiere), de aquel trabajador
en el producto realizado. Dicho ideal, a su vez, presupone que cada sujeto exprese
su propia unicidad, los dolores y clamores, las angustias epocales y las
preguntas universales, de un modo singular y creativo. Toda masificación técnica,
todo uso práctico y estandarizado del conocimiento aplicado con posterioridad
al trabajo, nubla esta capacidad del trabajador consistente en plasmar su
subjetividad en los objetos. Por lo mismo, el trabajador que solamente ejerce
su labor en función de un salario no sólo pasa a transformarse en un engranaje
más de la máquina de producción capitalista con todo el sometimiento
reproductivo que ella trae consigo; también pierde el asombro radical ante la
existencia, pierde sus preguntas fundamentales y, con ello, su propia libertad
en cuanto ser humano.
Este fenómeno,
que es conocido ampliamente en las corrientes filosóficas de teoría crítica
como alienación, deviene la ideología más perjudicial en la medida que impone
un modelo cultural de modo naturalizado, la cual hace parecer que fuese el único
modo posible de organización socio-productiva. De ahí que en una época como en la
que vivimos se vea totalmente oscurecida la alternativa de una revolución
radical. El individualismo y los valores de competitividad internalizados a
través de los medios de comunicación y la publicidad impiden que podamos
imaginar otro orden distinto al actual. El ideal de pueblo, con su conciencia
en-sí y para-sí, se ha erosionado para venir a constituirse una suma de partes,
una mera masa informe que solamente revela su voluntad de elección a través del
mercado, esto es, a través de lo cuantificable y transable. Así, los objetos y
el proceso de trabajo se transforman en simples entidades unívocas, por medio
de su utilización y reducción a un código, precio o salario. Todo aquel trabajo
que el individuo debería realizar en pos de conocer y comprender, en pos de
acceder al cómo y al por qué, en fin, de lo humano, se
mantiene invisibilizado en un trasfondo abismal. El deseo de formular las
preguntas esenciales con que la humanidad debería problematizarse y concebirse
a sí misma permanece sumergido bajo las trágicas aguas de una superficialidad
en cuya densidad todos nos terminamos por ahogar.