Tendemos a ver las
cosas desde lejos. Las vemos como si ellas sirvieran siempre para algo. Para
algo que viniese a justificar su existencia. Para algo útil y que de paso nos
sirva. Digo que las vemos desde lejos porque no concebimos a dichas cosas
entramadas plenamente con nosotros mismos. Si bien desde siempre yacemos en una
relación pragmática con ellas, determinadas por el uso para algo, este
pragmatismo atestigua justamente una brecha, la presencia de un vacío, la
dolorosa abertura de un olvido: desde hace mucho tiempo que debemos violentar a
las cosas para hacerlas operativas, para manipularlas o descifrarlas. Hemos
olvidado nuestra comunión con ellas.
En ese tenedor que
utilizo para llevar la comida a mi boca, en esas sábanas rugosas que resguardan
mi sueño, en la ventana de mi habitación por la cual penetra la rudeza del
mundo, todas esas cosas indudablemente cumplen una función. No obstante esas
cosas presentadas de tal modo, es decir, presentadas como útiles destinados a
satisfacer una necesidad del sujeto que las forjó, no agotan a las cosas
mismas. Las cosas, por así decirlo, siempre son más de lo que son, siempre
terminan siendo más de lo que en una primera instancia aparentan. Por eso
cuando ingresamos en un plano que trasciende la cotidianeidad déspota del uso,
cuando somos capaces de suspender el egoísmo de la mirada determinado por la
utilidad, podemos contemplar a las cosas desde una perspectiva renovada. Desde
una perspectiva que supere a la misma cosidad de las cosas.
En la experiencia
estética es donde con mayor vigor se muestra ese desplazamiento desde la
cosidad de las cosas, desde su carácter meramente pragmático, hacia la esencia
de ellas como un acontecimiento de asombroso sobresentido. Así, cuando nos
introducimos en dicho estado experiencial no reparamos en la función directa de
las cosas, sino que nos interrogamos, gracias a ellas, por un sentido mayor:
las cosas nos interrogan por un sentido nuevo. Las cosas nos interpelan. Ya no
nos conformamos con el significado exacto y unívoco de la función de una cosa
en particular. En un cuadro, por ejemplo, buscamos el significado a partir de
lo que las cosas nos interrogan pero cuyo sentido no se restringe a la suma del
conjunto de ellas, a la totalidad compuesta por la suma de todas las cosas
presentes en la obra de arte, sino por un éxtasis que siempre está más allá de
cualquier interpretación absolutizante y donde la singularidad misma de
nuestras vivencias pasadas en comunión con las cosas es la que viene a
significarlas. En otras palabras, en la experiencia estética mantenemos el
trato más problemático con las cosas, el trato más enriquecedor con lo que ellas
vienen a representar entrelazadas con nosotros, vinculadas con nuestra historia
y siendo interrogados incesantemente. Ya no son meras cosas en calidad de
útiles operables para algo: se convierten en signos esforzándose por
transparentar un sentido oculto que nos seduce con toda su carga de inevitable
opacidad.
Ningún tenedor puede
ser sólo un tenedor: en él también se acuna, de repente, el reflejo sorpresivo
de la propia mirada cansada a la hora de comer con la familia. Ninguna sábana
puede ser sólo una sábana: en ella se prolongan nuestras arrugas, nuestras
angustias, nuestros insomnios como huellas de una noche demasiado estéril para
haber sido pasada en compañía. Y ninguna ventana sólo mira de adentro hacia
fuera: en todas las ventanas del mundo convive el paisaje que ingresa por ella con
el hombre que, aunque sea alguna vez en su vida, se estremece por la
posibilidad imaginaria de ingresar en el paisaje. Como nosotros mismos ingresando
en la piel hospitalaria de las cosas recobradas.